Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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– Así está mejor. Eso ya está bien.

Exhausto, abandonó a continuación el dormitorio. Se marchó del dormitorio desmantelado que ahora olía a lirios del valle. Había dejado por todas partes sus huellas dactilares sin pensar en ello ni tampoco en quién podría estar aún en la casa, escondido en cualquiera de las habitaciones. No pensó nunca en Jacky DeLucca, la mujer que se había pasado la lengua por los labios sensuales al tiempo que le sonreía, y que también podría haber sido asesinada en otro lugar de la casa; Aaron se había olvidado por completo de Jacky DeLucca. No se detuvo a mirar en ninguna otra habitación. Tampoco echaría una ojeada al baño, muy próximo. Envuelto en una niebla de calma muy poco natural descendió las escaleras como alguien a quien se ha zarandeado para que deje de dormir y no está aún despierto del todo. Había sin embargo un olor, un olor a sangre y a muerte, y ahora a lirios del valle, enfermizamente dulce, en sus manos. Y también sangre. Y una mezcla de polvos de talco y de sangre en una mejilla, la parte del rostro donde se había tocado. Estuvo a punto de desmayarse en las escaleras, pero logró salir a duras penas al aire libre helador y se sentó pesadamente en los escalones de la entrada. Se había quedado sin fuerzas en las piernas, y lo mismo le sucedía con el resto del cuerpo. Sentía sin embargo una extraña calma, tenía un sentimiento de satisfacción, de haber logrado algo. Lo que estaba en su mano hacer por Zoe lo había hecho. Pero se sentía demasiado débil para marcharse. Demasiado débil para pedir ayuda. Sobre los sucios escalones de cemento de la entrada y la puerta entreabierta tras él, con el adorno navideño de oropel torcido. Quizá lo había torcido el mismo Aaron. Con los ojos bien abiertos y en apariencia tranquilo en su estupor doloroso, fue allí donde lo encontraron.

Pocas manzanas más allá, en Dock Street, repicaban las campanas de una iglesia, Saint Patrick. Porque fue a las once de aquella mañana de domingo del mes de febrero de 1983 cuando la vida de Aaron Kruller se partió en dos.

¿Cuánto tiempo permaneció sentado allí, en los escalones de la entrada, en lugar de buscar ayuda? Después le harían la pregunta. No tenía ni idea. ¿Diez minutos? ¿Quince? ¿Media hora? En el estupor de su desconexión con la realidad quizá estaba esperando a que Delray viniera a recogerlo. Podría-casi- haber estado esperando a que Zoe viniera a recogerlo. Ni siquiera se daba cuenta del frío, aunque la temperatura fuese de doce grados bajo cero, aunque temblara de manera convulsiva, con el anorak y los pantalones manchados de sangre, y con manchas de polvos de talco extrañamente mezclados con la sangre. Hasta que un vecino se fijó en él, un crío con aire solitario, sentado allí, en los escalones de la entrada como un perro abandonado, la cabeza descubierta, sin guantes, abrazándose las rodillas contra el pecho. La blancura deslumbrante de la nieve hacía que los pensamientos de Aaron se movieran con una lentitud nada corriente. Se acordaba de Zoe arriba en la cama pero no tenía un recuerdo claro de haber abierto la ventana ni de haber rociado a su madre con talco. Por qué hiciste esas cosas le preguntaron los policías y Aaron dijo sencillamente A mamá le gustaba que las cosas olieran bien. A mamá le hubiera parecido mal que la dejase como estaba.

Era cierto. Todo el mundo lo decía de Zoe Kruller. Que Zoe nunca salía de casa sin haberse esmerado en su arreglo personal. La intención de Zoe era tener un aspecto bárbaro, estar superbien. A Zoe le hubiera avergonzado muchísimo saber que unos desconocidos iban a encontrarla desnuda en una cama ensuciada con su propia orina, sus heces, su sangre. Aquella vergüenza la seguiría más allá de la muerte. Quizá podía ayudar un poco dijo Aaron tal vez fue eso.

29

Día del Trabajo de 1977

Sobre el escenario brillantemente iluminado en el parque estaba Zoe con su vestido rojo centelleante y sus zapatos de tacón alto, tan guapa que tú mirabas y mirabas sin cansarte y veías, sí, que era Zoe, que era mamá, pero, al mismo tiempo, una extraña con una relación singular con el público al que le hacía feliz que cantara su pieza más conocida, «Little Bird of Heaven», con un ritmo rápido y vibrante, de manera muy distinta a como se la había cantado a Aaron a modo de nana cuando era un niño pequeño y pensaba que era una canción especial, sólo para él, que mamá se había inventado. ¿Quién es mi avecilla del paraíso?, había preguntado Zoe inclinándose sobre la cama para frotar su cara contra la de Aaron, besándole la nariz, arropándole. ¿Quién es mi avecilla del paraíso?, ¡tú! Tú eres mi avecilla del paraíso. Y ahora, a los nueve años, era desconcertante y perturbador para Aaron -se sentía traicionado- oírle a Zoe la canción que él creía que era sólo para él, interpretada de aquella manera tan distinta y ver a mamá sonriendo y haciendo guiños a un público de desconocidos y con aquel vestido deslumbrante que no había visto nunca y que se hundía por delante para mostrar la parte superior de sus pechos y la tela que se le ceñía tanto al tórax, a la cintura y a las caderas como algo líquido.

I looked up and I looked back

Walked a hundred miles on the railroad track

Alls I can tell from where I stand

There's a little bird of heaven right here in my hand. [8]

Por supuesto, Aaron lo entendía: Zoe era la vocalista de un grupo, y las cosas se hacían así si eras cantante: te vestías con ropa especial, subías al escenario con micrófono, sonreías y cantabas como hacían en la televisión, y el público te vitoreaba y aplaudía. Aaron lo entendía y, sin embargo, a Aaron le dolía. Ver a la rubia glamurosa que ya no era mamá cantando bajo los focos con el conjunto que se había dado el nombre de Black River Breakdown que a papá no le gustaba nada, con aquellos tipos que tampoco le gustaban y de los que se quejaba a mamá, el violinista de pelo blanco, el guitarrista con aspecto de Elvis Presley y el tipo robusto que rasgueaba algo parecido a un violín muy grande que llegaba al suelo y que producía un sonido bajo profundo similar al de las ranas que croaban detrás de la casa de Quarry Road.

Aunque papá decía que sí, que también él se enorgullecía de mamá. De verdad.

Aaron y su padre estaban sentados en la primera fila, muy cerca del escenario al aire libre. Tenían que inclinar mucho la cabeza hacia atrás para ver. Y el potente sonido de la música les pasaba por encima, como olas. Aquellos asientos de la primera fila habían sido reservados para familiares y amigos del grupo, era un privilegio estar sentado tan cerca, junto al escenario. Había otras canciones de Zoe que también le gustaban mucho al público: «Big Rock Candy Mountain», «You Are My Sunshine», «Footprints in the Snow». Se veía lo emocionada y lo ansiosa que estaba Zoe de que el público la quisiera, la vitorease y la aplaudiera. Con los ojos entornados Aaron se volvía para mirar por encima del hombro a las filas de asientos, tanta gente, caras desconocidas para él, todos mirando a Zoe en el escenario, Aaron contó treinta y dos filas, y en cada fila veinticinco asientos, de manera que eran… ¿ochocientas personas viendo el espectáculo? Pero otros estaban de pie y, en el césped, había gente sentada sobre mantas y, cerca, en el parque, más espectadores en mesas con bancos adosados y parrillas al aire libre. Quizá otras setecientas personas. Black River Breakdown era el tercer o el cuarto conjunto que actuaba en el concierto del Día del Trabajo y el que había atraído a más público. Aaron lo sabía: debería enorgullecerse de su madre. Quería estar orgulloso de su madre. No quería pensar en cómo su mamá lo había traicionado, era una cosa que no estaba bien, Aaron lo sabía, pensamientos de niño pequeño, y ya era mayor, y estaba contento por su madre, aunque le hacía sentirse raro, hacía que se sintiera mareado, porque era como ver a alguien con una máscara, o el maniquí de una tienda que había confundido con una persona de carne y hueso, había algo absurdo en todo aquello, oír ave del paraíso en aquel sitio y con una voz de mamá que era distinta de la voz de la nana, la voz que era sólo para él.

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