Martina Cole - El jefe

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Danny Boy Cadogan era ese tipo de persona que hacía que hasta el más duro de los delincuentes se pusiera nervioso y paranoico, especialmente si le decía que quería hablar con él de algún asunto. Danny tenía la habilidad de convertir el más inocente comentario en una declaración de guerra y la frase más inocua en una amenaza real y terrorífica.” De la noche a la mañana, Danny Cadogan, a sus catorce años, tiene que abrirse camino en un mundo violento y peligroso. Debe proteger a su madre y a sus hermanos, después de que los haya abandonado su padre a las iras de los acreedores. Danny, en compañía de su inteligente amigo de infancia Michael Miles, se va a convertir con los años en uno de los más temidos capos del Smoke que llegará a extender sus negocios de tráfico de drogas y de armas hasta España. Sin embargo, el carácter despiadado de Danny no sólo se impone en las calles londinenses, sino también en el hogar familiar, condenando a una vida torturada a su mujer, Mary, y a sus hijas.

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Mary tenía que aguantar mucho más de lo que creía la gente y, sin embargo, seguía teniendo una bonita figura, sabía vestirse y, lo más importante, sabía cuándo tenía que mantenerse al margen de los asuntos. El había visto en varias ocasiones su forma de reaccionar cuando se topaba con alguno de sus antiguos amantes. Ni siquiera los miraba, se comportaba como si fuese demasiado buena para ellos, como si tuviera tanto orgullo que no se daba ni cuenta de su presencia. No había duda de que sus hijas habían salido a la madre. Danny sintió una oleada de nostalgia y recordó a su Mary cuando se la arrancó, como si de una flor se tratase, al hombre que la hacía tan desgraciada pero con el que parecía decidida a casarse. Había optado por el dinero en lugar del amor, pero ¿quién la podía culpar por ello? Los hombres de su mundo encontraban el amor a la vuelta de la esquina y se libraban de sus esposas sin pensárselo dos veces, mujeres que habrían estado a su lado pasara lo que pasara. Formaba parte de la naturaleza y las mujeres se daban cuenta de cuándo habían sido reemplazadas. Era entonces cuando se convertían en madres y esposas ejemplares. Además, no venían nada mal, sobre todo si sabían cómo funcionaba el sistema legal. ¿Quién iba a querer una esposa tan tonta como para dejar que la pasma entrara sin poner resistencia?

Por lo que fuera, Mary había significado para él más que ninguna otra mujer. No importaba lo que le dijese o hiciese, ella se lo guardaba para sí misma. Ni siquiera su hermano, su mejor amigo, tenía la más remota idea de lo que se cocía en su casa. El la trataba como una escoria, pero aun así dejaba que se metiera en su cama. En muchos aspectos, era un hombre afortunado y él lo sabía mejor que nadie, aunque a veces necesitara un acontecimiento como ése para darse cuenta de la suerte que tenía.

Danny vio que se aproximaban las luces de un coche y se levantó expectante. Oyó que los perros ladraban y que el guardia acudía para atarlos con el fin de que sus invitados pudiesen entrar sin ser devorados.

Un suave golpe en la puerta le dibujó una sonrisa en la cara. Le gustaba la gente de buenos modales, siempre había sabido apreciar esa decencia que últimamente parecía estar perdiéndose. Abrió la puerta y, alegremente, respondió:

– Pasa, muchacho, y ponte cómodo.

Danny le hizo un gesto para que tomase asiento.

Donald Hart entró en la habitación con suma inquietud y vestido con su mejor traje. Resultaba evidente, no sólo por lo nuevo que estaba, sino por lo incómodo que parecía embutido en él. Aun así, se había esforzado y Danny le agradeció el gesto porque denotaba respeto, no sólo por él, sino por el muchacho en cuestión; una cualidad que Danny Boy sabía que le haría abrirse camino. Después de todo, estaba allí por haberse hecho valer, por haberle dado una buena tunda a Jonjo. A Danny no le podía haber causado mejor impresión si le hubiese traído la cabeza de un poli de la Brigada Criminal servida en una bandeja.

– ¿Todo va bien, Donald?

El muchacho asintió nerviosamente.

A Danny Boy le gustaba su aspecto. Ya le había demostrado que los tenía muy bien puestos y, por lo que se había enterado ese mismo día, el muchacho gozaba de una buena reputación. Al parecer, era de fiar y muy astuto. Además, tenía una retahíla de hermanos a los que cuidar. Su padre, un jamaicano, había desaparecido del mapa dejándolo al cuidado de tres hermanos que dependían de él para comer, además de su madre, una mujer de buen ver que, gracias a su hijo, se encontraba en una buena situación. Tenía una pequeña empresa que dirigía desde su casa y el muchacho le había proporcionado el dinero para ponerla en marcha, una empresa de limpieza que contrataba a muchas mujeres que necesitaban trabajo. También la ayudaba a pagar la hipoteca y las facturas. Su madre era muy conocida por su generosidad con la gente a la que la suerte no le sonreía y con aquellos que necesitaban un lugar seguro durante unos cuantos días. Tampoco se mostraba contraria a dar su dirección para que alguien lograse la libertad bajo fianza. Era una mujer muy versátil que le había transmitido su sabiduría a su hijo.

Danny Boy estaba más que impresionado con el muchacho y su decisión de abrirse camino en la vida. De alguna manera, era como si se viese a sí mismo. De hecho, ahora consideraba la humillación de su hermano como un regalo del destino, ya que le había hecho conocer a Donald. Pensaba ayudar a ese muchacho en todo lo que pudiese. Como decía la Biblia, «el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra».

Pues bien, el muchacho había pecado, ya que le había dado una tunda a su hermano. En su mundo, ése era un pecado mortal, un pecado muy grave. Sin embargo, él no tenía la menor intención de arrojarle ninguna piedra, sino todo lo contrario, lo iba a recompensar por tener tantas agallas. Comprendía los principios del muchacho y, hasta cierto punto, admiraba el modo en que había resuelto la situación. Cualquier otro se hubiese achantado, habría pensado en él, en Danny Boy, y no en su autoestima. El era un pecador reconocido, al igual que ese joven, y, cuando le enseñase todo lo que tenía que enseñarle, el chico sería un pecador de enormes proporciones.

Que sea la pasma la que tire la primera piedra si quiere, que Danny Boy, como siempre, estará dispuesto a tratar con ellos. Él contaba con una cualidad que muy pocos tenían, y era su habilidad para reconocer en quién podía confiar y en quién no. Y él confiaba en ese muchacho y pensaba cubrirlo de gloria porque sabía que le sería recompensado con creces.

Marsh llevaba un buen rato sin decir una palabra y Arnold empezaba a impacientarse.

– Dale un codazo, no vaya a ser que se haya muerto de una sobredosis.

La voz de Michael sonaba a mofa, ya que sabía que los cocainómanos podían pasar de un estado muy alterado a una situación de completo retraimiento.

– ¿Se encuentra bien, Michael?

– Por supuesto que sí. Lo único que le pasa es que está cagado de miedo. Sabe que se ha pasado de la raya y ahora teme el castigo.

Al contrario que Arnold, que estaba verdaderamente preocupado por su víctima, Michael interpretaba su papel.

Michael conocía por experiencia el poder de una amenaza. El miedo a que algo pudiera suceder era aún peor que un ataque personal, aunque a Marsh también le daría de esa medicina, ya que una amenaza no tenía ningún sentido si luego no se llevaba a cabo.

Michael estaba de acuerdo con Danny Boy en que las leyes no eran eficientes porque jamás se llegaban a cumplir en su totalidad. A menos que el delito implicase dinero o propiedad, el sistema judicial consideraba oportuno poner a la gente en libertad. Resultaba irrisorio permitir que los rateros y la gente de esa calaña estuvieran libres. Por eso, la gente joven ya no tenía límites ni pautas. El hecho de que fuesen jóvenes ya era más que suficiente para que saliesen con bien de cualquier delito, hasta del asesinato. Asesinatos sin razón ninguna, asesinatos de completos extraños por unas cuantas libras y un rifle en la nevera de la víctima antes de regresar a casa con papá y mamá. Resultaba ultrajante ver cómo esa gente se las apañaba para salir libre de cualquier asunto. Si le guardaban rencor a alguien era por una buena razón, y la persona en cuestión conocía de sobra el posible resultado de sus fechorías. Robar a una ancianita, aterrorizarla, arrebatarle su pensión, se consideraba un delito menor y se conseguía la libertad condicional. Sin embargo, si robabas una caja de ahorros, podías estar seguro de que no verías la luz del día al menos en doce años. No era justo, y hasta el público en general estaba llegando a considerarlo desde ese punto de vista. Un ratero apenas cumplía condena, a menos que asaltase la casa de un lord o alguien importante. Lo mismo les sucedía a los timadores que se aprovechaban de los ancianos. Eran chulos que debían ser encerrados y apartados de la sociedad, personas que, por sus propias acciones y por su completo y total menosprecio por los más débiles, habían perdido el derecho a deambular por las calles.

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