Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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SEGUNDA PARTE

26

11 de febrero de 1983

Es una mañana de domingo, la nieve cae tan espesa que ciega por completo, y Aaron Kruller abre despacio la puerta del 349 de West Ferry Street de la que cuelga una decoración navideña con guirnalda plateada, ramito de bayas color rojo sangre y una gran cinta roja de falso terciopelo aunque Navidad -¡cielo santo!- hace ya mucho tiempo que pasó. Sabe que, probablemente, hay algo que está mal: la vida de su madre se ha echado a perder, a él le gustaría pensar que no ha sido culpa suya, pero Zoe se ha cansado de ser su madre igual que se ha cansado de ser la mujer de Delray Kruller y ¿a quién le podría extrañar? De manera que Aaron se está armando de valor para enfrentarse a lo que le espera dentro. Estores bajados en todas las ventanas que se ven desde la calle, tanto las de arriba como las de abajo; luego, al dar la vuelta a la casa de color morado, aunque la nieve le obligue a parpadear cuando mira con fijeza, advierte algo extraño que le parece preocupante: la puerta principal no está cerrada.

¿No hay nadie aquí? ¿Nadie en el piso de abajo? El cuarto de estar -si se le puede llamar así- está hecho una porquería. Como si se hubiera celebrado una fiesta y nadie después hubiese tenido tiempo para limpiar. Y una sola bombilla encendida, en pleno día, con la pantalla torcida. Aaron confía en no encontrarse con la amiga de Zoe; su madre asegura que la quiere como a una hermana, aunque Aaron nunca la había visto antes ni había oído hablar de la tal Jacky, cara reluciente, pelo teñido de color remolacha y pechos levantados con un artilugio de nailon con aspecto de corsé que a Aaron le incomodaba ver, allí estaba Jacky pasándose la lengua por los labios y mirándolo como si supiera sus pensamientos más íntimos, pensamientos nada presentables, los pensamientos francamente sucios y sexuales de un adolescente, su amiga Zoe Kruller no parece lo bastante mayor para tener un hijo del tamaño de Aaron, casi un metro ochenta con la cabeza afeitada y llena de bultos, unas cuantas cicatrices en la cara y una mirada sin piedad, como si la ira de Dios la estuviera juzgando.

Cualquier mujer, aunque sea mayor que su madre, como Jacky DeLucca, o una de sus profesoras del instituto o la madre de un amigo a la que ve cuando se para junto a la casa de uno de los jugadores de lacrosse después de un partido, Aaron se descubre mirándola como si no pudiera evitar ver lo que hay dentro de la ropa, el cuerpo desnudo de la mujer, de la hembra, que le fascina, le horroriza y le asombra y su turbación es como algo que pasa a duras penas por un tubo muy estrecho y sale convertido en una mueca de desdén, no se atreve a sonreír a esas personas por temor a que adivinen la clase de pensamientos que se le pasan por la cabeza, santo cielo le había faltado tiempo para dejar a la tal DeLucca cascársela, correrse y mancharse los pantalones con una porquería como clara de huevo batida.

Pero Jacky no está, o al menos eso parece. Ni siquiera está encendido el televisor.

La última vez que vino tampoco la puerta principal estaba cerrada, pero había gente dentro. Oyó voces. Ahora tanto silencio le resulta extraño y perturbador.

– ¡Eh! ¿Mamá? Soy yo.

Es de cretinos decir soy yo, soy yo Aaron, alzando la voz que según comentaba Zoe era tan potente como el mugido de un ternero, ella se reía tapándose los oídos, pero ahora Zoe no aparece para quejarse de su vozarrón.

Aaron está asqueado y enfadado. Se diría que Aaron siempre lo está, y no quiere pensar en lo mucho que le preocupa lo que pueda encontrar dentro de la casa.

Porque su madre no le ha llamado desde hace algún tiempo. Al principio, después de mudarse, le telefoneaba -a Aaron- a determinadas horas, como había prometido, y él estaba en casa para hablar con su madre, aunque hosco e insultante pero bueno, aquello era normal, Zoe le llamaba y hablaba con él e incluso aunque él dijera Mamá, vete a la mierda y colgara, las cosas estaban bien entre ellos y Zoe lo sabía. Y Aaron también lo sabía. Pero ahora llevaba unas dos semanas sin saber de su madre. Y no le había echado la vista encima desde sólo Dios sabía cuánto, quizá un mes. Estaba Navidad, una época jodida que preferiría olvidar… y Año Nuevo, todavía peor… fiestas que pasaron desdibujadas entre alcohol y drogas y Zoe le llamó para decirle que tenía su regalo de Navidad bien envuelto pero sin encontrar la ocasión para dárselo. Ven a la casa a recogerlo, dijo. ¿Cómo demonios va a hacer eso un crío de catorce años con una bicicleta? ¿Su bici de niño que se enganchaba a otra de persona mayor? ¿Deslizándose y resbalando por calles con la nieve convertida en hielo? Seguro que Delray no iba a llevarlo en coche.

Allí, no. No a la casa de West Ferry. Delray había dicho que no iría nunca, no se fiaba de lo que haría una vez allí.

La golfa de tu madre. Golfa y yonqui, vete a comprobarlo, lo verás con tus propios ojos.

La pesada mano de Delray cayó sobre el hombro de Aaron. Con un estremecimiento semejante al de un caballo que se espanta las moscas haciendo ondas con la piel, Aaron se libró de la mano de Delray como si estuviera reteniéndose para no pegarle un mamporro a su padre.

No me crees cuando te digo que es una golfa, ¿eh? Eso sólo demuestra que no tienes ni puta idea de quién puede ser una golfa.

Aaron llama con fuerza. «¿Mamá?» El mugido de ternero según su madre.

De hecho había oído unas cuantas veces mugir a un ternero, ¡era algo digno de oírse!

Piensa que quizá le grite una respuesta mientras todavía está al pie de la escalera. Como por ejemplo: Dios santo, ¿eres tú, Aaron? ¿Has venido? Espera que bajo enseguida, unos minutos, si tienes sed, coge algo del frigorífico, cariño, ¿de acuerdo? No subas aquí arriba, está todo muy revuelto, ¿vale?

Y él pensaría con un escalofrío de repugnancia Tiene a alguien ahí arriba, ¿no es eso?

Ha visto a su madre con un hombre, sólo una vez. Quizá más de una vez. Quizá no había llegado exactamente a verlos, había mirado deprisa hacia otro lado. O quizá -estaba un poco lejos- no se trataba de Zoe sino de otra rubia que se le parecía. Era sobre todo lo que había oído, sobre todo, lo que había oído sin querer. Delray por teléfono. Los parientes de Delray quejándose de ella. Quizá eran todo mentiras, ¿cómo lo podía saber? Cuando decían Eso es lo que hace una zorra blanca, no te puedes fiar de ellas, al final se reduce a que son blancas y tú no eres más que basura como si Delray fuese un seneca pura sangre lo que no era verdad, menos aún Aaron, y Aaron era hijo de Zoe no sólo de Delray y quizá pareciera indio pero había mucho más que eso en él. Claro que sí, joder.

Aaron se asoma a la cocina: no hay nadie. Sillas de plástico que parece como si alguien las hubiera corrido a patadas. Botellas, vasos, bandejas a remojo en el fregadero. Como si la fiesta se hubiese derramado hasta aquí y luego la marea alta, al transformarse en baja, hubiera hecho que las olas retrocedieran, y lo que queda en la playa es basura que no quieres examinar muy de cerca. Y debajo del olor a rancio y a basura, un leve recuerdo del perfume de Zoe.

El silencio es excesivo. A Zoe no le gusta tanto silencio. En la casa de Quarry Road, que estaba demasiado lejos de la ciudad para ser de su agrado, a no sé cuántos kilómetros, joder, siempre tenía la radio muy alta o cantaba sola, ensayando su voz de Black River Breakdown que se oía por toda la casa y era un sonido que resultaba a la vez consolador y preocupante porque ponía de manifiesto la otra vida de Zoe Kruller, la vida que llevaba lejos de su casa y ante los ojos de desconocidos que la admiraban, la vida que anhelaba y que ni Delray ni Aaron podían darle y que les molestaba. Por qué no te bastamos era una pregunta que nunca le hacían porque ni Delray ni Aaron disponían del vocabulario que se necesitaba para hacer una pregunta así. Pero también estaban los buenos recuerdos, en conjunto buenos recuerdos casi todos pensaba Aaron, cuando había vuelto a casa de aquel condenado instituto donde lo trataban como basura o de jugar a lacrosse magullado y deshecho y sangrando por cortes en la cara y allí estaba Zoe cantando en la cocina y sonaba como si fuera feliz.

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