Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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¡Pelo postizo! Aquella trenza tan vistosa de mujer morena tenía que haber estado entretejida con el verdadero pelo de su pareja nocturna, reluciente y sexy y la primera cosa en la que Aaron se había fijado, pero que era mentira.

Está claro que no te puedes fiar de las mujeres. Ni siquiera de las chicas muy jóvenes. Nunca sabes en qué demonios están pensando, nunca sabes qué es lo que sienten, nunca sabes cómo te van a sorprender excepto que la sorpresa será desagradable.

Fue en coche a casa de su tía en Dock Street. Viola no le había perdonado del todo que se presentara allí, años atrás, con la hija de Diehl. Y ahora llegaba el turno de Delray. Aterrado, iba conduciendo por las calles de Sparta, completamente desiertas a aquella hora de la noche, con la inmovilidad de quien retiene el aliento, pensando Dios, no dejes que se muera mi padre. Así no, se merece algo mejor y mientras la furgoneta derrapaba por las calles heladas pensando Si se ha muerto cuando llegue allí, ¿quién tendrá la culpa? Aaron quería a su padre pero, francamente, llevaba demasiado tiempo aguantando sus tonterías. Desde que asesinaron a Zoe y Delray se convirtió en «sospechoso». Desde que Zoe se marchó de casa y dijo que seguro que volvería, que le dieran cinco meses de plazo. Necesitaba unos cuantos meses para respirar; Zoe lo había prometido pero Delray no se lo creyó nunca.

Era la tercera vez, desde el día de Año Nuevo, que lo despertaban y tenía que salir para volver a casa con Delray en el coche. Resultaba horrible, vergonzoso, un espectáculo insoportable ver a Delray Kruller borracho como una cuba y tan desamparado como un recién nacido. Había gente de su edad con padres como Delray, padres que habían sido alcohólicos más tiempo que Delray, y a la larga te hartas de ellos, llegaba un momento en que ya no podías más, pero tampoco se marchaban, ni se morían. Aguantaban muchísimo tiempo. A Aaron le molestaba mucho. Quería conservar sus buenos recuerdos de Delray -como sus buenos recuerdos de Zoe-, de cuando era pequeño. No como ahora. Lo de ahora le parecía injusto.

Era una noche de una quietud anormal, muy fría. Ni siquiera soplaba el viento procedente de las montañas o del río. Aaron llevaba la ropa apestosa que se había puesto de cualquier modo en su casa, pies descalzos metidos en las botas. Y allí, en Dock Street, más allá de una manzana de tiendas con los escaparates a oscuras, y de unos grandes almacenes A & P también cerrados, estaba la casa de ladrillos rojos en donde Viola vivía, alquilada, en un apartamento del segundo piso. En el camino de entrada para coches estaba lo que podría haber sido un fardo de ropa vieja. Un cuerpo arrojado de manera descuidada sobre la nieve, inmóvil. Se veía el sitio desde donde lo habían arrastrado unos cuantos metros hacia la casa, como si a pesar de lo que había dicho por teléfono Viola hubiera intentado llevárselo antes de renunciar y de taparlo con una manta en un gesto de consternación y de asco ya que al ocultarle la mayor parte del rostro la primera idea al verlo era que se trataba de un cadáver.

– ¿Papá? Despierta -dijo Aaron, alzando la voz.

De manera cautelosa apartó la manta del rostro de Delray. Quería pensar lo que siempre se quiere pensar en semejantes casos ¡No es él!

Tenía el rostro maltrecho, hinchado. Parecía un balón de fútbol que hubiera recibido demasiadas patadas. El pelo gris que, según Aaron recordaba, había sido de un negro lustroso, y que Delray se sujetaba con una cinta, como si fuera un guerrero comanche, para sembrar el terror en los corazones de los varones de raza blanca, se aclaraba en la coronilla y estaba apelmazado y sucio; por otra parte, una barba rala tan puntiaguda como las púas de un animal le cubría las mejillas. Delray no tenía más que cuarenta y ocho -¿cuarenta y nueve?- años, Aaron no estaba seguro, pero parecía diez años mayor, o incluso más, con contusiones bajo los ojos mal cerrados y la boca desencajada como la de un pez muerto. Había una máscara mortuoria seneca, antigua y raída, que Aaron había visto en un museo, órbitas vacías, boca en O muy abierta, y plumas ralas de búho en el tocado y no le quedaba más remedio que reconocer -maldita sea- que Delray se parecía ya a aquella máscara mortuoria de la que los críos se habían reído mientras pasaban en tropel ante las polvorientas vitrinas del museo. Los niños indios, en apretado grupito, se habían burlado con más fuerza y risas más ásperas.

Se tenía la sensación de que a Delray le habían pegado y pateado. Aquello no era el simple resultado de una caída de borracho. Aaron adivinó que todo el cuerpo de su padre debía de haber absorbido una considerable cantidad de golpes.

Desde el umbral de la casa de ladrillo rojo se alzó una voz de mujer. La tía de Aaron, envuelta en un abrigo y encorvada, le increpaba:

– ¡Llévatelo de aquí! ¡No lo soporto más! Se está matando pero, maldita sea, no quiero que me mate a mí.

Sin embargo, al ver a Aaron forcejeando con Delray, Viola se ablandó y acudió a ayudarle. Los dos resoplaron mientras trataban de alzarlo, consiguiendo al fin -ahora que estaba despierto en parte- ponerlo en pie.

– Escucha, papá, no puedes dormir aquí, ¿sabes? Se te va a helar el alma. Soy yo, Aaron, y Viola. Vamos, despierta.

Viola restregó con nieve la magullada cara de Delray, lo que ayudó a revivirlo. Aaron le pasó un brazo alrededor de la cintura para sostenerlo. Dios del cielo, ¡cuánto había engordado su padre! Era como un saco de patatas. No más alto que Aaron pero con quince kilos de más como mínimo. Delray rezongaba como si estuviera rabioso, indignado. Daba codazos a Aaron sin saber, al parecer, quién era, ni advertir su intención de ayudarlo.

– Vamos, papá, no fastidies. Tengo que llevarte a casa antes de que se presente la pasma.

Beber así, con tanta dedicación, era lo más parecido a una lesión cerebral. Nada divertido ni que pudiera tomarse a broma. Delray había estado bebiendo vodka últimamente para que el alcohol le llevara a un lugar del que un buen día, quizá, ya no volviera.

Donde sería posible verlo, a lo lejos. Un vapor con forma de hombre que se desvanecía a medida que se le miraba con más fijeza.

Con la ayuda de Viola, Aaron consiguió llevar a Delray hasta la furgoneta, alzarlo y meterlo dentro; una vez allí se desparramó, atravesado, en el asiento delantero, entre gruñidos y maldiciones. Viola se reía de pura exasperación, el rostro humedecido por las lágrimas. Ya había soportado más que bastante, dijo. Delray era su hermano mayor, al que había admirado toda su vida y que además la había cuidado en momentos cruciales de su existencia, como cuando su primer marido casi se volvió loco y trató de matarla -antes de que lo encarcelaran en Potsdam, donde murió-, y algunas otras veces, pero ahora, aquello era un giro nuevo, aquello era más de lo que Viola podía aguantar.

Entre los Kruller se decía en voz alta que Delray iba camino del infierno, detrás de ella.

Ella quería decir Zoe. Que ya estaba en el infierno.

– Llévalo a Watertown mañana -dijo Viola-, al hospital de ex combatientes. Tienen su historial. No les quedará más remedio que aceptarlo. Ponerle un tratamiento de desintoxicación. Otra noche como ésta y Delray se habrá ido al otro mundo.

Aaron dijo que sí, que lo haría. Y añadió que vería cómo estaban las cosas por la mañana.

– He dicho que lo lleves -dijo Viola con brusquedad-. Hay que internarlo. Nada de «cómo estén las cosas por la mañana», joder.

Aaron dijo que sí. Le asustaba el enfado de su tía, la cólera de una mujer se puede convertir en arañazos en la cara si no estás atento. Pensando en cómo siete años después de haber sido asesinada -¡siete años!- su madre seguía siendo la culpable. Cualquier cosa que sucedía en sus vidas desde entonces era consecuencia de lo que Zoe había empezado. Camino del infierno, detrás de ella.

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