Orgulloso de sus cicatrices de lacrosse. Los tipos de más edad lo respetaban. Si tenía el palo de lacrosse entraba con él en la cocina pero a Zoe no se le permitía tocarlo ¿sabes por qué? A las tías les está prohibido tocar tu palo de lacrosse. Ni siquiera se le permite a tu mamá.
Qué demonios de absurda superstición india es ésa, preguntó Zoe.
Aaron se había encogido de hombros y había murmurado algo en respuesta. Zoe rió molesta y dijo que era un insulto, como si yo fuese a contaminar esa cosa absurda y Aaron dijo con una sonrisita. Así son las cosas, mamá. Así es lacr…
Zoe había intentado un rápido ataque para tocar el palo. Sabiendo que iba a hacerlo Aaron lo alzó mucho por encima de su cabeza. Se rió con la cara encendida y Zoe dijo De acuerdo, caradura, ahora hazte tú la cena ya que eres tan listo.
No había tenido que hacérsela, de todos modos. Para la hora de la cena volvían a llevarse bien.
En la escalera, Aaron llama una vez más con su mugido de ternero.
– Eh, mamá, ¿estás ahí?
Marzo de 1990
La mujer se volvió hacia él, al tocarla se volvió hacia él y al ver su cara empezó a gritar. Y a él no le gustó aquello, maldita sea, no le gustó nada que le gritaran de aquel modo. Intentó calmarla extendiendo las manos, romas y torpes como las patas de un animal, pero al tocarla, la mujer, llevada del terror, empezó a gritar con más fuerza, un grito estridente que le hizo daño en los oídos, de manera que necesitaba que se callara pero en realidad era él quien se estaba despertando y no había ninguna mujer -la mujer había desaparecido- y los alaridos eran el timbre del teléfono que sonaba muy cerca de su cabeza aturdida, en el lugar donde él, Aaron, parecía haber caído, despatarrado y en diagonal, sobre un colchón manchado y sin ropa de cama alguna sólo con calzoncillos y camiseta subida hasta la mitad de la espalda y al buscar a tientas el condenado teléfono lo había tirado al suelo, pero al levantar por fin el auricular oyó una voz de mujer, verdadera, frenética, que se le metía en el oído ¡Aaron!¡Maldita sea, descuelga el teléfono! Se trata de Delray, ven a por él inmediatamente.
Pese a la borrachera y al aturdimiento Aaron consiguió incorporarse. Averiguar dónde estaba exactamente lo dejaría para más tarde. La cabeza le dolía como si le hubiesen golpeado con una pala. La boca tan agria como después de vomitar. Tenía los dedos de los pies, sucios, largos y estrechos, hundidos en la alfombra llena de manchas como si aquella parte de su cuerpo quisiera, de forma instintiva, agarrarse a algo sólido. La mujer con la que había estado parecía haberse esfumado. Había habido una mujer de carne y hueso allí con él, desnuda sobre aquel colchón, una mujer que había resoplado y se había esforzado pero que se había marchado ya. Gracias a un reloj luminoso vio que eran las cuatro y veinte de la madrugada. No había luna para reflejar la nieve en el exterior, de manera que el mundo estaba tan oscuro como si fuese el fondo del mar. Había visto un documental en la televisión sobre las profundidades del mar a donde nunca llegaba la luz, peces con formas extrañas en la oscuridad perpetua, seres que ningún ojo humano había visto jamás, ni tampoco las criaturas de las profundidades se veían unas a otras. Por qué existían semejantes seres era un misterio que nadie podía resolver. Qué finalidad tenía la vida en la tierra, nadie lo sabía. Pero la situación era que estabas aquí, que habías nacido y que tenías que jugar con las cartas que te habían tocado. Aaron se frotó los ojos y vio, a través de la puerta medio abierta, que daba al baño, que la luz estaba encendida, un rastro de vapor de agua de la ducha que le llegaba hasta las ventanas de la nariz, aunque la mujer se había ido.
¡Coño! al ver en el marco de la puerta y en la pared junto a la cama lo que parecían ser manchas de sangre provocadas por una mano al golpear.
Podía haber sido sangre que brotara de una nariz, a Aaron le parecía recordar una nariz de mujer que no había tenido intención de lastimar, o se trataba de su propia nariz, que la mujer había golpeado con un codo. Aaron no estaba seguro.
Del teléfono salía ahora con mayor claridad una voz femenina urgente y autoritaria:
– ¡Aaron! ¿Estás ahí? ¿Estás despierto? ¡Maldita sea, es Viola quien te habla! Te he dicho que Delray está malherido. Debe de haber perdido el conocimiento al golpearse la cabeza contra la acera. O alguien se encargó de hacerlo por él. Si no vienes a recogerlo, es tu padre, maldita sea, es lo menos que puedes hacer por él, si no vienes aquí, carajo, voy a llamar al 911 para que vengan a buscarlo. Llévalo a urgencias al hospital. Maldita sea, no me da la gana de que Delray se muera en esta casa.
Aaron tartamudeó tratando de decirle a su tía que no llamara al 911, que no llamara pidiendo ayuda, a su padre no le gustaría.
– Dime dónde está, Viola, iré a por él.
– ¿Que dónde está? ¿Es que no me acabas de oír? ¡Por el amor de Dios! ¿Estás borracho? ¿Estás colocado? ¡Aquí! ¡Está en mi casa! ¡No tiene ningún derecho a estar aquí! lodos vosotros, tú y él, y ella, tu condenada madre, ¡todo lo que habéis hecho ha sido crearnos problemas! ¡A la familia! La última vez que Delray apareció por aquí me pasé media noche tratando de localizarte, tardaste todo lo que te salió de las narices, y esta vez no voy a arrastrar a tu padre hasta casa, ni escaleras arriba, para que luego me vomite encima, que se vaya al carajo. Si quieres saber dónde está, Aaron, está delante de mi casa, en el camino de entrada para coches, en medio de la nieve donde alguien lo ha dejado caer. Uno de sus amigos moteros. O un amigo policía. Tú conoces a esa pandilla con la que va por ahí. Tiene que ser alguien que sabe que soy su hermana. Estaba en la cama cuando he oído un claxon, alguien que gritaba, he mirado por la ventana y había un hombre tumbado en el camino para coches, muerto o demasiado borracho para estar de pie. Delray debe de haber dejado su coche en algún sitio, en algún bar y no podía conducir en ese estado, así que lo han traído y me lo han largado a mí. Dios del cielo -Viola hizo una pausa y resopló. Cuando volvió a hablar lo hizo entre sollozos, furiosa-. ¿Qué pasa si tu padre tiene una lesión cerebral? Sabes que ahora mismo está medio loco. ¿Qué pasa si tiene el hígado envenenado? Si tratas de hablar con él, dice que sí, que seguro que va a beber menos, que se apuntará a un programa de desintoxicación, la mitad de la familia se ha ofrecido para llevarlo y para ir a verlo mientras está allí y luego sucede esto y me pega un susto de muerte. ¡Soy su hermana y no su madre! ¡Tampoco soy su mujer! ¡Ni su hijo! Tú eres su hijo, ¿sabes? De manera que ven aquí y llévatelo a casa porque de lo contrario voy a llamar al 911 y me da lo mismo que sea la policía o las urgencias del hospital, os podéis ir los dos a hacer puñetas.
Aaron dijo que iba enseguida. En cuanto se vistiera. Para entonces ya estaba en pie y razonablemente despierto. Superada la borrachera en diez segundos. Y diciéndole a su tía que no llamara ni a los malditos polis ni a una ambulancia, podrían acabar con Delray.
– Por ejemplo si lo «encierran» y no puede salir como aquella vez en el hospital de- ex combatientes de Watertown, que casi acabó con él.
Su tía había colgado. A Aaron se le cayó el auricular, que hizo ruido al chocar contra el suelo. Empezaba a darse cuenta de dónde estaba. Un lugar familiar convertido en desconocido. Iluminado por un rayo de luz procedente del cuarto de baño vio algo que hizo que se le erizara el vello de la nuca… ¿una serpiente? ¿Una serpiente en la casa? ¿En invierno? Tenía que ser algo más que una simple culebra de jardín porque el cuerpo era grueso, oscuro, con el lustre de la grasa. O quizá los ojos de Aaron no enfocaban bien, como su cerebro. Si se trataba de un «viaje» con metanfetamina, no cabía duda de que había dado un giro malévolo. Si sólo se trataba de una borrachera, cabía la posibilidad de que tuviera delírium trémens. Otra cosa extraña era que no estaba en su dormitorio, sino en una habitación trasera del piso bajo de la casa de Quarry Road, sucios colchones viejos en el suelo y una asquerosa alfombra de fibra por donde estaban desperdigados zapatos, misteriosas prendas de ropa, toallas con manchas, colillas y cadáveres de insectos, pero… ¿una serpiente ? Quizás en verano, si la puerta de atrás se dejaba abierta inadvertidamente, por los resquicios y desgarrones de la puerta interior de tela metálica, tal vez una serpiente podría meterse en la casa por ese camino o quizá trepar desde el sótano, por las escaleras, hasta el piso de abajo, pero aquella serpiente parecía estar muerta o profundamente dormida. Aaron se acercó, cauteloso, y se atrevió a empujarla con el pie descalzo: pero no era más que una trenza, falso pelo oscuro y reluciente, como de unos veinticinco centímetros de largo.
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