– De ahora en adelante somos tú y yo, Krista. Necesito a mi hija conmigo.
respondí, cegada por la felicidad ¡Sí!
– Pero si vienes conmigo ahora, ¿te das cuenta?, no podrás volver con ella. No vas a poder volver con ninguno de ellos, estarás conmigo.
dije, cegada de felicidad ¡Ah sí!
– Porque no querrá que vuelvas. Tu madre no querrá volver a verte.
dije Lo sé, papá, eso es también lo que yo quiero.
Una vez en el Days Inn me enseñó la pistola.
La sacó con mucha calma de una bolsa de lona, donde la llevaba envuelta en una camiseta blanca de algodón. Colocó la bolsa de lona -manchada, adornada con insignias y sellos misteriosos como si hubiera pertenecido antes a otra persona- con mucho cuidado sobre la cama para abrirla. De la misma manera que su sonrisa juvenil, en parte tímida, en parte fanfarrona, le abrió, iluminándola, la cara maltrecha. Y se le aceleró la respiración.
¡Un arma de fuego! ¡Un arma corta! Había visto muchas veces rifles a poca distancia, rifles de calibre 22, y carabinas de aire comprimido: Ben tenía una, mi padre se la había comprado a los doce años. Y estaba la escopeta de mi abuelo, que utilizaba para cazar faisanes cuando era más joven y que a Ben y a mí se nos había advertido que nunca debíamos tocar.
Pero un arma corta, un revólver, sólo lo había visto en el cine y en la televisión.
Chato, feo y con un oscuro brillo mate, un espectáculo alarmante en la mano de mi padre, donde apenas se advertía la inseguridad.
Las dos manos, al empuñarla. Apuntando con el mismo gesto que un policía de la televisión y con la frente llena de- arrugas, mientras, adoptada aquella postura, se miraba en el espejo situado encima de una cómoda.
– Nuestro secreto, corazón. ¿No es eso?
Estaba demasiado sorprendida para reaccionar en un primer momento. Sonreí estúpidamente como me sucedía con frecuencia cuando me quedaba parada en la cancha de baloncesto, en el primer instante de aturdimiento, antes de que empezara a salirme sangre por la nariz a causa de un pelotazo descuidado o cruel contra mi rostro provocador de niñita blanca.
– ¿Krista? No pongas ese gesto de espanto, corazón. Una pistola es nuestra amiga cuando corremos peligro. Cuando tenemos enemigos que están armados. Ves, cariño…
Papá me quería enseñar algo acerca del revólver, pero estaba demasiado disgustada, demasiado trastornada para entender lo que me decía, lo que me quería enseñar, más tarde se me ocurriría Tenía puesto el seguro, ¿se trataba de eso?
– Nunca recurriría a un «arma mortífera» excepto en caso de verme forzado. Para protegerme o para proteger a mi familia. Para protegerte a ti. Si por ejemplo entraran aquí y trataran de separarte de mí.
También aquello era confuso. Tampoco era capaz de entenderlo.
– ¿Entrar? ¿Aquí?
– Si nos localizan. Si saben que Edward Diehl se encuentra en esta habitación.
El corazón martilleaba mi angosta caja torácica. Las palabras de mi padre carecían de sentido para mí. Versos de la canción que Zoe Kruller cantaba con su voz gutural llena de promesas sexuales, ¡Ave del paraíso! ¡Ave del paraíso, que en mi mano reposas!, se me pasaban por la cabeza, burlándose de mí porque mi corazón se había convertido en la avecilla que agitaba sin freno las alas tratando de escapar.
Sin dejar de empuñar el revólver, papá se dirigió a la puerta de la habitación del motel para cerrarla con pestillo y dos vueltas de llave. Rápidamente procedió a bajar la veneciana y cubrir así la única ventana, que daba a un aparcamiento de asfalto agrietado, casi vacío a aquella hora del día.
Papá trató también de correr las cortinas. Pero el cordón, del que había tirado con demasiada brusquedad, se le rompió en la mano.
– Sólo tomo precauciones, cielo. Nadie debería saber que estoy aquí (ni que tú me acompañas) a no ser que me hayan espiado, o te hayan espiado a ti. A no ser que tu vengativa mamá les haya facilitado las cosas o lo haya hecho uno de los Kruller, todavía con la esperanza de echarme la culpa a mí y no a Delray que, como todos ellos tienen que saber, es el que… Ojalá Dios se lleve al infierno sus lastimosas almas enfermas.
Me costaba mucho trabajo tragar. Se me había secado la boca. Papá hablaba con una voz que sonaba tranquila, como si estuviera seguro de que iba a darle la razón.
Cuando lo que quería era decirle Papá, ¿por qué tienes un arma de fuego? ¡Por favor, deja esa pistola!, pero las palabras se me enganchaban en la garganta. Papá no me hacía ningún caso, ni el más mínimo caso, como tampoco un padre presta atención al parloteo de un niño muy pequeño al que quiere, pero al que no tiene ninguna necesidad de escuchar.
Mareada, necesitaba sentarme cuanto antes, pero me daba miedo hacerlo en la cama donde papá había dejado sus cosas, la bolsa de lona abierta y extrañamente decorada con los símbolos privados de algún desconocido, así como una bolsa de papel marrón de la que sobresalían, brillantes, botellas de largo cuello -¿whisky?- y una caja de cartón que contenía carpetas marrones, mugrientas por el mucho uso. Como tampoco me habría sentido cómoda en la única silla de la habitación, cerca del televisor, porque estaba cubierta con la ropa manchada de papá, camiseta muy sudada y los calzoncillos que se había puesto para dormir y que luego había extendido por la mañana para que se secaran.
El olor de mi padre llenaba la habitación. Era un olor que recordaría durante mucho tiempo, salobre y sudoroso y acre y desesperado, el olor de un hombre que ha perdido la esperanza.
Como si papá leyera mis pensamientos dijo alegremente:
– Krissie, cariño, obsequia con una sonrisa a tu papá, ¿eh? Como me has sonreído al subir al coche. ¿Ves? Este revólver es un Smith & Wesson calibre 38 de una calidad excepcional. Esta arma no va a hacer daño a Krissie. Esta arma es sólo para actuar en defensa propia. Todo lo que necesitas saber es que aquí estamos a salvo. Si nos hubieran estado siguiendo, ya habrían entrado aquí a estas alturas.
En el camino de entrada para llegar con el coche al Days Inn, mi padre había estado mirando tanto por el espejo retrovisor encima del salpicadero como por el exterior. En aquel momento pensé que otro vehículo se le debía de estar acercando demasiado. Antes había torcido en varias esquinas de manera brusca y en los cruces había seguido adelante con descaro cuando las luces amarillas se cambiaban a rojas. Ahora comprendía que se había estado asegurando de que nadie nos seguía.
Los enemigos de papá. Nuestros enemigos. Pero estábamos a salvo en aquella habitación cerrada con llave.
Me preguntaba por qué estábamos allí. Qué se iba a perpetrar allí.
– ¿Quieres una coca-cola, Krista? Hay una máquina expendedora ahí fuera. Te traeré una. Tú quédate aquí.
Rápidamente dije No, papá, no, muchas gracias.
Si abría la puerta y salía fuera, tal vez corriera peligro. Quizá -aquellos pensamientos cruzaron revoloteando por mi cerebro como mariposas aturdidas- podría apartarlo, salir corriendo y pedir auxilio y papá nunca más volvería a confiar en mí ni a quererme.
– ¿Estás segura? Voy a beber algo. ¿Estás segura de que no quieres nada?
Mi padre seguía empuñando el revólver. Aunque no apuntaba a ningún sitio con intención, ni tampoco en aquel momento, hablando con propiedad, era aquello una pistola, un arma de fuego; se podría argumentar que era sencillamente un objeto.
Ocupábamos una habitación al fondo del primer piso de un edificio blanco de dos plantas un tanto venido a menos e impregnado de melancolía; algo en la desenvoltura misma del cartel Days Inn Habitaciones Libres desprendía ya ese aire gastado y melancólico. De los libros se dice que tienen significado, en la clase de inglés nuestro profesor nos leía poemas de Robert Frost y a mí me parecía asombroso, y me daba un poco de miedo, ver todo el significado que tienen las palabras de un poema, pero en la vida real, en sitios como el motel Days Inn, no existe mucho significado, son cosas que se limitan a ser. En el exterior de nuestra habitación había un seto achaparrado de hoja perenne que daba toda la sensación de estar muriéndose, y más allá del seto se encontraba un contenedor para basura que olía muy mal. La habitación misma era deprimente, como cabía esperar; la cama estaba «hecha» de manera tan descuidada como para sugerir burla o indignación: alguien, al parecer mi padre, al levantarse por la mañana se había limitado a tirar en diagonal de la colcha de felpilla para cubrir las sábanas, arrojando de paso al suelo una almohada manchada de sudor. En casa, nuestra madre insistía en que nos hiciéramos la cama a diario, incluso Ben había aprendido a cumplir con aquella obligación poco después de levantarse, era algo así como cepillarse los dientes, lavarse la cara y peinarse, era algo que se hacía. Pero no papá, y no en el motel.
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