– Krista, escucha, ¿seguro que no quieres una coca-cola? -papá me guiñó un ojo con una especie de maniática cortesía un poco ebria que estaba al borde de la coacción-. Porque puede que pasemos algún tiempo aquí, en esta habitación.
Incapaz de reaccionar, moví la cabeza para decir no. Me negaba a oír lo que mi padre estaba diciendo.
– Tenemos que decidir un asunto esta noche, Krista. Tu madre y yo. Esa mujer es todavía mi «esposa» y yo soy su «marido»; eso no va a cambiar. Y te concierne a ti, por eso estás aquí. Y también, demonios, lo sabes de sobra, tu padre te quiere.
A continuación se sirvió bourbon y bebió. Durante un momento muy largo estuvo meditando, sin dejar de mirarme. Sopesando el revólver que tenía en la mano.
Deseaba decir También yo te quiero, papá. Pero tenía la garganta muy seca.
A papá le brillaban los ojos con tanta emoción, con tanto amor -yo quería creer que era amor- que asustaba, porque transmitía sus sentimientos con mucha fuerza. Me estaba diciendo que tenía pruebas que enseñarme, y que enseñar a mi madre, que las llevaba reuniendo, ¿cuánto tiempo?, ¿años?, para presentar su caso a la opinión pública si es que ésa era la única alternativa.
– ¿Te das cuenta? Han hecho de mí un hombre desesperado, Krista. Pero también me han hecho mejor persona, creo. Más fuerte. Mi alma es como… el acero.
Extendidos sobre la cama había cuadernos de notas, hojas manuscritas, carpetas llenas de recortes de periódicos, fotocopias de cartas escritas a mano o torpemente mecanografiadas, con numerosas correcciones, cartas que, dijo papá, había enviado a la policía de Sparta, a la policía del condado, a la estatal y a la federal, a las emisoras locales de televisión, y a las cadenas nacionales, al Journal de Sparta, y a otros periódicos de Buffalo y de Albany, al New York limes y a la revista Time.
Había escrito a jueces, dijo. Jueces de Herkimer County, y a jueces federales del Estado de Nueva York. Todos los nombres, todas las direcciones de jueces que había conseguido localizar. Había escrito al fiscal general de los Estados Unidos y a todos los magistrados del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, en Washington, D.C.
Al ver mi expresión, sorprendida y apenada, papá dijo muy deprisa:
– Sí, claro, cariño, no creas que no lo sé: la mayoría de esos hijos de puta no leen las cartas de gente ordinaria. De simples «ciudadanos». Pero tienen secretarias, ¿no es cierto? Alguien abre las cartas, alguien las lee. No les queda otro remedio, de lo contrario… ¿qué pasa si una carta contiene una «amenaza»? Tienen que saberlo. Seguro que quieren saberlo. No hay nada en ninguna de mis cartas que se parezca a eso, Krista; no, no soy un imbécil. Ni siquiera insinúo. Simplemente presento el caso, el modo en que me ha tratado la «justicia», las «autoridades», sólo hechos, nada de «amenazas», mi esperanza era que alguien tomase nota, que alguien se interesara… Me doy cuenta de que… probablemente…
Empezó a fallarle la voz. Yo trataba de sonreír, me dolía la cara con el esfuerzo de sonreír y con la atención a lo que mi padre estaba diciendo y que yo sabía que era crucial, que eran conocimientos que me transmitía por alguna razón. Con voz también entrecortada le dije que era maravilloso que hubiese trabajado tanto, que hubiera recogido tantas pruebas, quizá podía ayudarle… de un modo u otro podría ayudarle…
– Lo más irónico es, maldita sea, preguntarse ¿y si me hubieran detenido? ¿Y si me hubieran «juzgado»? Porque, tal como dicen, un ciudadano ¿no tiene derecho a un juicio?, ¿para limpiar su nombre? Porque si lo hubieran hecho, habrían tenido que declararme «inocente».
La palabra irónico sonaba extraña en mis oídos con la voz apremiante de mi padre; una palabra que nadie en la familia Diehl era probable que pronunciara, excepto ahora Eddy Diehl que podía reivindicarla; como para subrayar su rareza y confirmar su reivindicación, papa hizo una pausa para beber, limpiándose después la boca una vez más. En los últimos años se había producido una transformación en él: ya no era joven. Ya no era un hombre bien parecido que caminaba con arrogancia y al que las mujeres miraban con deseo en sitios públicos. En sus mejillas habían crecido toscas patillas, oscuras y desiguales. Aquellas patillas provocaban la risa, papá se parecía a un pirata en una película de aventuras para niños, y esperabas que un personaje con aquella catadura guiñara un ojo y se echara a reír. Pero en lugar de eso papá dijo:
– Pedí someterme a una segunda prueba con el detector de mentiras… La primera fue calificada de «no concluyente». ¿Qué demonios significa eso, «no concluyente»? Significa que no demostró que mintiera, ¿no es eso? Pero mi picapleitos, el muy condenado, interviene y dice no, no es buena idea, no te sometas a una segunda prueba. Porque estaba mal de los nervios, con la tensión alta, y pensó que la prueba podría «incriminarme» si no funcionaba como era debido, y entonces estaría jodido de verdad. De manera que no seguí adelante, le hice caso. Estaba medio atontado, no pensaba con claridad. Y más tarde me di cuenta de que había sido un error. Fueron muchas las equivocaciones que cometí entonces. Ahora es demasiado tarde. Tendría que pagar una prueba privada con el detector de mentiras y no me lo puedo permitir, y de todos modos esos cabrones no le darían crédito, los tribunales no aceptan los resultados de los detectores de mentiras. Ahora ni siquiera están dispuestos a hablar conmigo. Me refiero a la policía de Sparta, mis perseguidores, quiero decir acusadores. Como si hubiera dejado de existir. Nunca encontraron al culpable porque nunca lo buscaron en el sitio adecuado. También Delray ha tenido muy mala suerte con los abogados. Los muy hijos de puta te chupan la sangre como sanguijuelas. Tienes la sensación de que no saben qué demonios están haciendo, o que les trae al fresco, no es más que un trabajo para ellos. Luego te dejan sin dinero y te abandonan, te quedas solo. ¿Por qué los polis no detuvieron nunca a Delray? Fue él quien la mató. ¿Quién si no? Zoe estaba siempre diciendo «Si me pasa algo», no te quepa la menor duda de que habrá sido Delray. Pero no me va a suceder nada». Luego se reía de aquella manera tan peculiar, como si tuviera que suceder algo y fuera imposible evitarlo. Cuando estás colocado (a Zoe le encantaba colocarse) ni siquiera te cabe en la cabeza que te puedas estrellar. Esa fue su equivocación. Una de ellas. Pensaba que sabía lo que iba a suceder, pero en el fondo de su corazón no se lo podía creer. Como todos nosotros, imagino -papá hizo una pausa, frotándose las mejillas. Una idea se le había metido en la cabeza como si fuese una cuña, y cambió de repente-. ¿Sabes? Puede que Delray no fuese el culpable. Estoy recordando ahora cosas que se han dicho que fueron una sorpresa para mí, quiero decir que me impresionaron mucho… Hubo otros hombres que veían a Zoe. Hombres de quienes aceptaba dinero. Delray y yo, ese pobre hijo de puta… necesitábamos hablar. Lo necesitábamos más que comer, pero nunca lo hicimos. Sólo Delray y yo, y este revólver… Delray podría haberme contado lo que sucedió aquella noche, ¿no te parece?
Papá se echó a reír. No hablaba de manera muy coherente, sus pensamientos cambiaban bruscamente de dirección y daban bandazos como un esquiador borracho que baja muy deprisa por una pendiente traicionera. Llevado de la impaciencia había empezado a meter de nuevo documentos dentro de carpetas, como si le dieran vergüenza, la torpeza hizo que se le cayeran algunos de los sujetapapeles amarillentos y, sin pensarlo, me agaché para reunidos ordenadamente y ponerlos de nuevo en su mano temblorosa.
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