Martina Cole - El jefe

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Danny Boy Cadogan era ese tipo de persona que hacía que hasta el más duro de los delincuentes se pusiera nervioso y paranoico, especialmente si le decía que quería hablar con él de algún asunto. Danny tenía la habilidad de convertir el más inocente comentario en una declaración de guerra y la frase más inocua en una amenaza real y terrorífica.” De la noche a la mañana, Danny Cadogan, a sus catorce años, tiene que abrirse camino en un mundo violento y peligroso. Debe proteger a su madre y a sus hermanos, después de que los haya abandonado su padre a las iras de los acreedores. Danny, en compañía de su inteligente amigo de infancia Michael Miles, se va a convertir con los años en uno de los más temidos capos del Smoke que llegará a extender sus negocios de tráfico de drogas y de armas hasta España. Sin embargo, el carácter despiadado de Danny no sólo se impone en las calles londinenses, sino también en el hogar familiar, condenando a una vida torturada a su mujer, Mary, y a sus hijas.

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Empezó a llorar, derramando lágrimas como puños. Su hermosa voz sonaba distorsionada por el dolor y sus mejillas estaban encendidas por la angustia.

– Yo quiero estar con mi mamá, no con esa mujer. Por favor, papá, llévanos a casa.

Danny asintió y las llevó hasta el coche sin pronunciar palabra. Las colocó en el asiento trasero y les puso los cinturones de seguridad. Las dos niñas estaban calladas, con el rostro tenso y la mirada llena de miedo y preocupación. Danny se sentó en el asiento del conductor, pero no arrancó el coche. Con toda la amabilidad que pudo, les preguntó:

– Preferís estar con vuestra madre que conmigo, ¿verdad que sí?

Leona había contestado preguntas como ésa desde que nació y sabía jugar tan bien a ese juego que le podrían haber dado un diploma.

– No es eso y tú lo sabes. Sólo queremos ir a nuestra casa y estar con nuestra mamá y con nuestro papá, pero no con esa mujer ni con ninguna otra. Nosotros tenemos una madre y la queremos como te queremos a ti.

Danny arrancó y las llevó directamente a ver a su madre. Las miraba por el espejo retrovisor y vio que intercambiaban miradas de alivio. La manera en que ambas se agarraban de la mano lo dejó impresionado. Se quedó maravillado por esa lealtad y ese lazo de unión que existía no sólo entre las dos, sino también con la mujer que las había engendrado. Por mucho que quisiera acabar con esa relación, sería imposible. Al menos, mientras la necesitasen y la quisiesen hasta ese extremo.

El trayecto hasta su casa lo hicieron en silencio y, cuando las vio correr en dirección a su madre y estrecharla entre sus brazos, se quedó maravillado del lazo de unión que existe entre una madre y sus hijos, por muy mala que sea la madre.

Michelle le había dado un hijo, un hijo al que no quería en absoluto, o por lo menos no de la misma manera que quería a sus dos hijas. Al contrario que esas dos niñas, su hijo no le suscitaba el más mínimo sentimiento, ni tampoco los demás hijos que tenía. En realidad, no quería a ninguno de ellos, ni tampoco a sus madres, ni tan siquiera a la encantadora Michelle. No era nada personal, pues era una chica encantadora, pero las chicas encantadoras estaban a la orden del día en su mundo. Después de todo, cuando se había llegado a lo más alto, las chicas feas dejaban de ser una opción. Sin embargo, en su interior sabía que la borracha de su esposa siempre le provocaría un sentimiento que ninguna de sus otras amantes era capaz de despertarle. Eso lo obligó a afrontar una verdad que hasta entonces no había querido admitir, pero que siempre había estado presente en su vida. Ahora, al ver a sus dos hijas tan desesperadas por su compañía, por sus caricias y sus abrazos, se preguntó cómo había logrado que ellas la quisiesen tanto como él. Sí, él la amaba, aunque a su modo y cuando le convenía. Danny se marchó haciendo chirriar los neumáticos y derrapando en la gravilla, llevado por la rabia que empezaba a acumularse en su interior.

Michael y Arnold se encontraban en el pub North Pole en la calle del mismo nombre, en Shepherd's Bush. Estaban celebrando el nuevo puesto de Arnold, y Michael había acudido para darle algunos consejos acerca de su nueva situación dentro de la comunidad, aunque también para reforzar el lazo que se había establecido entre los dos; ambos se aseguraban de que ninguno dejaría al otro fuera de cualquier cuestión que supusiese un beneficio para los dos.

– Donald Hart te ha hecho un favor de los grandes. Hasta Danny Boy está hasta el gorro de Jonjo.

Arnold asintió. Su enorme cabeza, con esas trenzas tan gruesas, parecía demasiado pesada para su cuerpo, a pesar de que le daba un aspecto que atraía las miradas de algunas mujeres que estaban sentadas en el pub. Michael se acomodó en su asiento y las observó. A Danny Boy le sucedía lo mismo. Se quedaban prendadas de él nada más entrar en una habitación. Suponía que se debía a su tamaño, pero él tampoco era un hombre pequeño. La razón estribaba en que a Danny no le costaba en absoluto arrastrar su cuerpo y, además, tenía la ventaja de parecer siempre de cacería. Miraba a las mujeres de tal forma que les hacía pensar que ya les había echado el ojo y que eso podía cambiar sus vidas. Cosa que ocurría, aunque no en la forma que esperaban.

Arnold dio un sorbo a su cerveza negra y sonrió ligeramente.

– Aún no puedo creer que haya sido tan fácil. Pensé que Danny armaría un escándalo y me mandaría al carajo.

Michael negó con la cabeza.

– Una de las razones por las que Danny ha llegado tan lejos es porque jamás respalda a un perdedor. Te puso para que vigilases a su hermano, pero probablemente esté sorprendido de que hayas tardado tanto en quejarte de él. Danny Boy es cualquier cosa menos estúpido. Lo que me preocupa es que de nuevo está mostrando síntomas de andar mal de la cabeza. Le pasa con frecuencia y, cuando se le mete algo entre ceja y ceja, ya no hay quien le pare. Es un aviso que te doy. Si crees que has conocido su peor parte, te diré que hasta ahora no has visto nada.

Arnold suspiró profundamente; miraba a su alrededor, dando gracias a la vida por haberle dado tanto, cuando se hubiese conformado con mucho menos. Tosió y se llevó la mano a la boca como un caballero bien educado. En cierto sentido, había esperado que Michael le dijese algo parecido, pues comprendía perfectamente que deseara tenerlo como aliado. Después de su encontronazo, cuando acusó a Danny Boy de ser un chivato, recibía de buen grado y con suma alegría ese nuevo gesto de amistad. Aquello significaba que por fin era aceptado dentro de la organización Cadogan. Si Michael deseaba tenerlo de su lado, tendría la oportunidad de abrirse camino. En muchos aspectos, era una alianza secreta, ya que ambos sabían que se unirían para ponerse en contra del mismo hombre.

Arnold volvió a asentir. Miró de frente a Michael y levantó el vaso en señal de aceptación, un gesto que daba a entender que comprendía perfectamente lo que esperaba de él, que sabía lo que le estaba pidiendo y que estaba dispuesto a hacer lo necesario para salvaguardar sus vidas.

Todo el mundo sabía que Danny Boy estaba mal de la olla, que su violencia producía el efecto deseado en la mayoría de las personas. Sin embargo, también era sabido que esa misma violencia, cuando era incapaz de controlarla e iba dirigida a cualquiera a quien le hubiese cogido manía, podía ser algún día la causa de su derrocamiento.

Hasta ese momento, Michael había logrado contener los daños, pero cada día resultaba más difícil convencer a las partes implicadas. Danny Boy había eliminado a un poli y eso era algo que no pasarían por alto con facilidad, ni tan siquiera los polis corruptos con los que tenían que bregar a diario. Resultaba imposible tener una empresa de esa magnitud sin la aprobación oculta de las agencias gubernamentales. Todo el mundo necesitaba dinero y eso era precisamente lo que a ellos les sobraba. Desde que habían empezado a trabajar en España ganaban más que una empresa multinacional y vivían bien, aunque no tanto como hubiesen podido. No había necesidad de hacer público su éxito, ni de llamar la atención de Hacienda. Algún día vivirían como reyes y disfrutarían de lo acumulado, pero eso lo tenía planeado para el futuro, cuando ya estuviesen muy lejos de allí y nadie les pudiera hacer el más mínimo daño.

Por desgracia, muchos de los polis que tenían a sueldo tenían la desagradable costumbre de alardear demasiado de lo que ganaban, razón que provocaba que los más pobres y menos extravagantes investigasen sus ganancias. Su ostentosa forma de vivir les causaba muchos problemas y, de vez en cuando, necesitaban que alguien se lo recordase. Un Rolex o un nuevo Mercedes no encajaba en el aparcamiento de una comisaría de policía y, a menos que alguien de su familia hubiese fallecido y le hubiera dejado una fortuna, no había forma de explicar tal cosa. Eso llamaba la atención de todo el mundo y no resultaba beneficioso para los negocios. Por qué no se lo montaban más discretamente era algo que no alcanzaba a comprender. Era como si no pudiesen esperar hasta mejor momento para enseñarles a sus colegas sus posesiones. Colegas que podían ponerlos a buen recaudo por un tiempo. La verdad es que no era muy inteligente de su parte, pero tenían sus manías y, precisamente por ellas, se dejaban sobornar. Michael también comprendía que unas cuantas libras de más alterasen la vida de una persona que jamás se había visto en posesión de tanto dinero. Era normal, además de algo que tenía muy en cuenta antes de reclutar a nadie. El dinero, una bonita suma de dinero, era lo que los llevaba a la perdición y solía ser también la causa de su repentina muerte. Parecía que les quemara los bolsillos y, si no se controlaban y empezaban a despilfarrar, había que meterlos en cintura. Esa repentina riqueza era lo que los convertía en personas ambiciosas, y había observado en muchas ocasiones lo rápido que se gastaban su primera paga y lo muy rápido que volvían a por más. Y lo mucho que estaban dispuestos a hacer con tal de ganarse un par de los grandes. Michael prefería a los jugadores porque jamás tenían el dinero suficiente tiempo como para ir alardeando y, si ganaban, lo apostaban de nuevo a un caballo, a un galgo o en una partida de cartas. Aun así, se estaba convirtiendo en un verdadero problema mantenerlos a todos a raya.

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