Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Porque, también por supuesto, mi madre llamó a la policía. No hubo nunca ni un atisbo de posibilidad de que Lucille aceptara la petición de mi padre de presentarse en la puerta de la habitación 23 del motel Days Inn, y aún menos que un atisbo de posibilidad de que quisiera presentarse en mi lugar para que de esa manera se me permitiera marcharme. Aterrada y casi dominada por la histeria, mi madre llamó al 911 y contó, tartamudeando, lo que sabía, todo lo que sabía, acerca de mi padre que «tenía secuestrada a su hija» en el Days Inn en la Route 31; acerca de mi padre Edward Diehl que había estado «implicado» en el asesinato de Zoe Kruller, en 1983, pero al que nunca se había detenido; acerca de Edward Diehl que había sido su marido pero que había «pronunciado amenazas contra mi vida, y la vida de mis hijos, muchas veces…». Y en el espacio de seis minutos después de aquella llamada, agentes de policía de Herkimer County empezaron a llegar al Days Inn. Al igual que vehículos de la policía de Sparta. En total se reunieron doce coches, además de otro vehículo para emergencias médicas; tampoco tardó mucho en llegar una furgoneta con un equipo de cámaras de la televisión local; a todo esto se unieron las sirenas, las luces rojas que lanzaban destellos, las voces de desconocidos que exigían que Edward Diehl abriera la puerta -que saliera con las manos en alto-, que dejara caer el arma de fuego si es que tenía una, y que lo hiciera de inmediato.

Para entonces -como un animal paralizado por el terror- estaba encogida de miedo en un rincón de aquella habitación con olor a moho. Me había introducido entre la pared y un buró, estaba tumbada y jadeaba y me decía Que intervenga mi madre si está aquí. Que hable con él, la dejarán que hable con él, todo se arreglará. Diciéndome No le harán daño, ni tampoco a mí. Todo se arreglará. Papá me vio y se apiadó de mí; no me reprendió, no me regañó; se movía inquieto por la habitación empuñando el revólver y monologaba entre resoplidos. La euforia y el entusiasmo hacían que le brillase la cara. Las luces rojas que llegaban desde el aparcamiento, por otra parte, le iluminaban el rostro de pirata patilludo y maltrecho y los ojos desafiantes pero de mirada vidriosa.

– ¡Te quiero, Gatita! Más vale que no se te olvide.

La voz exterior se había convertido ya en una voz de megáfono, tan atronadora como si estuviese en la habitación con nosotros. Un grito, una voz masculina furiosa, instrucciones repetidas a Edward Diehl para que abandonara su arma, abriera la puerta y dejara salir a su hija; que cruzara el umbral despacio y con las manos en alto y bien visibles y nadie le haría daño, repitiendo No se hará daño a Edward Diehl y quizá mi padre se echó a reír, creo que sí, que oí reír a papá, o fue quizá el sonido de un sollozo que se parecía a la risa, la cara de papá aturdida y roja y con el aire regocijado como de pirata provocado por las patillas y la boca que se movía y los ojos desbocados sorprendidos por el resplandor de un reflector poderoso enfocado a la puerta y a la ventana de la habitación que atravesaba las venecianas agrietadas y sucias que papá había bajado de un tirón para protegernos de los ojos de los extraños. En aquellos últimos y sorprendentes minutos de su vida mi padre no habló, no me dijo nada más, como si con la urgencia del momento se hubiera olvidado de mí, una especie de olvido le había lavado el alma, su alma tan dura como el acero, y se había olvidado de mí, se había olvidado de su mujer a quien con tanta desesperación había llamado a su lado. Se había olvidado de su familia, de su vida que se había torcido tanto. Porque su sabiduría secreta era que la muerte es fácil, que morir es mucho más fácil que vivir. Ya en la puerta, calmosamente girando la llave y retirando la cadena tal como se le había ordenado y, entre los dedos de la mano vi también, mientras seguía tumbada, paralizada por el terror, en un rincón de la habitación maloliente y entre bolas de pelusa, a través de las láminas torcidas de la veneciana, la brillante luz deslumbradora dirigida contra nosotros desde hura, una violenta luz cegadora, de un blancor llevado a sus últimas consecuencias, un blanco que se podría confundir con la luz más pura de las estrellas, que iluminaba y consagraba todo lo que tocaba incluso aunque significara olvido, aniquilación y extinción; y bañado por aquella luz -porque mi padre ya había abierto la puerta de una patada y la habitación del motel con su olor a moho había quedado expuesta a las miradas de los desconocidos- vi a papá agachándose, los hombros encorva dos y la cabeza baja; el rostro estaba ya de espaldas a mí y no podía ver si sonreía, nunca volvería a ver de nuevo la cara de papá y así tengo que abandonarlo ya, en su temblorosa mano derecha el revólver que los medios de comunicación identificarían como un Smith & Wesson de calibre 38, ilegalmente en posesión de Edward Diehl, vi cómo papá avanzaba, seguro, hacia aquella luz cegadora y alzaba el arma como si se dispusiera a hacer fuego en lo que al parecer fue un espontáneo gesto de burla que se convertiría en el gesto final de su vida.

25

Titulares de cinco centímetros, llenos de malévola satisfacción, en el Journal de Sparta.

Diehl, antiguo residente de Sparta

sospechoso en el homicidio de kruller del 83,

muerto por la policía en un tiroteo

En el Journal y en otros sitios era posible enterarse de que el nombre completo de mi padre era Edward James Diehl, así como de las fechas de su nacimiento y de su muerte, 1942-1987, respectivamente. También se enteraba uno de que había nacido en Sparta, Nueva York, y de que, por tanto, parecía apropiado que hubiese muerto en Sparta. Se facilitaba igualmente la información de que, aunque nunca se le había detenido en relación con aquel delito, había sido un «sospechoso destacado» en un caso de homicidio: Edward Diehl estaba destinado a seguir siendo un sospechoso incluso después de muerto.

Tanto en el Journal como en otros medios se informó falsamente de que mi padre había muerto en un «tiroteo» con agentes de la policía, ya que en realidad no había sido un «tiroteo» -con connotaciones de noticia morbosa y melodramática adecuada para periódicos y televisiones sensacionalistas- sino una masacre: mi padre no disparó ni una sola vez. Aunque su revólver estaba cargado, no se le había quitado el seguro y quedaba claro que no se había propuesto disparar ni una sola vez y que nunca se informó de ese hecho, circunstancia de la que no tuve conocimiento hasta meses después.

Papá había querido morir. No había querido matar. No había tenido intención de hacerme daño. Eso es algo que llegaría a creer. Algo que tengo por cierto.

Se pudo saber que ocho agentes de policía dispararon contra Edward Diehl en un lapso de pocos segundos y que ninguno de ellos falló el blanco. Según las normas de Herkimer County, los agentes de policía no deben hacer menos de dos disparos contra el blanco elegido. Por lo que un total de dieciocho proyectiles habían agujereado la cabeza y la parte superior del cuerpo de mi padre, algunos mientras caía, otros después de caído y algunos más mientras yacía, agonizante, retorciéndose' sobre la alfombra, dentro de la habitación donde la fuerza de los proyectiles lo había tumbado de espaldas, brazos y piernas separados y el revólver Smith & Wesson saltándole de la mano.

Todo aquello no lo vi. No tengo recuerdos de nada. Aunque era la hija de Edward Diehl que había «sido secuestrada» en aquella habitación, aunque era la hija de Edward Diehl de quince años de edad a quien la policía había «rescatado» en aquella habitación, no vi morir a mi padre, no recordaría ya nada excepto los disparos ensordecedores.

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