Martina Cole - El jefe

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Danny Boy Cadogan era ese tipo de persona que hacía que hasta el más duro de los delincuentes se pusiera nervioso y paranoico, especialmente si le decía que quería hablar con él de algún asunto. Danny tenía la habilidad de convertir el más inocente comentario en una declaración de guerra y la frase más inocua en una amenaza real y terrorífica.” De la noche a la mañana, Danny Cadogan, a sus catorce años, tiene que abrirse camino en un mundo violento y peligroso. Debe proteger a su madre y a sus hermanos, después de que los haya abandonado su padre a las iras de los acreedores. Danny, en compañía de su inteligente amigo de infancia Michael Miles, se va a convertir con los años en uno de los más temidos capos del Smoke que llegará a extender sus negocios de tráfico de drogas y de armas hasta España. Sin embargo, el carácter despiadado de Danny no sólo se impone en las calles londinenses, sino también en el hogar familiar, condenando a una vida torturada a su mujer, Mary, y a sus hijas.

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Ésa era otra de las razones por las que le había pedido a Arnold que se encontrase con él allí; pensaba tener una entrevista con alguien que les iba a ser muy útil en el futuro, pero que necesitaba de una seria advertencia antes de que los metiera a todos, él incluido, en un problema.

Justo en ese momento, el detective Jeremy Marsh entró en el pub. Era un hombre alto, delgado, con el rostro afilado, los dientes amarillos y un semblante que no inspiraba la menor confianza. Tenía el aspecto de un chulo de putas en su día libre. Desde su pelo cardado hasta su anillo decían lo que era: un jodido capullo, un completo idiota. Llevaba un traje tan caro como llamativo, quizá no muy adecuado, pues era dos tallas mayor de la apropiada. Michael dedujo que eso se debía a la adicción a la cocaína que había adquirido en los últimos seis meses. Tenía los ojos vidriosos de los cocainómanos, pero no de esos que toman la droga para romper con su rutina diaria o para mantenerse despierto, sino para ponerse hasta el cogote de ella.

Michael suspiró al ver los síntomas de un paranoico, al ver todos los indicios que advertían de que ese hombre ya no estaba dispuesto a recibir consejos amistosos de nadie. Se dio cuenta de que tenía delante un hombre con los días contados. Dejándose caer en una silla frente a ellos, Jeremy Marsh sonrió de oreja a oreja, abriendo completamente la boca, lo cual no resultaba agradable. Su mirada desorbitada y el sudor que le impregnaba la cara provocaba el rechazo de cualquiera. Se veía que estaba completamente colocado. Parecía brincar en el asiento y sus movimientos era tan compulsivos que apenas lograba encender un cigarrillo. Pidió una copa. La mano que sostenía el encendedor señalaba a la multitud mientras intentaba en vano encender el cigarrillo que le colgaba en la boca.

Inclinándose hacia delante, Michael, susurrándole, le dijo:

– Por si no te has dado cuenta, esto es un pub. Aquí no hay servicio de mesas.

Arnold contemplaba la escena con interés, tal como se esperaba de él. Michael lo había hecho venir para que presenciara el espectáculo y no estaba dispuesto a perder detalle. Que ese hombre estaba colgado y que era un poli resultaba más que evidente, era algo que se olía a distancia, desde su forma de peinarse hasta la suela de sus zapatos. Era obvio que pertenecía a los corruptos y que lo habían hecho venir para darle malas noticias.

El lenguaje corporal de Michael no invitaba a una charla amistosa. Estaba encogido, dispuesto a abalanzarse en cualquier momento, pero el hombre estaba tan colocado que ni siquiera se había percatado de ello. Arnold se levantó y dijo:

– Traeré algo de beber. ¿Qué tomas?

Marsh lo miró como si acabara de darse cuenta de su presencia, lo cual, realmente, era la verdad.

– Un Remmy doble.

Jeremy por fin había logrado encender el cigarrillo, algo que lo alegró enormemente. Lo tenía levantado a la altura de la cara de Michael, señalándolo como si acabase de descubrir la teoría de la relatividad de Einstein en la parte trasera de una caja de cerillas.

– Veo que te has buscado un mono para que te haga los recados. Nosotros también tenemos algunos. Me alegra ver que eres un empresario que cree en la igualdad de oportunidades. Todo el mundo necesita carne de cañón, ¿verdad que sí?

Mientras hablaba, Marsh se quitaba del traje pelusilla imaginaria. Los dedos que sostenían el cigarrillo estaban amarillentos y quemados y, además, los movía exageradamente, como los adictos.

– Ése al que tú llamas mono es el cuñado de Danny Cadogan, además de uno de mis mejores colegas. No sé lo que andas esnifando, pero espero que lleve algo de calmante porque algún día alguien te romperá la boca.

Jeremy Marsh empezó a sentirse más sobrio. Su cerebro había comprendido que acababa de insultar a sus anfitriones, lo cual no era lo más recomendable. Ahora se arrepentía de haberse pasado la noche entera despierto y esnifando. La arrogancia que suscitaba la cocaína se estaba transformando en miedo. Todo lo que le rodeaba parecía resaltar, desde el ruido que hacía la gente al hablar hasta los colores de las máquinas tragaperras. Eso también afectaba a su estado emocional. De pronto empezó a sentirse cohibido, asustado.

Arnold regresó con las bebidas y, al poner el brandy de Marsh encima de la mesa, se sorprendió cuando el policía se lo agradeció humildemente. Se le habían bajado los humos y parecía hundido. A Arnold no le pareció normal que se bebiera la copa de dos tragos. Arnold distinguía a un cocainómano a distancia, pues había vivido entre ellos toda su vida. Delante tenía a uno de enormes dimensiones. Tenía los nervios de punta y algo había cambiado desde el momento en que entró en el pub, se sentó, intentó encender un cigarrillo y se tomó la copa. Fuese lo que fuese, había provocado el efecto deseado. Ahora era una sombra del hombre que había entrado y Michael parecía estar a punto de cometer un asesinato.

Arnold se iba a sentar y le llamó la atención que Michael le dijera con toda seriedad:

– Lleva a este mono hasta el coche.

Luego se levantó y salió del pub sin mirar atrás.

Danny Boy se sentía molesto y, mientras esperaba pacientemente a que sus invitados se presentasen en el desguace, trató de desentrañar el último misterio de su vida. La reacción de sus hijas lo había afectado, especialmente la de la más pequeña, Lainey. Se había dado cuenta de que la lealtad que había tratado de inculcarles se había puesto en su contra, pues consideraban a su madre una opción más viable que la que podía ofrecerles él.

Fuese lo que fuese Mary, y no había duda de que era una borracha, una puta y un grano en el culo, no había duda de que sus hijas la adoraban. A él, en realidad, le agradaba que no quisieran quedarse en casa de Michelle, pues era una persona problemática, demasiado emocional para su gusto. Ciertamente, ya era agua pasada, pues tenía la barriga caída y esas estrías que siempre hacían que él terminase por olvidarse de ellas y de sus hijos. Él le daría dinero para el niño, pues era su deber, pero, quitando eso, ya sólo era un vago recuerdo en su memoria.

A él le gustaban las jovencitas, siempre había sido así, pero jamás se enamoraba de ellas, salvo las primeras semanas. Sin embargo, una vez que las poseía, perdía el interés por ellas. La única que de verdad le importaba era Mary Miles y se debía a que, en lo más hondo de su corazón, sabía que lo odiaba. Lo odiaba tanto como lo amaba. Lo quería porque era el padre de sus hijas, de esas hijas que él le había arrancado de su cuerpo a fuerza de violencia e intimidaciones, de esas hijas que él adoraba y veneraba. Resultaba curioso que esas dos hijas suscitaran en él un sentimiento tan profundo, y no sólo porque quisiera llegar a importarles más que su madre, aunque admitía que eso tenía mucho que ver, sino también porque las veía como una prolongación de sí mismo. Pequeñas Danny Boys que algún día serían mujeres y engendrarían hijos que llevarían su sangre. Al igual que Matusalén, su sangre pasaría de generación en generación, quizá durante novecientos años, lo cual le daba a uno mucho que pensar.

Dios siempre hace lo que debe. Danny sabía que cuando él creaba una dinastía, necesitaba de una línea sanguínea sólida y fuerte, algo que sin duda él tenía, aunque de los dos, la de Mary era la más poderosa. Para empezar, tenía que bregar con él y todo lo que eso implicaba. Además, era lo bastante honesto para admitir que ninguna de las mujeres con las que trataba a diario estaba a su altura, pues ella tenía algo de lo que carecían todas las demás: la fuerza necesaria para soportar a un hombre de su talla. Por muy borracha que fuese, aún estaba allí, a su lado, y esa lealtad era lo que impedía que acabase con ella, aunque lo deseara.

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