Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Los nudillos de papá estaban despellejados y con magulladuras. Como si hubiera golpeado algo. O a alguien.

– Gracias, corazón. Eres un encanto. ¡Cielo santo! Qué cansado estoy.

La mano temblorosa que sostenía el revólver -el arma pesada y fea con un brillo apagado- se tranquilizó; el revólver se le deslizó de entre los dedos y cayó suavemente sobre la cama. Pensé Se lo puedo quitar ahora. Quiere que se lo quite. Y, sin embargo, fui incapaz de moverme. Me hallaba a menos de medio metro de donde había caído el revólver, pero no me podía mover. Siempre recordaría después la imposibilidad de moverme. Y de apoderarme del arma. Porque si me hubiera apoderado de ella, ¿qué habría hecho? ¿Volverla contra mi padre? No la habría vuelto contra mi padre. No habría retrocedido, ni habría alzado el revólver con manos temblorosas para dirigir el cañón hacia mi asombrado padre. Eso nunca.

Se había olvidado de mí y empezó a mecerse. Un olor corporal se desprendió de él, y las ventanas de la nariz se me encogieron con una especie de agradable repugnancia. Mucho tiempo atrás, cuando vivía con nosotros, mi padre había olido así a veces al regresar del trabajo, después de haber empapado la ropa del sudor durante el largo día de verano, y mi madre retrocedía de manera perceptible -no con grosería, no para insultar-, aunque por supuesto sí que lo había insultado… «Discúlpame, Lucille». No querías estar cerca, no querías ser testigo de lo que les pasaba. En el rostro de papá el instintivo resentimiento masculino hacia la fémina -la fémina demasiado maniática- y el gusto que le hubiera dado abofetearla en aquel instante mismo.

Pero no había pegado a mi madre. Nunca, en mi presencia.

Estaría dispuesta a jurarlo. Cuando me «entrevistaron» -no «interrogaron» sino sólo «entrevistaron» en presencia de mi madre y de un funcionario del tribunal de familia- así lo juré.

Papá estaba diciendo de nuevo con aire de sorpresa y de desilusión lo cansado que estaba, y pensé Ahora se tumbará y se dormirá. Voy a poder correr para pedir auxilio.

En la mesilla de noche un reloj digital hacía un ruido semejante a un ronroneo, como un corazón defectuoso: eran las seis cincuenta y seis de la tarde.

En casa, mi madre me estaría esperando. Preocupada. Y enfadada, y dolida porque sabía que en lo más íntimo de mi corazón quería a mi padre más que a ella. Pese a todo Es algo que no puedo evitar. Ni siquiera ahora. ¡Perdóname!

Iba a correr y a pedir ayuda para mi padre. No para mí.

En el exterior del motel se alzaban voces, y ruido de portezuelas de coches que se cerraban con fuerza. Se escuchaba el continuo zumbido del milico en la carretera. Pero nadie ven dría a la habitación 23 del Days Inn. Nadie vendría a aquella habitación donde se hospedaba un tal «John Cass» para ayudarnos a nosotros, que estábamos tan necesitados.

Debí de hacer un repentino movimiento involuntario -limpiarme los ojos con las puntas de los dedos de las dos manos- porque la cabeza de papá se alzó bruscamente, sus ojos estaban alertas y preocupados y vi que se había apoderado del revólver.

– ¿Qué sucede? ¿Alguien fuera? ¿Quién?

– Nadie. Sólo… alguien que ha aparcado.

Tambaleándose, papá se acercó a la ventana. Vi que es taba muy borracho, narcotizado. Sus ojos, sin embargo, brillaban peligrosamente. Se pasó la lengua por los labios como un perro hambriento. Metió los dedos entre las láminas de la persiana veneciana para mirar fuera. Quienquiera que viese acabó por no parecerle importante. Luego se volvió hacia mí, con aquel temblor de alegría en las patillas.

– Krista, sabes que te quiero, cariño… eso lo sabes.

Sí, lo sabía. Y también lo mucho que sonaba como una condena aceptar aquello.

– Siempre has sido mi corazón. Mi «ave del paraíso».

Los dos estábamos recordando que papá solía cogerme en brazos cuando era muy pequeña, tirarme al aire como si fuese tan ligera como un cojín, y recogerme casi de inmediato mientras yo chillaba y pataleaba. Nunca corría el menor peligro. Papá me tenía bien segura. Si me asustaba, si empezaba a llorar -si chillaba y pataleaba con demasiada fuerza-, a papá no le gustaba.

– Creo que deberías llamar a tu madre, Krista. Es el momento ya. Dile que estás conmigo, y que quiero hablar con ella, no por teléfono sino cara a cara. Explícale, «papá no te hará daño» -mi padre hizo una pausa, sonriendo. El esfuerzo que suponía aquella sonrisa era como el de un hombre que se agacha para alzar un peso que le destrozará la columna vertebral.

Nerviosa, respondí que mi madre quizá colgara antes de que pudiera explicarle nada.

Nerviosa, le expliqué que me gustaría que dejara el revólver. Me daba miedo aquella arma.

Papá frunció el ceño. Era un padre a quien no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, nunca.

A veces lo olvidabas. Cuando apelaba a ti, cuando parecía que se ablandaba contigo. Pero luego te dabas cuenta de que era una equivocación, una equivocación que tenías que aprender a no cometer, y que era confundir el amor que papá sentía por ti con su respeto hacia ti. A un niño se le quiere pero no se le respeta. Uno se olvida de eso.

– No colgará el teléfono. Esta vez sabrá que no tiene que colgar el teléfono.

– Sí, pero… Ya sabes que mamá…

– ¡Al carajo con mamá! ¿Qué ha hecho mamá por ti? Soy tu padre, que te quiere, ¿no es cierto?

– Sí pero, papá, la pistola me…

Queriendo decir me da miedo. Pero mi voz era débil y sonaba culpable.

– No te voy a hacer daño, Krista -dijo papá con tono de reproche-. Tienes que saberlo. Se acabará en un instante. Un latido. Te ahorrará dolor. Cariño, la vida es sobre todo dolor… es como dice la Biblia… «Todo es vanidad bajo el sol.» «Vanidad y necedad» -rió, como alguien que ha dicho algo ingenioso por casualidad. Con el revólver indicaba el teléfono en la mesilla de noche-. Tu madre está esperando esa llamada, Krista. Tu madre es una mujer lista, una mujer astuta, sabe que su «ex esposo» está en Sparta, y si sabe eso, sabe por qué estoy aquí, y que ésta es la última vez que voy a suplicarle. Es la última vez para todos nosotros. Eso lo sabe, creo yo. Creo que lo sabe. Quiero que se me devuelva la familia que se me arrebató injustamente. Quiero que se me devuelva la vida que se me quitó injustamente. La decisión corresponde a tu madre. Es su responsabilidad. Se dice cristiana, ¿no es cierto? Se arrodilla y reza, y a quién demonios rece, a Dios Padre, o a su Hijo el Salvador, tiene que darle buenos consejos, ¿no es cierto? «Hasta que la muerte os separe.» «En la salud y en la enfermedad.» Mejor hacer lo que quiere tu marido, Lucille. ¡Es tu marido! Cuando firmé los papeles para cederle la».asa, roda la propiedad, dije: «Te estoy confiando todo esto, Lucille. Espero que un día se me permita volver y se me dé la bienvenida». Tu madre no dijo no a eso. Dábamos por sentado que diría sí. Porque tenía la certeza de que mi nombre iba a quedar limpio. Porque no había hedió daño a aquella mujer, no había hecho daño a nadie. ¡No por voluntad mía, y nunca a vosotros, mis hijos! Esa era mi confianza en ella, en tu madre. Era cierto, como ella sabía, que había sido «adúltero». Eso era cierto. Pero no lo otro -aquí papá hizo una pausa, como si el reconocimiento de lo otro (el acto atroz, el irrevocable acto que era el asesinato) fuese agotador para él.

Fuera se oía el ruido de más portezuelas de coches al cerrarse de golpe. En el Days Inn comenzaba la actividad al acercarse la noche. Llegaban familias, parejas. Una de ellas, que sonaba como si los dos estuvieran borrachos, en la habitación vecina.

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