DeLucca alzó la prenda negra de seda hasta su rostro para olería. Sin decir una sola palabra se la tendió a Krull, que se estremeció ante el aroma a polvos de talco perfumados y apartó la mano de la mujer.
– ¿Qué te sucede, Aaron? La mía es una misión bien dolorosa, ¿es que no sientes respeto por los muertos?
DeLucca, con muchos remilgos, se dispuso acto seguido a estirar sobre la cama, con el borde de la mano, las prendas arrugadas. Había un singular brillo como de drogas en sus ojos húmedos, le pareció a Krull. La cama, utilizada antaño por los padres de Aaron, tampoco la usaba ahora Delray, que dormía en otro lugar de la casa; estaba descuidadamente cubierta con una colcha de brocado, de color oro desvaído, con manchas de agua por goteras en el techo. Debajo de aquella tela no quedaba más que el colchón. Viola había retirado hacía meses la ropa de la cama. Delray dormía en un sofá del piso de abajo cuando dormía en casa; a raíz de la muerte de Zoe evitaba aquella habitación. Había ordenado a Viola que metiera en cajas las cosas de Zoe y las llevara a una de las tiendas Goodwill, pero Viola no lo había hecho. Cada vez que Krull entraba en aquel cuarto, aunque ignoraba la razón, algo le atraía, una sensación de ansiedad y de cansancio; una necesidad de llorar, porque a veces llorar hacía que uno se sintiera bien, pero tenías que estar a solas. Había registrado muchas veces los cajones del buró de Zoe como si buscase algo que su madre hubiera olvidado, pero sólo encontraba un botón y una barra de labios casi acabada. En una caja, en otro lugar de la casa, había descubierto una colección de viejas instantáneas que había terminado por mirar, aunque no quería verlas, con un Delray, sentado en su Harley- Davidson, más joven de lo que Krull lo había conocido, pelo negro largo y desgreñado, gafas oscuras, un pitillo en la boca y una chica rubia, a la que rodeaba con un brazo, sin duda Zoe, aunque con aspecto de alumna de instituto, lo que posiblemente era en aquel tiempo, ya tan lejano, anterior al nacimiento de Krull. Y qué hermosa era, mostrando su sonrisa más deslumbrante. Con un top mínimo, sin espalda, unos shorts muy cortos, piernas desnudas y descalza.
Maldita sea, no quería angustiarse. Era demasiado tarde para angustiarse, joder.
– ¿Me puedes echar una mano, corazón?
DeLucca le reprendía como se riñe a alguien a quien se conoce bien, mezclados irritación y afecto, mientras, con un exceso de ceremonia, colgaba en el armario la ropa de Zoe.
– A Zoe le gustaría, creo yo. Su espíritu puede instalarse aquí y no ir tan a la deriva ni estar tan solo. ¡Era tan veleidosa! Lo último que me dijo fue: «Si no vuelvo, Jacky, puedes venir a visitarme a Las Vegas y traer a Aaron. Quizá llegue a tener una suite en Caesar's Palace. Estaba pensando en ti, ¿te das cuenta? De lo que yo me fío ahora es del espíritu interior. Zoe me habla en susurros. Me gustaría que no estuvieras tan enfadado y confiaras en mí, Aaron. «Estamos aquí en la tierra para querernos los unos a los otros, eso es todo.»Krull se preguntó si aquello era de la Biblia. No sonaba como de la Biblia.
Quería con toda su alma salir corriendo de la habitación pero no parecía capaz de conseguir que sus piernas se movieran. Sabía que se tenía que ir de allí pero no podía. No conseguía dejar de mirar la húmeda herida carmesí en el rostro de aquella mujer.
A continuación, en voz más baja, DeLucca dijo:
– Imagino que fuiste tú, ¿Aaron? Los polvos de talco.
Al principio Krull no entendió lo que DeLucca quería decir. ¿Polvos de talco?
Luego se le hizo la luz. Y sintió la sacudida.
– Fue un gesto de amor, Aaron. Para «purificar».
Meses atrás los detectives le habían dicho a Krull que aquella información -cómo, presa del pánico, había reaccionado ante el descubrimiento del cadáver de su madre- se mantendría confidencial y no llegaría al público. De algún modo, sin embargo, Jacky DeLucca estaba enterada.
Por aquel entonces Aaron era Aaron, y no Krull. Cuando subía las escaleras de aquella casa que olía a muerte. Y lo que le esperaba en aquella habitación que no había visto nunca…
– ¡Pobre Aaron! La querías.
Jacky DeLucca hablaba con calor y lo habría abrazado si Krull no hubiese retrocedido rápidamente alzando los codos. Lo que sentía ya era pánico: ¡no me toque!, ¡aléjese de mí! No soportaría que aquella mujer lo tocara.
Tenía quince años: los había cumplido una semana antes, sin celebración alguna. Delray no se enteraba de los cumpleaños, no le interesaban y no habría sabido decir la edad exacta de su hijo, de la misma manera que, en su indiferencia, podía no recordar el nombre del presidente de los Estados Unidos, ni el del gobernador del Estado de Nueva York. Bastaba con que algunas personas supieran aquellas cosas, ¿por qué demonios tenía que saberlas él? Zoe no se había olvidado nunca del cumpleaños de Aaron, pero Zoe ya no estaba.
– ¿Por qué pareces tan enfadado? O… ¿es que tienes miedo? DeLucca rió en voz baja. Le estaba provocando: le había arrinconado contra la cama. Tenía que elegir entre dejarse caer pesadamente sobre la cama o dar un empujón a la amiga de su madre para escapar. Pero le daba miedo tocarla. Al ver que el esmalte de uñas de color rojo oscuro estaba desportillado y las uñas mismas desiguales, recordó, en un fogonazo repentino de memoria, que cuando descubrió a Zoe en aquella cama ensangrentada, oliendo a su cuerpo, las uñas de Zoe, de las que siempre había estado tan orgullosa, también estaban desportilladas y rotas como si hubiera peleado desesperadamente con su agresor para no morir.
– Para «purificar» lo que estaba contaminado. Para aliviar la vergüenza de aquella pobre mujer. Lo entiendo, Aaron.
Krull quería preguntar Pero ¿cómo lo sabe? ¿Quién se lo ha dicho?
– Ya sé que es un secreto, Aaron. No debería haberte hablado de ello, pero quería que lo supieras: «Jacky DeLucca es tu amiga». A falta de Zoe, puedo estar atenta a lo que te suceda. Tantos secretos horrendos, Aaron, y éste en cambio es un secreto muy hermoso que sólo sabremos nosotros. ¿Verdad que sí?
DeLucca estaba hurgando en un bolsillo de los pantalones de color salmón. En la palma de su mano aparecieron tres pastillas -oscuramente brillantes como caparazones de escarabajos- que pareció ofrecerle a Krull. Las rechazó con un movimiento de cabeza, no. Fueran lo que fuesen -¿anfetas? ¿Quaaludes?- no eran para él. No en aquel momento del día y no con aquella mujer.
– ¿No? ¿Estás seguro? Bueno… No quiero forzarte, Aaron. Nooo… todavía no.
Lo dejó libre. Había estado muy cerca de él, echándole el aliento en la cara. Como por accidente, le pasó el dorso de la mano por el vientre y la entrepierna, donde estaba teniendo una erección y donde todos sus sentidos clamaban como una campana que resuena.
– Perdóname, por favor. Vuelvo enseguida.
DeLucca salió a usar el baño que quedaba junto a la puerta del dormitorio. De nuevo se movió como si hubiera estado en aquella casa en alguna ocasión anterior y fuese ahora una invitada. Krull enrojeció de indignación. No era un niño para dejarse manipular. Estaba rabioso, DeLucca utilizaba el baño sin molestarse en cerrar del todo la puerta -la oía dentro, en el váter-, apretó las manos contra los oídos, salió a toda prisa de la habitación, con la idea de abandonar corriendo la casa y desaparecer en el granero o mejor todavía en el bosque en la parte de atrás de la propiedad donde frecuentemente se había escondido de pequeño sin ningún motivo especial, sólo por el gusto de hacerlo. Se detuvo, sin embargo, en el piso de abajo. Al oír el sonido de grifos y cañerías de la casa, los pasos de la mujer sobre su cabeza, unos pasos femeninos que no eran los de su madre. Casi con tranquilidad pensó Me está esperando. Está desnuda ahí arriba.
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