Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Aaron condujo despacio hasta Quarry Road. Con cuidado. Su padre borracho podía ponerse a dar coletazos como un pez, a vomitar o a pelearse con él: un borracho en una situación tan extrema es peligroso, como un yonqui totalmente ido. El subidón de adrenalina del mismo Aaron había llegado a su punto más alto y ahora estaba disminuyendo. La cabeza le latía ya de dolor como si las venas y arterias del interior del cráneo fuesen de goma y se estirasen hasta casi reventar y aquello le asustaba.

Delante de él, un coche patrulla estaba torciendo por Post Road. Aaron disminuyó la velocidad. No quería atraer la atención de ningún polizonte. Estaba completamente seguro de haberse serenado ya, pero aquella misma noche había estado bebiendo, y si los polis lo paraban y le hacían pasar la prueba de la alcoholemia quizá le encontrasen alcohol en la sangre y lo acusaran de conducir «bajo la influencia», lo que le haría perder el carné de conducir ¿y entonces qué? No se puede vivir sin carné de conducir.

Después del trabajo había estado bebiendo con sus amigos en el Grotto. Dos tipos del garaje de Delray, gente casada de más edad, pero poco amiga de volver a casa con su familia. Y luego había aparecido una chica -mujer- algunos años mayor que Aaron… que se llamaba ¿Sheryl?, ¿Shirl?, y le había dado algún tipo de droga, deseosa de que se colocara con ella, no merecía la pena colocarse sola, había dicho, y Aaron había aceptado, como si tomar drogas fuese una de sus ocupaciones preferidas, a los veintiún años debería ser ella quien le excitara. Ahora empezaba a acordarse, un poco: Sheryl, con una trenza muy prieta que se balanceaba como una cola de caballo y una rápida respiración jadeante como un silbido de vapor de agua. En el aparcamiento detrás del Grotto los dos a tientas y resoplando y más tarde Aaron se la había llevado a casa imaginando que Delray no iba a estar allí -como así había sucedido- y de lo que pasó entre los dos en la casa, en aquella habitación trasera, Aaron no estaba seguro.

Excepto que la chica se había dejado la reluciente trenza de pelo falso, como una provocación.

La peor posibilidad era que él le hubiera hecho daño, o la hubiese insultado sin darse cuenta, y ella lo hubiera denunciado y ahora precisamente lo estuvieran buscando y comprobaran las matrículas de todos los coches, y con Delray borracho y enfermo, despatarrado en el asiento de al lado, lo hicieran detenerse, examinaran su carné de conducir, la documentación de la furgoneta, realizaran una comprobación en el ordenador y, por supuesto Kruller, Aaron estaba fichado, tenía un historial juvenil por peleas en el instituto, «agresiones» y faltas; según las leyes del Estado de Nueva York ese historial es secreto pero de todos modos su nombre aparecería en la base de datos del departamento de policía de Sparta y no era descabellado suponer que Kruller, Delray también estuviera fichado. Embriaguez y alteración del orden público, conducir ebrio, resistencia a la autoridad el carné de conducir de Delray Kruller suspendido por seis meses en 1987.

Pero sería la relación con Kruller, Zoe lo que dispararía más que cualquier otra cosa el interés de los polizontes.

– Papá, cálmate. Casi estamos en casa.

Delray había empezado a agitarse a su lado. En el reducido espacio tic la cabina tic la furgoneta, se mezclaban, en el olor que se desprendía de Delray, el alcohol, los vómitos, y su olor corporal característico. Quería saber dónde demonios le estaba llevando Aaron y por qué no era él quien conducía; se trataba de su furgoneta, ¿no era cierto?

– Papá -dijo Aaron-, acabo de recogerte en casa de Viola hace un momento. Algún amigo tuyo te dejó caer en la entrada para coches, podías haberte muerto por congelación si Viola no hubiera estado despierta.

Y a continuación añadió:

– ¿Sabes? Lo que estoy haciendo es llevarte a casa. Necesitas acostarte.

Necesitas acostarte. Como si aquello fuese lo que Delray necesitaba más.

Aaron estaba pensando en qué cosa tan desastrosa era tener que cuidar del propio padre de aquella manera. Como si fuese un niño pequeño. Era antinatural, puesto que se daba por sentado que los padres cuidan de sus hijos.

El resentimiento era inevitable. Como en el caso de Zoe cuando dejó de quererlo de aquella manera tan especial. Es cierto que una madre te quiere a pesar de todo y te perdonará siempre, excepto que ese amor un día puede gastarse y entonces tienes que valerte tú solo. Quizá se había hecho demasiado grande para ella. ¡Qué culpa tenía Aaron de una cosa así! Te quiero mucho, tesorito, y también a tu padre, es sólo que ahora necesito tener mi propia vida, un sitio donde poder respirar.

Había resultado un chiste cruel que terminara estrangulada. Se acabó el respirar.

Eran más de las cinco y media de la madrugada cuando Aaron torció por el camino que llevaba a la casa en donde había vivido desde que tenía recuerdos. La vieja granja que Zoe había hecho pintar de color melocotón: un color bonito pero poco resistente a la intemperie, por lo que ahora más bien parecía cemento sucio y desde que ella se había marchado -hacía ya más de siete años- las contraventanas se habían desteñido y algunas incluso soltado al pudrirse la madera. Los maceteros, que Aaron había ayudado a Zoe a colgar debajo de las ventanas y en los que su madre había plantado llores de un rojo brillante -¿geranios?- hasta que se desinteresó, también se estaban pudriendo. Ni Delray ni Aaron se fijaban en la casa, sólo vivían en ella como los moluscos viven en sus conchas, si bien Aaron se daba cuenta a veces, advertía que se estaba convirtiendo en una ruina lamentable, qué triste se sentiría Zoe si la viera, un barco desarbolado a la deriva en algún mar remoto.

¡Cariño! ¡Cómo ha pasado una cosa así! Nunca fue mi intención que sucediera nada parecido.

Zoe todavía hablaba con él, por supuesto. Más de lo que él hablaba con ella. Casi sentía su mano tocándole la muñeca. Casi tenía que hacer un esfuerzo para no volverse, desesperado y anhelante ¿Mamá? ¿Dónde estás?

– … nunca la toqué, Aaron. A tu madre.

– De acuerdo, papá. Claro.

– Lo sabes, ¿verdad que sí? ¿Aaron?

– Por supuesto.

Entre resoplidos y maldiciones consiguió sacar a Delray de la furgoneta y meterlo en casa. Una tarea nada fácil sin Viola para ayudar y con un padre demasiado borracho para cooperar. Ya dentro de la casa, Aaron lo llevó a la habitación trasera -imposible subir con él las escaleras- donde pocas horas antes había estado con Sheryl, o Shirl, la mujer de la falsa trenza reluciente. Dejó que Delray se derrumbara sobre el sucio colchón, le quitó las botas, los sucios calcetines de lana, la chaqueta de piel de oveja manchada de vómitos. Delray trató de colaborar alzando los brazos, alzando las piernas, murmurando ya con intención exculpatoria:

– … la quería. No me crees pero es verdad. Un crío como tú, no entiendes esas cosas. Quería a tu madre…

– Lo sé, papá. Por supuesto.

Aaron se acuclilló para aflojar los pantalones de su padre, una operación incómoda que le hacía avergonzarse y le impedía mirarlo a la cara. Luego fue a buscar un trapo húmedo en el cuarto de baño para lavar sin contemplaciones la cara magullada de su padre. Quizá Delray no estaba tan mal como hacía pensar su aspecto. Los boxeadores que sangran con facilidad siempre parecen peor de lo que están. O, en cualquier caso, las heridas graves no se ven. La sangre no significa que una herida sea grave. En un partido de lacrosse un jugador puede estar sangrando por media docena de cortes y seguir adelante. Es una cuestión de orgullo no retirarse. Aaron estaba decidido a no abandonar. Algunos tipos, amigos suyos que vivían en la reserva seneca, habían desertado, se alistaban en el ejército. Era la manera de escapar: el ejército. Pero Aaron Kruller no estaba dispuesto. Iba a quedarse en Sparta, a ayudar a su padre con el garaje y un buen día limpiar su apellido. No era una misión de la que Aaron hablase nunca con nadie. Desde luego no con Delray.

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