El hijo escuchaba a su padre con la preocupación de lo que le iba a ser revelado.
El hijo quería al padre, aunque el padre fuese un hombre capaz de hacer daño de repente.
– … de manera que lo que estoy diciendo es que no creas que puedes volver allí. Porque no es posible. Juegas a lacrosse con unos tipos, pero no confundas eso con otras cosas.
No se te ocurra pensar que vas a ser algo así como un «hermano de sangre» ni ninguna estupidez parecida con ellos, porque no es cierto.
El padre de Delray era mestizo y su abuelo indio seneca de pura sangre y el hijo de Delray nunca los había tratado, no había estado nunca con ellos y ni siquiera los había visto de lejos.
Zoe le había dicho:
– Si tu padre quiere que sepas esas cosas, te las contará. Hay muchas cosas que no me ha contado y ¿sabes lo que te digo?
– ¿Qué? -había preguntado él.
– Tiene su razón de ser, eso es lo que te digo. Lo que se nos cuenta y lo que no. Así que no preguntes.
A la mañana siguiente llegaron noticias sobre la mujer apellidada DeLucca.
Una agresión salvaje informaba el Journal.
Jacqueline DeLucca, de treinta y nueve años, residente de East Sparta, que trabajaba como camarera en Chet's Keyboard Lounge, fue abandonada inconsciente y con heridas sangrantes en un aparcamiento detrás de Big Boy Discount Appliances. El lunes a primera hora de la mañana la encontró un guarda jurado.
Agresor o agresores desconocidos. En situación estable, en el Hospital General de Sparta. La policía investiga lo sucedido.
El artículo era breve y aparecía en una página interior del diario. No lo acompañaba ninguna fotografía. Krull no se habría enterado de no ser porque en el taller había un ejemplar del Journal, páginas sueltas de las que un cliente se había desprendido mientras esperaba.
Sin darse mucha cuenta, los labios de Krull se movieron:
– «Jacqueline DeLucca.»No quería pensar -carecía de motivos para hacerlo- que Delray pudiera tener algo que ver con aquella agresión. No existía ninguna razón para pensar que Delray tuviera algo que ver con DeLucca. Krull tampoco había tenido nada que ver con DeLucca desde hacía casi dos años, cuando se presentó en la casa de Quarry Road con la ropa de Zoe.
Podría ser tu madre. Zoe nos bendecirá.
Krull no la había vuelto a ver desde aquel día. Excepto en sus más escabrosos sueños sexuales. Pero no en carne y hueso. A la mujer de verdad, que había sido, como señalaba el artículo del Journal, amiga íntima de Zoe Kruller, la víctima del homicidio de 1983, ni siquiera la había visto de lejos y había hecho todo lo que estaba en su mano para olvidarla.
Aquella noche estuvo con sus amigos en la estación de ferrocarril. Las noches que no tenía que trabajar hasta tarde, o ayudar con la grúa (un servicio que el taller de reparaciones Kruller proporcionaba las veinticuatro horas del día), había empezado a reunirse con aquellos amigos nuevos que eran mayores que él y admirables a sus ojos. Porque Krull era menor de edad y ellos no. Qué transición tan rápida era aquélla: un buen día dejabas el instituto, y pocos años después ya tenías veintitantos e incluso más. Aquellos tipos probarían cualquier cosa, como Delray. Y también algunas chicas. Krull sentía debilidad por la cerveza, pero también había llegado a gustarle el sentimiento de maravillosa despreocupación que le proporcionaba fumar hierba. Era como la novocaína. La borrachera se convertía en anestesia y se llegaba a experimentar algo así como una visión de túnel ondulante, rostros que giraban despacio y se derretían y de los que uno se reía.
Zoe había sido una yonqui, consumidora de heroína. Eso era lo que se decía de la muerta después de que la asesinaran.
Lo que a Krull le gustaba de fumar hierba era la manera que tenían las caras de perder sustancia cuanto más las mirabas. Cualquier cosa que uno pueda ver en ese estado, al abrir una puerta, al ver lo que yace, enredado en sábanas ensangrentadas en aquella cama, ¿cómo iba a ser posible tomárselo en serio?
Sosiégate le había aconsejado a Krull su amigo Duncan Metz. Cualquier puñetera cosa que haya sucedido está acabada, nunca vas a poder volver atrás para cambiarla. Metz era por lo menos diez años mayor que Krull, pero le había cogido cariño, se decía que había habido un asesinato, quizá más de uno, en la familia de Metz, también era evidente que Metz era mestizo, que tenía una piel morena aceitunada más oscura que la de Krull y los mismos ojos oscuros hundidos en las órbitas y, de manera natural, tales personas se sentían atraídas entre sí como primos o hermanos.
A otra clase de hierba que Metz le daba a Krull para que fumase la llamaba jamaicana: era más cara y más difícil de conseguir, y producía un «colocón» como una coz brutal, hacía que te latiera el corazón como si hubiese enloquecido, lo que era un motivo para que no todo el mundo quisiera fumarla, las chicas, de manera especial, la veían con recelo, sobre todo en una relación de intimidad con hombres que también la fumaban, porque cuando el humo se aspiraba hasta el fondo de los pulmones te daba muchas ganas de follar, o de darle una buena paliza a alguien, y Krull había llegado a preferir la jamaicana sobre todas las demás drogas.
Diehl, B. Uno de una docena de nombres entre los alumnos del penúltimo curso de Sparta High en una lista colocada junto a la puerta del laboratorio de química en el segundo piso del edificio.
A Krull no le correspondía ir a clase de química. Tampoco a biología, ni a física, ni a matemáticas superiores ni a idiomas extranjeros. Krull no se preparaba para entrar en la universidad, sino para una formación profesional y todo lo que se pedía a aquel tipo de alumnos para graduarse en Sparta High eran cursos de inglés, estudios sociales, sanidad, educación física y educación vial, así como clases relacionadas con su formación profesional específica.
¡Educación vial! Como si Krull no hubiera conducido automóviles, incluso camiones, desde los once años.
Le fastidió lo indecible ver Diehl, B. en aquella lista y, junto al nombre, la calificación 9. Eddy Diehl no era más que un obrero de la construcción, un «trabajador manual», estaba seguro.
Por lo que Krull sabía, Eddy Diehl, el padre de Ben, ya no vivía en Sparta. El departamento de policía de la ciudad le había permitido marcharse y Krull no había oído que hubiese vuelto.
Los había visto en la camioneta. En el vertedero. Antes de que Zoe se marchara de casa. Antes de que la asesinaran. Cuando era Eddy Diehl con quien Zoe se entendía y Delray no lo había sabido.
La mucha frecuencia con que aquel año veía a Ben Diehl en el instituto era algo que parecía estar sucediendo para molestar a Krull. Debió de ser que sus horarios los acercaron. Una proximidad que Krull sentía como una provocación. En la cafetería, en las escaleras, por los pasillos, Krull avanzaba alto y desgarbado pero veloz como una cobra viendo al chico más bajo, un pelirrojo de cabellos cobrizos y gesto dolorido, que se alejaba de Krull con las piernas rígidas, dando la sensación de no haberlo visto, como si le hubieran metido un palo de escoba por el culo. Porque sin duda alguna Ben advertía la presencia de Krull como la presa de la cobra es consciente de la cobra pero está demasiado aterrorizada para reconocerlo.
Había una chica, además. Ben Diehl tenía una hermana. Menor.
Lo que sucedió aquella primera vez fue puramente por casualidad.
Krull no había acechado a Ben Diehl. Krull pensaba en otras cosas. Pero vio que Ben Diehl entraba en el vestuario de los chicos unos cuantos pasos por delante de él. Estaba solo, algo que parecía sucederle a menudo cuando Krull advertía su presencia. Se movía más bien a sacudidas, como si las diferentes partes de su cuerpo quisieran ir en distintas direcciones pero se mantuvieran juntas gracias a un esqueleto frágil y muy poco elástico. Se trataba de un muchacho que no era naturalmente un atleta, se veía enseguida. Gesto sombrío, muy pálido, los ojos bajos. Arrugas en la frente. Su boca se movía en silencio como si estuviera discutiendo con una voz interior dentro de su cabeza. Quizá medía un metro sesenta y cinco. Quizá pesaba cincuenta y cuatro kilos. Llevaba la ropa -camisa, vaqueros, zapatillas de deporte- popular entre la mayoría de sus condiscípulos, pero en el caso de Ben Diehl aquellas prendas no resultaban convincentes. ¡Diehl! Un bicho raro. Krull se fijó en ello porque era sorprendente lo poco que Ben se parecía a Eddy, su padre, un hombre apuesto, o que había sido apuesto. Ben Diehl por otra parte parecía arrastrar algo de la vergüenza y notoriedad de su padre, lo que significaba que era una persona afligida por la culpa y sin duda entendería la razón de que hubiera que castigarlo.
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