Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución
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No mentía. De eso estaba casi seguro. Pero era un hombre pequeño que deseaba con todas sus fuerzas que la gente le considerara un gran hombre. Eso también fue algo que comprendí, o creí comprender, sin que pronunciara una sola palabra. Quería ser un gran hombre, y durante un tiempo, hace unos seis años, lo Fue. Había estado en una tienda en el momento del asesinato de una joven. Había visto a un hombre entrar en la tienda y charlar con la joven que estaba detrás del mostrador. Y tal vez ella llegó a disculparse porque le debía algún dinero. O quizás él dijo: Amy no olvides que me debes una pasta . Y entonces Dale Porterhouse entró en el baño para echar una meadita. Y oyo el grito: ¡No, por favor! ¡Eso no! Y el disparo.
Y más tarde llegó la policía. Los policías altos y duros con sus pesados cinturones y sus armas. Le habían preguntado lo que sabía, lo que había visto. Y quería que fueran amables con él. Quería que le dieran una palmadita en el hombro y le dijeran: Bien hecho, amigo , con sus voces graves y profundas. Y había muchachas en su oficina a las que quería deslumbrar, y hombres que le envidiarían, y el juicio… En el momento en que el juicio empezó, imagino que él mismo se lo creía. No considero que cometiera perjurio. No creo que hubiera superado un interrogatorio detallado si no hubiese tenido las cosas claras en su mente. Opino que él ya se había convencido en aquel entonces, y que estaba convencido ahora. Pienso que lo creía hasta el momento en que le pregunté lo de las bolsas de patatas fritas. Entonces, por un momento, durante la pausa que hubo antes de que empezara a hablar, entonces, creo, recordó la verdad. Su memoria se entreabrió en ese instante y la luz de su espíritu tembló en el aire. Eso es lo que vi. Y recordó que no podía ver, que no había visto nada por encima de las bolsas de patatas fritas.
Sin embargo, a mi parecer, un segundo después, volvió a creerse su propia historia. Todo sucedió así de rápido.
– Lo vi todo, exactamente como he explicado -aclaró-. Evidentemente, informaría a las autoridades inmediatamente si tuviera la más mínima duda.
Asentí. La fuerte luz de la lampara barata que yacía sobre la mesa se reflejó en el extremo de mis gafas. Observándole a través del destello luminoso, pensé:
No, no le vio. No tienen nada, nada de nada, contra ese tipo, Beachum. Nadie le vio. Nadie oyó los disparos. Nadie puede encontrar ninguna referencia de la pistola. No tienen ni una maldita pista. Y esta noche se lo cargarán.
– Muchas gracias, señor Porterhouse indiqué, cogiendo la taza de café.
Y ¿qué pasa Si es inocente? , pensé.
Cuarta parte
1
– ¿Para quién es el bocadillo de roast beef ?
– Para mí -respondió Luther Plunkitt.
– ¿Qué ponen ahí, salsa rusa? -le preguntó Arnold McCardle, pasándole el bocadillo.
– Eso dicen -respondió Luther.
– ¿Pero eso no es antiamericano? -murmuró el reverendo Stanley B. Shillerman. Siempre hacía esos chistes malos en un esfuerzo por convertirse en uno más.
Luther sólo consiguió esbozar su sonrisa blanda, pero tanto Reuben Skycok como Pat Flaherty respondieron al unísono:
– No, ya no.
Estaban sentados alrededor de una mesa grande de madera en la sala de reuniones. Fotos oficiales del gobernador y del presidente colgaban de las paredes desprovistas de ventanas. El equipo de ejecución en pleno estaba presente: Luther, Arnold y el otro subdirector, Zachary Platt, los dos responsables de mantenimiento, Reuben y Pat, y el capellán. Arnold y Zach estaban sobando las bolsas de papel, distribuyendo los bocadillos y los refrescos. Se oía un murmullo apagado de conversación y el sordo masticar, el traqueteo propio de abrirlas tapas de los envases y de la comida al desenvolverla.
Luther se apoyó contra el respaldo de cuero y los observó, sosteniendo el bocadillo desenvuelto en una mano. Se sentía mejor ahora, con los muchachos, hablando de sus cosas. El peso de su estómago se había aligerado un poco. La imagen de Frank Beachum en la camilla se borró de su memoria. Sólo quería que el día pasea sin incidentes, como había ocurrido con los demás. Para eso le pagaba el estado de Missouri.
Arnold McCardle miró con ojos de miope debajo de una mitad de pan de centeno a la ternera medio rancia.
– Parece que cada vez hay más grasa y menos carne -señaló. Masticando, y sacudiendo las migas de su bigote mexicano, Luther dijo:
– ¿Acaso no es así como lo pides, Arnold? Quédese con la carne y déjeme la grasa.
Las enormes mejillas de McCardle se sonrojaron, pero aun así forzó su guiño característico.
– Es la mejor parte -explicó en voz baja. Levantó el bocadillo, lo empequeñeció con su mano enorme y le pegó un bocado. Luther notaba cómo se relajaba.
– Ahora Arnold se siente mejor -observó-. Cuanto más mejor.
– Estoy completamente de acuerdo -añadió Reuben.
Los ojos húmedos del reverendo Shillerman se esforzaban para encontrar una broma y entrometerse. Al observarle por el rabillo del ojo con esa camisa vaquera, esos pantalones tejanos, Luther pensó: «¡Cielos! hasta Reuben y Pat llevan corbata en un día como hoy».
– Qué os parece, ¿trabajamos un poco mientras comemos o qué? preguntó Luther. Dejó su bocadillo sobre la mesa y empezó a doblar el papel encerado-. No quiero ser aguafiestas ni nada por el estilo.
– Actúa como el alcaide de prisión ironizó Reuben.
McCardle masticaba un bocado, para demostrar que no estaba resentido por el comentario sobre la grasa.
Luther pegó un mordisco de roost beef y se reclinó en la silla mientras mascaba.
– Simplemente quiero revisar el programa del resto del día -explicó-. Asegurarme de que nadie esté donde no tiene que estar.
– Ah, pero ¿yo tenía que estar? inquirió Reuben.
Los demás empezaban a calmarse y a escuchar. Masticaban y escuchaban. Luther prosiguió, volviendo a dejar el bocadillo sobre la mesa después de ese único bocado.
– En primer lugar, debéis saber que ha habido un cambio en lo que respecta a la entrevista de las cuatro con Beachum. La chica que tenía que venir ha sufrido un accidente o algo parecido, así que la han sustituido por otro tipo, Steve Everett.
Arnold McCardle, con las mejillas llenas a rebosar, movió la cabeza y sonrió tristemente. A su parecer, al enterarse de lo del accidente de Michelle, Luther debería haber aprovechado la oportunidad para zanjar todo ese estúpido asunto de la entrevista inmediatamente. Sin embargo, a Luther le importaba mantener buenas relaciones con la prensa. De un modo u otro, Michelle lo había enredado y él no iba a escurrir el bulto ahora.
– Supongo que el News nos debe una por esto -declaró-. Y los otros periódicos no se darán cuenta de que hemos roto el protocolo hasta la próxima ocasión. En lo que respecta a Everett, he tratado con él un par de veces anteriormente. Es un listillo gilipollas. Pero casi siempre capta los hechos tal como son, así que sus historias resultan bastante equilibradas en conjunto, diría yo. De hecho, en cierto modo hemos mejorado. Bueno, en cualquier caso… -pasó rápidamente a cuestiones más familiares-. A las dieciocho horas, todo el mundo, todo el personal de procedimiento, nos reuniremos aquí para recibir las últimas órdenes. En ese momento revisaremos las posiciones, para comprobar que cada uno sabe dónde tiene que estar. Quiero que todo el mundo esté a punto a y cuarto en punto.
– Eh… rdón… alcaide.
La impaciencia brillaba en los ojos de Luther, pese a que su sonrisa blanda permanecía impasible. El que había hablado era el capellán, Shillerman.
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