Ante aquello Krull no tenía respuesta alguna. Sus torpes dedos adolescentes se cerraban y abrían en puños sudorosos.
– Aquella vez que Zoe estaba bebiendo y dijo de repente: «Jacky, me siento muy mal, no soy una buena madre». Luego se rió y dijo: «Me encantan los niños pequeños, quería mucho a mi hijo cuando era pequeño, pero los bebés crecen». Otra vez, no mucho antes de que sucediera aquella cosa tan terrible, Zoe estaba un poco colocada y en vena frívola y dijo: «Me importa un pimiento lo que me pase, Jacky, con tal de que me suceda algo». ¡Zoe lo dijo! Y le respondí: «Zoe, no lo dices en serio», y ella dijo: «¿Te parece que no?» y se limitó a reír. Cualquier locura que se le venía a la cabeza cuando estaba así, la decía. Sólo por subirse a un avión, que era lo que planeaba hacer para ir a Las Vegas, podía comentar: «Es un juego de azar. Agitas tu vida como si fuera unos dados».
Krull, de algún modo, se sentía acorralado. Le dolía la cabeza. Trataba de decirle a aquella mujer que no quería hablar de Zoe con ella.
– ¡… es tan bueno llorar, corazón! Tú no eres más que un niño. Los chicos como tú crecen demasiado deprisa, es la sangre de Del-roy, la sangre seneca… lo sé demasiado bien… estuve en otro tiempo prometida con uno… no sabéis cómo llorar, y eso es malo. Y es que un hombre… un muchacho… también necesita que lo quieran. No sólo las mujeres. Si no tienes ese cariño, hay algún tipo de veneno que se encona -pareció, durante un inquietante momento desestabilizador, que Jacky DeLucca bajaba los ojos hacia la parte inferior del cuerpo de Krull (los muslos, la entrepierna) donde un único gran pulso latía deprisa y con fuerza-. Tú y yo, Aaron, tenemos la edad adecuada, creo yo. Podría ser tu madre… Zoe me daría su bendición, desde donde está ahora. Dios nunca me concedió un hijo y esto sería una señal muy clara de que Zoe me perdona.
Con voz muy roca Krull repitió que no quería hablar de su madre. Si Jacky tenía la amabilidad de dejar las cosas que había traído…
– ¡El piano de Zoe! ¿Es ése?
En un rincón del cuarto de estar se hallaba el viejo piano vertical de Zoe. Las teclas estaban amarillentas y cubiertas de polvo ya que, por supuesto, ni Delray ni Aaron se habían ocupado de él desde la marcha de Zoe; Aaron evitaba incluso mirarlo. Pero Jacky DeLucca corrió hasta él para golpear varias teclas con gesto dramático. Los nítidos sonidos crisparon los nervios de Krull. Sintió unas terribles ganas de llorar, y se mordió el labio inferir con tanta fuerza que casi se rompió la piel.
– ¡A Zoe le encantaba el piano! Conseguía que la gente le diera lecciones, aunque fuesen muy breves. En Chet's por ejemplo. El señor Csaba, que era nuestro jefe allí, le dijo a Zoe que le pagaría las clases, pero tu madre nunca insistió para que lo hiciera. En el club, las noches que había poco trabajo, Zoe improvisaba algunas melodías en el piano y se ponía soñadora. Y también cantaba, con aquella voz suya tan maravillosa. ¡Ah, Zoe sabía cantar! La persona que le hizo daño, fuera quien fuese, se aprovechó de Zoe de la manera más terrible, se aprovechó de sus grandes deseos de cantar. Eso es lo que creo.
Krull estaba tratando de pensar Entonces según ella Delray no fue el responsable.
Trató de interpretar sus palabras Sabe quién fue, entonces. Eso es lo que está revelando.
Al ver la expresión en la cara de Krull, que era al mismo tiempo dolorida y ausente, Jacky DeLucca dijo:
– Será mejor que lleve estas cosas arriba, corazón. Y que las cuelgue. Es lo que Zoe querría. Las arrugas desaparecerán en parte y podéis pedir a una de tus primas que se pase por aquí. O quizá, si tienes una amiguita, con una talla dos, tan sexy, le puedes decir que venga y que se lleve lo que quiera.
Krull se estremeció. ¿Quién de la familia habría querido nada de Zoe? Y una novia suya… la idea le repugnó.
Audazmente DeLucca se dirigió hacia la escalera, dejando atrás a Aaron. Como si hubiera estado antes en aquella casa y conociera el camino.
A Krull no le quedaba otro remedio que acompañar al piso de arriba a aquella mujer tan prepotente. Con la esperanza de no tener que explicarle nada a Delray. ¡No me escuchó, le lo aseguro! Decidió subir y no pude pararla.
Después del incidente en Honeystone's, cuando Krull perdió el control y le dio un puñetazo a la vieja en la cadera, no se le volvería a ocurrir tocar a una mujer. Tendría que pasar mucho tiempo.
Le habían acusado de agresión en segundo grado. Gracias al alegato de una funcionaría joven del tribunal de familia, los otros cargos - intento de robo a mano armada, intento de destrucción de propiedad privada, amenaza de grave daño corporal - se habían retirado. La vista se celebró en el despacho de la juez del tribunal de familia y la magistrada -de mediana edad y con cara de pocos amigos- habló con dureza al joven acusado y a sus padres, de rostro cariacontecido, y lo condenó a seis meses en el correccional de menores de Algonquin, aunque después de una pausa añadió condena condicional, lo que provocó que Zoe estallara en lágrimas de gratitud. ¡Muchas gracias, señoría! ¡Muchas gracias desde el fondo de nuestro corazón!
Para acudir al despacho de la juez, Zoe y Delray se habían vestido como si fuesen a la iglesia: Delray con chaqueta de pana y corbata y alisado el pelo rebelde, y Zoe con un vestido azul oscuro cuidadosamente abrochado hasta el cuello y el pelo también alisado y recogido atrás en un moño. La juez les dijo que, durante los seis meses de libertad condicional, el padre o la madre de Aaron estaban obligados a llevarlo a reuniones semanales con un agente judicial juvenil de Herkimer County y que si faltaba a una reunión sin justificación legítima, se le revocaría la libertad condicional y se le enviaría a Algonquin para cumplir el resto de la condena. Aaron no había faltado nunca, pero hacia el final de los seis meses Zoe se había marchado ya de casa y era Delray, despechado y amargado, quien lo llevaba a las reuniones semanales.
Maldita sea, fue una suerte que no mataras a esa vieja. Estarías en Potsdam y queda demasiado lejos para hacerte visitas, joder.
En las escaleras, Krull miró impotente -dentro de los ajustados pantalones de color salmón- las caderas de la mujer que iba por delante. Al advertir la sugerencia de una hendidura entre las nalgas de Jacky DeLucca, Krull sintió una molesta conmoción en la entrepierna como la que sentía a veces -Dios del cielo, qué cosa tan desagradable- al ver un animal muerto y destrozado, mapache, ciervo joven, roto e inmóvil a un lado de la carretera.
DeLucca dijo, corta de aliento debido a las escaleras, pero tan llena de entusiasmo como una atleta joven:
– Hay varias sorpresas aquí, creo yo. Algunos de los vestidos de Zoe son de verdad glamurosos. ¡Con mucha clase! La semana que estuvo en Nueva York, por Navidad, el amigo con el que fue le compró algunas cosas realmente bonitas, sólo que, de vuelta a Sparta, ¿dónde te las puedes poner? ¿En The Strip?… «Es como arrojar tus perlas a los cerdos»… Zoe decía que acababas por acostumbrarte a hacerlo por el hecho de ser mujer.
Aunque no había estado nunca en la casa de Quarry Road -Krull tenía la seguridad- DeLucca se dirigió sin la menor vacilación al dormitorio al fondo del pasillo, donde volcó sobre una cama el contenido de las bolsas: un vestido negro de seda con tirantes muy finos, que parecía una combinación o lo era, efectivamente; un vestido tubo de terciopelo de color rojo con un profundo escote en uve tachonado de perlas diminutas; un brillante vestido dorado que sin duda podía amoldarse al cuerpo de una mujer tan ajustado como un guante; otro, color bronce, de algún tejido rizado, con manchas en los sobacos. Y zapatos de tacón alto y joyas. Un sujetador de seda morada, a juego con bragas semitransparentes. Krull miraba sintiendo que la sangre le latía con fuerza en la cara.
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