Al contar aquella historia Zoe bajaba la voz para imitar la de bajo profundo de Goetsche. Te dabas cuenta de que Zoe se proponía entretener a sus oyentes, pero los ojos siempre se le llenaban de lágrimas al final de la historia, lágrimas que se limpiaba discretamente con los dedos sin sacar el pañuelo.
Aaron se preguntaba si tenía que reírse. ¿Quería mamá que se riera? Cada vez que mamá contaba aquella historia a distintas personas se iba haciendo más divertida, las voces más exageradas, y la expresión de mamá más cómica, pero nunca faltaban las lágrimas, Aaron lo veía.
¡Cómo detestaba al hombre de Nueva York que le había dicho aquellas cosas a Zoe!
Le sacaba de quicio pensar en alguien que hacía llorar a su madre, tan guapa, y tampoco le gustaba nada pensar en la gente como peces hambrientos y tantos, por añadidura. Y en los muchísimos que acababan comidos.
– ¡Qué demonios! Debo reconocer que tenía razón. Tiene razón. Allí en Times Square, en el vórtice, ¿es eso lo que quiero decir?: en el «centro» de toda aquella hambre y de toda aquella esperanza. Y él lo sabe. Quizá ni siquiera se apellida «Goetsche», eso fue lo que pensamos después, cuando volvíamos a Sparta en la furgoneta, quizá su apellido de verdad era «Gotcha» [te pillé], como en «¡Te pillé, pardillo!», quizá aquel apellido era una broma. Aunque quizá no. Quizá no bromeaba entonces. Conmigo no, quiero decir. Con otras personas era distinto. A mí me habló con sinceridad. Había estado bebiendo pero no estaba borracho. Me llamaba Zoe con mucha ternura, me preguntó si me gustaría tomar una copa, para que los dos pudiéramos brindar por Break River Blackout (así era como llamaba al grupo, pero no bromeaba) y dije no, gracias, y él dijo de acuerdo Zoe y me besó en la mejilla. De acuerdo y bonheur toujours. Bajé en el ascensor para salir de allí y fui a pie hasta la calle Cuarenta y tres; iba llorando y también riendo Demasiadas Zoe Kruller, y todas muy hambrientas.
Aaron dijo, deseoso de proteger a Zoe:
– ¡Mamá, a mí me gusta cómo cantas!
– ¡Bien! Eso es lo que más importa, claro que sí. Zoe sonrió y se inclinó para besar a Aaron, pero perdió el equilibrio y sus labios no encontraron la nariz de su hijo, y también había un olor medio dulce, medio agrio, en el aliento de mamá, y Aaron se preguntó si se lo habría traído de Nueva York.
Abril de 1980
Tenía once años. Le habían hecho repetir curso. En Harpwell Elementary era, entre sus condiscípulos de diez, la encarnación de todo lo que estaba mal, lo veía en sus ojos. Lo veía en los ojos de sus profesores. Pensamientos de tamaño equivocado empezaron a abrirse camino en su cabeza.
Krull empezó a abrirse camino en su cabeza.
Los había visto en el vertedero de Garrison Road. Los había visto cuando él estaba sentado en su bicicleta. Aquel día de abril que olía a húmedo, Aaron estaba solo. Pasaba a solas la mayor parte del tiempo. Supo, por el golpe que sintió en el corazón, que la mujer de la camioneta era su madre. Aunque los ojos se le nublaran y la visión se le emborronase y su corazón se desbocara como un animal desesperado, supo que aquella mujer era Zoe. Tenía que ser Zoe, con su espeso pelo con mechas rubias sujeto atrás con un pañuelo rojo de seda. Aaron conocía aquel pañuelo. Conocía aquella risa que era como el pico afilado de un pájaro picoteando. La voz del hombre era más baja, susurrante.
Era un hombre al que había visto en Honeystone's más de una vez. No sabía cómo se llamaba, pero lo había visto con sus hijos, un chico de su misma edad, y una niña más pequeña. Aaron lo recordaba esperando hasta que Zoe quedaba libre para atenderlos, se había fijado en la manera en que trataba de ser discreto mientras vigilaba a Zoe con el rabillo del ojo. Y cómo Zoe reía feliz al darse cuenta. Como una gata cuya piel se estremecía de placer, pasándose la lengua por los labios mientras se inclinaba sobre el mostrador, demasiado alto para ella, apoyándose en los codos al murmurar Eh, vosotros, ¿qué puedo haceros hoy?
Aaron cerró los ojos y recordó Eddy.
¿Qué puedo hacerte hoy, Eddy?
La voz peculiar de Zoe. Voz suave, gutural y burlona. De la misma manera que Zoe se inclinaba sobre la cama de Aaron cuando aún dormía y tardaba en despertarse y ella le soplaba en el oído.
Aquel hombre, Eddy. Sin duda era blanco. Ni una sola gota de ninguna clase de sangre oscura, Aaron lo veía con claridad.
Un tipo apuesto con camiseta de manga corta, pantalones de color caqui. Gorra de béisbol calada hasta los ojos. Brazos musculosos cubiertos de vello rubio y aire expectante, no era una persona que de ordinario hiciese cola pacientemente en ningún sitio y sin embargo estaba dispuesto a esperar por Zoe Kruller.
Me ha parecido que eras tú ahí fuera, Eddy, tienes buen aspecto.
Lo mismo digo, Zoe.
El vertedero era un lugar al que Aaron iba. Por lo general solo, pero a veces con amigos. En el enorme montón de basura grandes pájaros desgarbados producían un ruido estridente que se oía desde la carretera. Como si se estuviera matando a algún animal. Cuervos, gaviotas, zopilotes. ¡Los zopilotes eran algo digno de verse! Los llamaban carroñeros. Chicos de más edad iban en bicicleta al vertedero para hacer «pum» contra aquellos bichos con escopetas de aire comprimido y rifles de calibre 22. Hacer pum era una manera de hablar que Aaron admiraba. Hacer pum significaba que el terror, la agresión, la terrible muerte violenta infligida a un ser vivo era sólo un ruido como el estallido de un globo, algo sacado de una película de dibujos. Hacer pum era algo que quizá a Krull le interesase algún día cuando tuviera un arma de fuego.
Delray la tenía. Delray tenía lo que él llamaba un rifle para ciervos. Delray no lo había mantenido limpio y engrasado y la última vez que lo sacó, para examinarlo, descubrió óxido en el cañón. El muy condenado podría estallarme en las manos había dicho Delray francamente molesto.
Aaron se había acurrucado detrás de un cajón de embalaje. Trataba de no respirar muy hondo, el olor a basura en putrefacción era intenso. No se había fijado en la camioneta de color verde oscuro mientras se acercaba en su bicicleta al vertedero, pero luego sí, estacionada muy cerca de la valla, en una zona con árboles, cardos muy altos y juncos, donde existía una vía de acceso entre la maleza. Oía voces pero no llegaba a descifrar palabras. A través de un grupo de árboles veía a los ocupantes de la camioneta: un hombre con una gorra de béisbol y una mujer que se recogía el pelo atrás con un pañuelo rojo. No estaba seguro de que le gustase la manera que tenía el corazón de latirle. Tal vez sí. Oyó que reían. La risa aguda de la mujer, que le resultaba familiar, pensó. Sin duda familiar. Una sensación como de hormigas rojas que le picaban se le extendió por la piel.
Aaron había pedaleado hasta Garrison Road en una tarde de soledad. Por la mañana estuvo esperando alrededor del garaje con la esperanza de que su padre le encargase algún trabajo, pero no había sido así y más adelante Delray se marchó con la grúa y se llevó a un mecánico joven y no tuvo necesidad de Aaron.
Zoe había ido de compras. O a dondequiera que fuese los sábados por la tarde. Antiguamente mamá se llevaba a Aaron con ella en el coche, quizá sólo para un paseo, pero eso se había acabado.
Ya eres un chico mayor, cariño, ¿dónde están tus amigos? ¿No te puedes ir a jugar?
Lo que mamá va a hacer hoy es muy aburrido. Me causarías problemas. ¡Te aseguro que si!
Aaron se atrevió a acercarse a la camioneta. Acuclillado, se movió sobre las caderas como alguna fea criatura atrofiada. En la clase de gimnasia los otros chicos lo miraban con recelo. Su tamaño, sus ojos negros y su piel más oscura. En Harpwell Elementary no había otros chicos como Aaron, como sucedería luego en los distintos tramos de la educación secundaria, cuando a los chicos de la reserva seneca se los trasladaba en autobús. Qué les has dicho a esos niños, has amenazado con hacerles daño le preguntó la maestra con un susurro de voz y el asombro de Aaron fue total, sin saber cómo defenderse.
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