Y además, el chico había mentido para favorecer a su padre. En el seno de la familia Kruller todos estaban convencidos. Era imposible que Delray estuviera en casa cuando asesinaron a Zoe -¡un sábado por la noche!-, pero Aaron así se lo había declarado a la policía y estaba dispuesto a jurarlo.
«Hay un vínculo especial entre tú y yo, Aaron», le había dicho Viola a su sobrino, que no tenía ni idea del significado de aquellas palabras.
Aaron no entendía lo que quería decir la mayoría de las mujeres. Incluso la mayoría de las personas mayores. Las palabras que salían de su boca podían haber estado en algún idioma extranjero, tan poco era lo que te podías fiar de ellas.
Aquel vínculo especial quería decir que la familia Kruller se mantendría unida, que la familia no se desharía por lo que le había sucedido a Zoe. Incluso aunque Delray la hubiera matado. Eso era asunto de Delray. Aaron suponía que debía de ser ése el significado de las palabras de Viola. Otros miembros de la familia Kruller le habían insinuado lo mismo mirándolo con preocupación, con algo así como respeto teñido de aprensión.
Mentir para proteger a Delray. Eso demuestra que el crío lo quiere.
A Aaron no le emocionaba nada todo aquello; sentía, si hubiera sido capaz de definir la sensación, lo mismo que un cerdo al que se ha abierto en canal y se le ha destripado pero que, por alguna razón, aún sigue vivo. Aquello era lo extraño, lo impensable: que aún siguiera vivo. Después de haber encontrado el cadáver de su madre aquella mañana. Después de haberla visto y de que los ojos entornados de Zoe, semejantes a uvas reventadas, lo hubieran visto a él.
En el instituto, en la clase de ciencias, habían estudiado la evolución: «La teoría de la evolución». Aaron no había sacado buenas notas ni en los exámenes ni en los ejercicios, pero del curso sacó la idea de que Las cosas siempre están cambiando. Nada se queda como está.
Sin Zoe entre ellos era difícil para Aaron y para su padre relacionarse. Si Aaron estaba en la cocina preparándose un desayuno rápido, copos de trigo vertidos en un cuenco, leche a punto de agriarse sobre los cereales, y procedía a comerse aquella mezcla junto al fregadero, mirando -por la ventana salpicada por la lluvia- a un maizal a quince metros de distancia, Delray podía pasar por delante de la puerta de la cocina como sin ver, o saludar con un simple murmullo entre dientes, porque Delray prefería desayunar la mayor parte de los días en el Star Grill Diner, en Garrison Street, donde las camareras lo conocían y lo miraban con simpatía y donde se tenía la idea de que había sido un marido maltratado por su mujer, que lo había abandonado, que se acostaba con otros hombres y que consumía heroína; todo lo cual demostraba que quien la había matado no podía ser Delray Kruller, que dejaba buenas propinas a las camareras, les sonreía y bromeaba con ellas, de manera que se podía ver la herida en el corazón de aquel pobre hombre, y lo muchísimo que se esforzaba por curarla.
Y si Delray, de pie en el cuarto de estar en penumbra, miraba la televisión, el mando a distancia en la mano, saltando de canal en canal, demasiado impaciente para sentarse o para ver nada durante más de unos pocos minutos, Aaron podía pasar en silencio por detrás de él, subir las escaleras, entrar en su habitación y cerrar la puerta.
Sabes que nunca le haría daño, ¿verdad? Quería a tu madre.
Eso lo sabes, ¿verdad que sí?
Vamos, quédate a ver la televisión conmigo. Sólo un ratito. ¿Eh, Aaron?
El único lugar donde padre e hijo se veían sin problemas era el taller. Allí Delray emanaba autoridad y daba instrucciones a los otros mecánicos. Encargaba piezas y accesorios por teléfono, hablaba con clientes, atendía las reclamaciones, preparaba presupuestos, registraba en la caja las facturas definitivas, se ocupaba de las tarjetas de crédito, comprobaba los talones, contaba dinero en metálico. Era Delray quien pagaba a los proveedores y entregaba sus talones a los asalariados. Todo aquello generaba satisfacción, pensaba Aaron. A los otros mecánicos les gustaba su padre y lo respetaban: Delray era un mecánico experto cuando se tomaba su tiempo. En el caso de Aaron los recuerdos más felices del taller Kruller eran las ocasiones en las que Delray lo llevaba a su despacho particular, que estaba separado del ruido y agitación del garaje, y en donde había un viejo escritorio de tapa corrediza y una silla giratoria que Zoe había comprado para Delray en una «subasta por quiebra» cuando estaba enamorada de él, y también estanterías con manuales de mecánica y catálogos de la industria automotriz y en las paredes anuncios, carteles, un calendario con mujeres dibujadas por Alberto Vargas en diferentes estadios de seductora desnudez, y a las que Aaron apenas se atrevía a mirar, porque era muy intensa la excitación sexual que se le transmitía en un instante a la entrepierna. Y sentado ante el escritorio de tapa corrediza Delray podía dedicar tiempo, si estaba de humor, si el condenado teléfono no sonaba a cada momento, ni se presentaba alguien con una queja, a dibujar diagramas para mostrar a Aaron lo que era necesario hacer con un vehículo:
– ¿Ves? Así.
A Aaron le resultaba fascinante que se le enseñara la lógica de los motores; cómo las palancas del cambio, las bielas, los cilindros, los tubos de alimentación del combustible y el encendido trabajaban juntos; eran las únicas ocasiones en las que Delray le hablaba así, describiéndole lo que se necesitaba hacer como si lo que se necesitaba hacer fuese algo crucial, y algo que había que tomarse en serio y respetar, y que lo de menos era quién lo hacía.
– Date cuenta, chico, un buen mecánico es mitad instinto, y naces con él. Pero la otra mitad son cosas que tienes que aprender. Y yo te las puedo enseñar.
Abril de 1983
Tuvo que haber sido la semana después de Pascua cuando un coche desconocido -un Ford Escort bastante viejo, de un modelo barato y de color verde chabacano- torció por la entrada para automóviles de la casa de Quarry Road y de su interior se apeó, como un blando molusco rezumante que se separa de su caparazón, la mujer apellidada DeLucca.
Krull no daba crédito a sus ojos. ¡Ella!
(Desde la muerte de Zoe, Aaron era todavía más Krull. Sobre todo a solas con sus pensamientos, pensamientos dolorosos llenos de rabia, semejantes a una tormenta de clavos punzantes, Aaron llamaba a Krull a su presencia.)Sin que nadie la hubiera invitado y sin avisar, la mujer apellidada DeLucca -«Jacqueline», «Jacky»- se disponía a llamar a su puerta. La mujer con la que Zoe vivía en el momento de su muerte, en la casa de West Ferry. La mujer que Aaron sólo había vislumbrado en una ocasión. Alguien a quien en los medios de comunicación locales se citaba cuando decía, con voz temblorosa de niña pequeña, Hubo tantos hombres en la vida de la pobre Zoe que sería difícil encontrar precisamente al que se ensañó con ella.
Y De algunos nunca supe cómo se llamaban. ¡Creo que Zoe tampoco lo sabía!
Delray calificaba a aquella terrible mujer -ante cualquiera dispuesto a escucharle- de puta, chica de alterne, yonqui y además la consideraba culpable de que Zoe hubiese sido asesinada. La mujer que se había llevado a Zoe a vivir con ella, que la había ayudado a conseguir trabajo en The Strip, y que le había presentado a hombres que le proporcionaban drogas duras como heroína: Delray estaba seguro de que antes Zoe sólo fumaba hierba y tomaba estimulantes, nunca sustancias que hubiera que inyectarse en vena. Pero lo que despertaba los instintos asesinos de Delray hacia Jacky DeLucca era que, supuestamente, le había dicho a la policía de Sparta que si a ella le sucedía algo, el responsable sería Delray.
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