Siéntate aquí. Aquí en este pupitre. ¡No te retuerzas! No vuelvas la cabeza.
Deja en paz a los otros niños. Eres mayor, eres más grande que ellos.
Le consumió la rabia al ver los cabellos rubios pegados a la ventanilla de la camioneta por el lado del pasajero. Donde el hombre la había empujado sin que ella se resistiese. Gata perezosa entregándose, extendiendo los brazos. Y ahora el hombre se inclinaba sobre ella. Eddy, con la gorra de béisbol. Los brazos de la mujer rodeaban el cuello del hombre, ciñéndolo.
Krull sabía lo que estaban haciendo. Krull sabía lo que era joder, lo que significaba: la cosa más asquerosa que se podía hacer. Chicos de más edad se lo habían contado. En el garaje los mecánicos decían joder, jodido con frecuencia. Delray decía joder con mucha violencia cuando estaba enfadado, pero no hacía falta estar enfadado para decir joder, no era más que una manera de hablar, incluso las mujeres lo decían a veces, hasta Zoe decía joder. Pero si Aaron lo decía, su madre le reñía.
¡Cuidado con esa boca! Hay señoras delante.
Un chiste de Zoe, que no era una señora. ¿Qué tenía eso de divertido?
Krull a la edad de once años sabía lo que e ran joder, jodido y le repugnaba. Krull no podía imaginar por qué ninguna mujer consentiría que un hombre la jodiera.
Fuera quien fuese Eddy, conducía una camioneta Chevy de color verde oscuro. Modelo nuevo en buenas condiciones y Aaron se preguntó si lo había visto en el garaje de su padre. Quizá en la gasolinera. Quizá, incluso, le había llenado el depósito.
A Delray no le gustaría. Que Zoe estuviera con aquel tipo.
A Krull tampoco le gustaba. Hormigas rojas que le provocaban escozor en los sobacos, donde empezaba a brotarle un vello recio, y también se rascó la entrepierna con agotadora vehemencia.
Krull lo sabía todo sobre Aaron, pero Aaron sabía muy poco de Krull. Krull era un nombre especial con el que chicos de más edad lo habían bautizado, para indicar que les caía bien, quizá. Aaron era el nombre que Zoe había escogido para él, según palabras de su madre, antes de que naciera, un nombre sacado de la Biblia.
Zoe nunca había conocido a ningún Aaron en toda Sparta, según decía. Por eso era único, y tenía que hacer honor a su nombre.
Por qué soy único, le preguntó a su madre.
¡Porque eres mío!, respondió ella.
Zoe se echó a reír y le besó en la nariz. Entonces, ¿era un chiste? ¿O no era un chiste? Mamá era tan maravillosa que te podía hacer creer cualquier cosa si era algo que querías creer.
Porque eres mío y también de papá. Esa es la razón de que seas un niño especial.
Krull no se hacía ilusiones. Le molestaba muchísimo que le hicieran repetir cursos por insuficiencia en lectura y conducta social. Avergonzado y furioso, no volvería nunca más a fiarse de ningún condenado profesor.
Las palabras se le mezclaban cuando trataba de leer. Y también los números se le mezclaban. Le fastidiaba mirar una página de letra impresa y escribir en la pizarra, cerraba los ojos para defenderse, tanto le fastidiaba.
Y si a Aaron se le llamaba a la pizarra para que recogiera la tiza de manos del profesor y si Aaron no entendía qué números había que escribir era Krull quien le consolaba Que se jodan déjalos plantados. Márchate de la jodida clase, es todo lo que tienes que hacer, hombre.
Estuvo mucho tiempo mirando la camioneta Chevy en el lado más distante de la valla. Ya no se veía a nadie dentro de la cabina, incluso el relumbrón del pañuelo rojo había desaparecido. Y habían cesado las risas. Si uno acabase de llegar ahora en bicicleta al vertedero, pensaría que la camioneta estaba vacía, abandonada.
Cualquiera pensaría que quienquiera que la condujese debía de estar en algún lugar del vertedero o en los bosques cercanos, con un arma de fuego. Con un rifle. Cazando.
¡Pum!¡Pum pum pum! Krull oía las risitas de los cazadores, y uno de ellos le pasaba a él el rifle.
Durante aquellos años Krull creció.
Sonaba tan contundente como un puño: Krull.
Tenía tanta densidad como un bloque de hormigón:
Krull.
En casa, su padre lo llamaba chico. Otras Aaron si se proponía criticarlo. Eran muchas las formas de contrariar a Delray y muchas menos las de agradarlo, aunque, en conjunto, Aaron y su padre se llevaban bien. En el garaje, donde trabajaba a tiempo parcial -sin remuneración, la comida y el alojamiento es lo que te pago, chico-, Delray hacía a veces un aparte para hablar con él de una manera que se podría llamar personal, casi con ternura, a menudo en broma, pasando los grandes dedos manchados de grasa por la cabeza de Aaron mientras decía Bien, chico, esta vez no la has cagado. En realidad lo has hecho condenadamente bien.
Como en lacrosse. Cuando uno de los tipos de más edad miraba a Aaron y le daba su aprobación con una inclinación de cabeza. Aunque Aaron vivía en Sparta y no con ellos, en la reserva. Aunque la madre de Aaron era blanca y las madres de los demás la despreciaban. (¿Cómo sabía eso Aaron? Lo sabía.) Lacrosse era el juego de la salud. Lacrosse era el juego de la guerra. A lacrosse no podía jugar cualquiera: a las chicas les estaba prohibido. Incluso a las robustas chicas indias con buenos músculos que más se parecían a los chicos tampoco se les permitía. Los jugadores llevaban sus marcas de guerra con orgullo, cardenales y cicatrices, así como rodillas, tobillos y hombros que palpitaban de dolor, era un insulto que una tía empuñase un palo de lacrosse y todavía peor que saliera a la cancha deseosa de jugar. Aaron llevaba mucho tiempo oyendo relatos de jugadores de lacrosse de la reserva india de Herkimer County que habían sido elegidos por caza talen tos de equipos profesionales canadienses y los habían llevado a Canadá con todos los gastos pagados para jugar a lacrosse y ganarse la vida con eso. Tenían que renunciar a la ciudadanía estadounidense y hacerse canadienses, cosa que estaban dispuestos a hacer sin el menor problema.
Ahora, sobre todo, que ya era mayor y estaba en el instituto, se esperaba de Aaron que trabajara más horas en el taller de reparaciones de su padre. No había tiempo para lacrosse. No había tiempo para hacer los deberes. Las tareas que le mandaban en clase las dejaba en el instituto. Zoe protestaba diciendo que su hijo era demasiado joven para estar trabajando como un condenado ayudante de mecánico en el garaje, que no era más que un crío, ¿qué tal estaría que de verdad aprendiera algo en clase, terminara la enseñanza secundaria y consiguiera un título superior en alguna universidad local? Delray dijo que él nunca había terminado sus estudios en el instituto y menos aún en ninguna universidad y Zoe respondió Sí, en efecto, y ésa es la razón de que nuestro hijo no tenga que tomarte por modelo.
Delray se echó a reír ¿Y quién tendría que ser ese «modelo», estás pensando en ti misma?
A Zoe le preocupaba que Aaron tuviera un accidente en el garaje. ¿Y si un coche o una motocicleta levantados con el gato se caían y le rompían una pierna? ¿O lo aplastaban? El garaje de Kruller no era ni mucho menos el mejor equipado en la zona de Sparta. De hecho ocurrían accidentes, en ocasiones los mecánicos se lesionaban. El mismo Delray tenía un dedo aplastado e insensible en la mano izquierda y otro en un pie, también el izquierdo, con la uña tan gruesa y amarilla como una pezuña, pero él se reía de tales lesiones y decía que al menos a él no le habían amputado nada como a algunos de sus amigos que habían estado en Vietnam. Nada irritaba tanto a Zoe como que su hijo, apenas adolescente, regresara a casa hundido de hombros como un hombre maduro, con el mono tieso de grasa y apestando a aceite, gasolina y sudor; Zoe insistía en que se lavara las manos y los antebrazos con un detergente poderoso y, antes de dejarle que se sentara para cenar, también insistía en limpiarle, con su lima metálica para uñas, la grasa negra que se le metía debajo, y en cortárselas con sus tijeras diminutas; incluso en limárselas cuando se le habían roto. A veces Aaron se presentaba en casa con la cara manchada de grasa como si fueran pinturas indias de guerra, y hasta con grasa en las pestañas y en el pelo. De manera que Delray se lo llevó a que se lo cortaran como a un recluta de infantería de marina. Delray se reía de los temores de Zoe: Sandeces. Aaron está perfectamente bien conmigo.
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