Arnold estaba sentado en la mesa de la cocina cuando bajaron las escaleras, pero nadie se sorprendió porque solía llegar a casa justo en el momento en que ellos se iban a la escuela. Era una de sus normas y, por tanto, no era de extrañar.
Arnold miró a su familia y escuchó sus bromas y sus juegos. Sabía que su esposa, su encantadora esposa, se iba a sentir muy desolada en un futuro muy cercano. A él no le importaba lo que dijese Michael, sabía que algo había que hacer y cuanto antes mejor. Cuanto más tardaran en solucionarlo, más difícil sería. La cuestión estribaba en cómo hacerlo para no suscitar las sospechas de Danny Boy.
Danny Boy los borraría a los dos del mapa si llegaba a saber que se habían enterado; acabaría con ellos sin pensárselo y luego continuaría con sus negocios como si nada hubiese sucedido. Ahí estribaba la diferencia, tal como había dicho Michael Miles la noche anterior. A Danny Boy no le preocupaba en absoluto nada ni nadie; algo que se demostraba en el trato que daba a su mujer y a sus hijas.
La lealtad de Michael se había tambaleado porque Danny Boy no jugaba según las reglas, como todo el mundo. A él le gustaba jugar a su manera y con todas las de ganar. Siempre creaba en la gente la ilusión de que podía contar con su lealtad, de que era su aliado. En realidad, no ofrecía nada a menos que obtuviese algo a cambio.
Danny Boy, para colmo, estaba casado con la hermana de Michael y sabía que si Mary se enteraba de lo que pensaban, se pondría del lado de Danny sin dudarlo. En ese aspecto era igual que él; siempre se ponía del lado del ganador. Al menos, eso era lo que Arnold siempre había pensado de ella. Con su perfecta casa, su aspecto impecable, Mary siempre le había parecido irreal, demasiado callada y altanera para su gusto. En lo que se refería a Michael Miles, ella se había convertido en la garantía de su hermano. Mientras estuviese con ella, Michael estaba más allá de toda sospecha, y lo sabía tan bien como Danny Boy.
Pues bien, Arnold no pensaba quedarse con los brazos cruzados y esperar a que ese mamón se chivase de él cuando ya no le fuese útil. Arnold se proponía ser el primero en golpear e iba a hacerlo de inmediato, pues era la única forma de librarse y solucionar el problema. Estaba casado con su hermana, pero eso le importaba un carajo. Danny Boy era como un cáncer que debía ser extirpado lo antes posible.
La noche anterior habían quemado sus naves. La confesión que le había hecho Grey ya resultaba penosa de por sí, pero lo que les había dicho Marsh resultaba increíble. Ahora, además, tenían el problema añadido de ocultar a ese hombre hasta decidir qué hacer. Era un desastre, una ruina, una completa ruina.
Jonjo tomaba su desayuno tranquila y concienzudamente, su madre le había servido más comida y se sentía agradecido por ello. Agradecido por su amabilidad y por su lealtad para con él. Su derrocamiento había sido rápido y espectacular y sabía que tendría que hacer muchos méritos para reparar el daño que había hecho con su arrogancia y su pereza. Su humillación pública estaba en boca de todos y, la verdad, se había ganado demasiados enemigos para que algunos no disfrutasen con ella. En cierto sentido, lo aceptaba, pues a su manera era una persona realista y sabía que no había hecho muchos amigos debido a su mala actitud y su arrogancia.
Ese, sin embargo, era el menor de sus problemas. Ahora lo que tenía que hacer era buscar la forma de ganarse de nuevo a su hermano y sólo podía conseguirlo tratando de hacer las cosas como era debido. Lo primero que intentaría era sacar adelante el club que le había dado: un antro en el que poner papel higiénico ya significaría una mejora. Las strippers eran demasiado viejas para su gusto y estaba decorado como los antiguos restaurantes indios; es decir, moquetas moradas, papel raído y la pintura cayéndose a pedazos. Una reliquia del pasado. Olía a colillas, a cerveza derramada y a desesperanza, y las personas que lo frecuentaban eran jugadores que vivían del subsidio y alardeaban de astucia cada vez que ganaban una apuesta a los caballos. Jonjo estaba decidido a cambiarlo todo; de hecho, tenía algunas ideas para atraer una clientela mejor, pero tendría que esperar hasta que Danny Boy volviese a dirigirle la palabra. El sabía más de lo que la gente pensaba y ahora se había dado cuenta de que saber no implicaba poder. De hecho, como en cierta ocasión le había dicho alguien, saber demasiado puede resultar peligroso.
– ¿Te encuentras bien, hijo?
Jonjo sonrió afablemente a su madre. La verdad era que se había portado muy bien con él últimamente y él hubiera deseado corresponderle. Siempre había permanecido a su lado, pasara lo que pasara, y en varias ocasiones le había dicho que iba por mal camino, pero él la había ignorado, y no sólo eso, la había agredido verbalmente. Ahora se daba cuenta de que era la única amiga que tenía, algo que le deprimía tanto como le agradaba. Deseaba haber aprovechado mejor el tiempo cuando tenía la oportunidad, pero ahora era demasiado tarde para lamentarse. Jonjo, por mucho que lo necesitara para ganarse el sustento, odiaba a Danny Boy por la forma en que le había humillado. Ahora tenía que conservar la calma, pensar bien las cosas y tratar de ganárselo de nuevo.
El padre David Mahoney, como siempre, se alegró de ver a Danny Boy en la iglesia. No llevaba mucho rato allí, pero él conocía la historia de aquel hombre y también sabía que, por mucho que dijesen de él, era un devoto católico. Solía verlo en la misa de las seis de la mañana, solo, susurrando sus rezos en una iglesia en la que era casi el único. Normalmente comulgaba y después se quedaba un rato arrodillado en el banco, rezando en voz baja, con el cuerpo entero en posición de completa sumisión a su Señor. Era una persona anómala, pues dejaba su reputación de hombre duro en la puerta de la iglesia y, una vez dentro, siempre hablaba con voz comedida y respetuosa, especialmente cuando le hacía preguntas sobre la Biblia o le pedía su opinión sobre algo que había leído en ella, como si quisiera comprender la ley de Dios.
A veces se encontraba con otro hombre después de misa y ambos intercambiaban unas palabras. El hombre no era un asiduo asistente a la iglesia, pero ambos parecían conocerse bastante bien. De hecho, a veces los dejaba utilizar la sacristía para que hablasen más íntimamente. Las donaciones de Danny Cadogan eran tan frecuentes y tan generosas que no le parecía oportuno oponerse a tan pequeño favor. Era como si alguien le pidiese utilizar el teléfono, algo que no se le puede negar a un amigo. Aun así, no quería comprometerse y, por eso, jamás se lo había mencionado a nadie.
Cuando Danny se sentó en el banco de delante y levantó los ojos para mirar la cruz del Señor, se sentó a su lado y, poniéndole la mano en el regazo, le dijo:
– Me alegra verte, Danny Boy. ¿Cómo estás? El acento irlandés del padre Mahoney daba una textura de terciopelo a su voz. Su pelo espeso y moreno estaba empezando a encanecer y sus ojos marrones inspiraban una profunda tristeza. Danny Boy sentía aprecio por él, pues lo veía tal como debe ser un sacerdote. Grande, fuerte y amable.
– Bien, padre. Sólo he pasado para rezar un poco. Usted ya sabe que me encanta este lugar, me encanta la paz que me proporciona.
El padre asintió y miró a su alrededor con orgullo.
– Comprendo lo que quieres decir. Yo siento lo mismo. Lo miró a los ojos y, al ver ese vacío que a veces percibía cuando hablaba con él, le preguntó con tristeza:
– ¿De verdad te encuentras bien? Me da la impresión de que estás preocupado.
Danny Boy se echó sobre el respaldo y, mirando de nuevo el crucifijo que estaba encima del altar, respondió con una sonrisa:
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