Andrew Klavan - Ensayo De Una Ejecución

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Faltan pocas horas para la ejecucion de Frank Beachum; el ya se encuentra en una cruel agonia, cuando el frio halito del terror impregna todas las celulas del cuerpo. sin esperanza. Ni siquiera en el periodista Steve Everett, quiza la unica persona del mundo que cree en su inocencia…

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La sala de redacción rebosaba actividad. Los periodistas estaban sentados en distintos lugares del laberinto de presas, inclinados hacia sus respectivas pantallas de ordenador, escribiendo en sus teclados o reclinados en las sillas con un café en la mano y un periódico abierto sobre el regazo. En el despacho de redacción, Jane Marsh y William Anger, el editor de temas de minorías, estaban junto a la silla de Bob Findley, encorvados como si estuvieran en una conferencia. Por un momento, pensé que podría entrar y salir sin que Bob reparara en mí. Pero no iba a suceder así. Apenas había avanzado tres pasos en la sala cuando Bob levantó la cabeza como si hubiera sonado la alarma de un radar. Me observó desde el otro lado de la sala con esa mirada sin expresión que evidenciaba hasta qué punto su corazón me había borrado del Libro de la Vida.

Forcé una mirada angustiada y pasé de largo el despacho, tan cerca de la pared como pude. La puerta de la oficina de Alan Mann estaba cerrada, pero pude verle en el interior a través de las persianas. Estaba hablando por teléfono, gesticulando de forma expresiva y sosteniendo una barrita de chocolate con la mano que le quedaba libre.

No llamé a la puerta. Simplemente la empujé. Podía sentir los ojos de Bob a mi espalda, taladrándome la espalda, mientras entraba y cerraba la puerta detrás de mí.

– De acuerdo -consentía Alan por teléfono-. Haremos un editorial de peso para mañana sobre ese tema. ¿Que cuál es mi opinión? -preguntó moviendo su cabeza de halcón hacia delante y hacia atrás mientras me pedía que me esperara con un gesto de la mano en la que sostenía la barrita de chocolate-. Sí, lo entiendo -asintió entonces-. Claro, señor Lowenstein -se inclinó hacia delante en la silla y colgó el teléfono. Me miró por debajo de sus cejas espesas-. Deja de joder con la mujer de Bob -especificó-. A él no le gusta.

– ¡Dios! -exclamé-. ¿Qué ha hecho? ¿Publicarlo en la hoja informativa?

Alan me apuntó con la barrita de chocolate. Era un Snickers, el que está relleno de frutos secos.

– Si viene a mí y me pide tu culo, se lo voy a tener que dar. Y entonces serás sólo un agujero sin culo alrededor.

Saqué mis cigarrillos y me llevé uno a los labios. Me escondí detrás de la llama de la cerilla al encenderlo.

– Ella lo empezó todo -murmuré sin convicción con la llama al rojo.

– Eso no cuenta. Tú tienes ese no sé qué. -Si cuerpo inmenso se apoyó en el respaldo de la silla. Pegó un bocado a la barrita y masticó las nueces con rabia. Me miró ferozmente-. ¿Sabes qué?

– Sí, vale, vale.

– Eres un jodido mujeriego, eso es lo que eres. Y eso te jodió en Nueva York y volverá a joderte aquí. Vas a joder toda tu carrera vas a joder tu matrimonio si no eres capaz de guardar tu maldita polla dentro de tus pantalones y yo no voy a poder protegerte, maldita sea. ¿Cómo es?

– No es de tu maldita incumbencia -respondí-. No está mal.

– Maldito bastardo afortunado. A mí siempre me gustó.

– Cállate, Alan. ¡Por Dios!

– ¡Ey! No la pagues conmigo. Eres tú quien juró ante Dios y ante los hombres.

Me alejé y me dirigí hacia la pared. Estaba repleta de placas y certificados, premios y reconocimientos. Era lo que tenía en lugar de ventanas. También había fotos, fotos de Alan con el gobernador, con el presidente, con el señor Lowenstein, propietario del periódico. Les eché el humo a la cara.

– Escucha, Everett -dijo Alan-. ¿Te he hablado alguna vez de la ayudante del fiscal del distrito de la que me enamoré en Nueva York?

– No, y si me lo cuentas ahora, me echaré encima tuyo y te arrancaré la garganta con mis propias manos.

– Es un cuento muy edificante.

– Te mataré.

Lo dejaré para otra ocasión.

Me di la vuelta. Había dado otro mordisco al chocolate y mantenía la barrita justo delante de su cara, mirando con afecto una gota de caramelo que se deslizaba.

– Tengo un problema confesé.

– ¡Oh! Finalmente ha llegado la hora de la verdad. -La nariz picuda se le corvaba aún más al hacer muecas-. ¡Por todos los santos! ¿Acaso no sabes que Bob va a por ti desde que llegaste? Con esas formas tan tranquilas, formales y morales tan propias de él. Seguramente se alegra de que hayas jodido con su mujer, así tiene una razón ética para destruirte.

– Perfecto. Vivo para hacerle feliz. Pero ése no es mi problema.

– ¿Cómo puedes ser tan endiabladamente destructivo?

– Es la costumbre, Alan. Pero ése no es mi problema.

– Deberías haber jodido con mi mujer. Te habría partido la cara.

– Jodí con tu mujer.

Se echó a reír.

– Bastardo afortunado. ¿Y qué tal?

– Te envía recuerdos. Pero ése no es mi maldito problema, Alan.

– De acuerdo, ¿y cuál es tu maldito problema? Cuéntaselo a papá. Cabrón desalmado. – Se tragó el último trozo de la barrita.

– Frank Beachum repliqué.

– ¿El tipo que la va a palmar?

– Sí.

Arrugó el papel del tentempié y lo lanzó al aire con un movimiento rápido de la muñeca. Casó dentro del bote metálico que estaba junto a la pared.

– ¡Dos puntos! -exclamó.

– Se supone que debo entrevistarle esta tarde -explique.

– Una suerte y una esperanza gracias a mí. No la eches a perder.

– Creo que podría ser inocente.

– ¿Es ése tu problema?

– Si.

– Bueno, pues no lo es -opinó Alan-. Me alegro de que hayamos tenido esta pequeña conversación.

Se estiró en la silla de respaldo alto, enlazando las manos sobre su barriga prominente. Hice caer la ceniza del cigarrillo en la papelera con un gesto enojado. Alan suspiró, molesto.

– Estoy hablando en serio proseguí.

– No, no lo estás.

– Lo estoy. Mírame a la cara. Esta es mi cara seria, Alan. Seguro que la reconoces.

– Steven -manifestó-. Joven Steven Everett. Escúchame un momento. Escucha a tu mentor y guía. La vida es menos misteriosa de lo que solemos pensar. Las cosas son casi siempre lo que parecen. Al tío lo cogieron, lo juzgaron y lo condenaron. Esto no es televisión. Tú has estado en los tribunales. Tú sabes que es culpable.

Esbocé una sonrisa burlona apretando los dientes. El humo se escapó entre ellos.

– De acuerdo asintió al fin-. ¿Qué tienes?

Levanté la mano que sostenía el cigarrillo como si fuera a hablar. Pero luego, al no pronunciar palabra, puse el filtro entre los labios y aspiré con fuerza. ¿Qué diablos le iba a decir? ¿Que seis años después de los hechos había bolsas de patatas fritas en mi línea de visión? ¿Que miré en los ojos de Dale Porterhouse y supe que mentía? ¿Que me inquietaba que Nancy Larson no hubiera oído los disparos pese a que había declarado tener una magnífica razón para no haberlos oído?

– Oh -suspiró Alan tristemente-. Vamos, Eve.

– No, no, espera -manifesté.

– Ev, Ev, Ev…

– Escúchame.

– Ev… No tengo que escucharte. Te estoy mirando, Ev. Te estoy mirando y estoy viendo a un reportero que va a decirme que tiene una corazonada.

– Alan, he estado haciendo algunas comprobaciones…

– ¿Sabes cuál es mi opinión sobre los reporteros que tienen corazonadas?

– He hablado con uno de los testigos.

– No hay pedo en el mundo lo suficientemente sonoro como para expresar mi opinión.

– Hay discrepancias.

Avanzó la silla con un estallido agudo. Se me quedó mirando con los ojos como platos, azorado.

– ¿ Discrepancias ? ¿Te he oído decir que has discrepancias ? -Sus cejas espesas se agitaban hacia arriba y hacia abajo-. ¿Después de una investigación de la policía? ¿De un juicio? ¿De una condena? ¿De seis años de apelaciones? ¿Di has descubierto discrepancias? ¿Cuánto has tardado, media hora?

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