No sabía todo lo que necesitaba saber acerca de los procedimientos de seguridad -ni mucho menos- pero sí que llegué a averiguar ciertas cosas importantes que me confirmaban lo que Alana me había dicho durante la cena en el hostal.
Había sólo dos vías de entrada y salida a la quinta planta, ambas vigiladas. Para pasar por las primeras puertas, había que poner la tarjeta frente al lector; pero luego había que presentarse ante un guardia que vigilaba desde detrás de una ventana a prueba de balas y comparaba el nombre y la fotografía con los datos de su ordenador antes de abrir la puerta de entrada a la planta principal.
Y ni siquiera entonces estaba uno cerca del Centro de Alta Seguridad C. Antes de llegar a la entrada del área de alta seguridad había que pasar por pasillos equipados con cámaras de circuito cerrado. Luego se entraba a otra zona, equipada no sólo con cámaras sino con detectores de movimiento. En esta entrada no había vigilantes, pero para abrir la puerta era necesario activar un sensor biométrico.
De manera que llegar donde estaba el prototipo Aurora iba a ser grotescamente difícil, por no decir imposible. Pensé que no lograría siquiera pasar el primer punto de control; no podía usar la tarjeta de Alana, como era obvio: nadie me confundiría con ella. Pero una vez entrara en la quinta planta, su tarjeta podía serme útil de otras formas.
El sensor biométrico era aún más complicado. Trion estaba en la vanguardia en la mayoría de tecnologías, y el reconocimiento biométrico -escáner de huellas digitales, lector de manos, identificación de geometría facial, identificación de voz, escáner de iris y de retina- era el éxito del momento en el negocio de la seguridad. Todos los sistemas tienen sus puntos fuertes y sus puntos débiles, pero el escáner de huellas es generalmente considerado el mejor: fiable, no muy quisquilloso ni delicado, poco proclive a rechazar o aceptar por error.
Sobre la pared, fuera del Centro de Alta Seguridad C, había un escáner de huellas Identix.
A última hora de la tarde llamé desde mi teléfono móvil al director asistente del centro de comandancia de seguridad encargado del ala D.
– Hola, George -dije-. Soy Ken Romero, de Network Design, los del equipo de cableado.
Ken Romero era un nombre de verdad, en caso de que George decidiera buscarme en los directorios.
– ¿En qué puedo ayudarle? -dijo el tío.
– Es sólo una llamada de cortesía. Bob quería que os avisara de que haremos un desvío y una actualización del cableado de fibra en la D cinco. Eso será mañana por la mañana.
– Ajá -dijo. Como si dijera: ¿Y a mí qué me cuentas?
– No sé por qué les parece que necesitan fibra L-1000 o un servidor Ultra Dense, pero oye, no es dinero de mi bolsillo, ¿sabes lo que te digo? Supongo que tendrán unas aplicaciones cojonudas, banda ancha y lo que tú quieras, y…
– ¿En qué puedo ayudarle, señor…?
– Romero. En fin, creo que los tíos de la quinta no querían distracciones durante el día, y han pedido que se hiciera a primera hora de la mañana. No pasa nada, pero queríamos que estuvierais prevenidos, claro, porque los trabajos harán saltar los detectores de acceso y de movimiento y todo eso, como entre las cuatro y las cinco de la madrugada.
El director asistente de seguridad parecía aliviado de que no le tocara hacer nada.
– ¿Se refiere a la planta entera? Joder, no puedo cerrar la planta entera sin…
– No, no, no -dije-. Si tenemos suerte mis chicos harán dos o tres cableados, si vieras las pausas que se toman. No, la idea es hacerlo por áreas, a ver, áreas veintidós A y B, me parece. Sólo las secciones internas. En fin, que los tableros se os van a encender como luces de Navidad, ¿sabes lo que te digo?, y probablemente os vais a volver locos, pero quería avisaros…
George soltó un fuerte suspiro.
– Bueno, si sólo es veintidós A y B… supongo que ésos los puedo desactivar…
– Lo que te vaya mejor. Es decir, no es cuestión de que os volváis locos por esto.
– Le daré tres horas si es necesario.
– No creo que necesitemos tres horas, pero mejor que sobre y no que falte, ¿sabes lo que te quiero decir? De todas formas, gracias por la ayuda, tío.
Aquel día, a eso de las siete de la tarde, salí como de costumbre del edificio de Trion y me fui a casa. Esa noche no dormí muy bien.
Poco antes de las cuatro de la madrugada, regresé y aparqué en la calle y no en el parking para que mi reentrada no quedara registrada.
Diez minutos después llegaba una furgoneta: j. j. rankenberg & cía. herramientas, equipos y químicos para limpieza profesional de ventanas desde 1963. Seth conducía en un uniforme azul con una insignia de J. J. Rankenberg en el bolsillo izquierdo.
– Hola, vaquero -dijo.
– ¿J. J. te ha dejado todo esto?
– El viejo está muerto -dijo Seth. Estaba fumando, y eso me dio la medida de su nerviosismo-. Tuve que tratar con Junior.
Me entregó un mono azul y me lo puse sobre el polo y los pantalones de dril, lo cual no fue fácil en la vieja furgoneta Isuzu. Hedía a gasolina derramada.
– Yo creía que Junior te detestaba.
Seth levantó la mano izquierda y se frotó el pulgar y el índice: todo por la pasta.
– Alquiler de corto plazo para un trabajito en la compañía del padre de mi novia.
– Tú no tienes novia.
– Lo único que le importaba era no tener que registrar el ingreso. Qué, tío, ¿nos vamos de marcha?
– Tú dale a «enviar».
Señalé la entrada de servicio del ala D y Seth llevó la furgoneta. El vigilante nocturno de la cabina miró una hoja de papel, encontró el nombre de la compañía en la lista de admisiones.
Seth aparcó la furgoneta en el muelle de carga del nivel inferior y sacamos las bolsas de nailon llenas de herramientas, las escobillas de goma Ettore y los cubos verdes, las extensiones de cuatro metros, las botellas de plástico llenas de limpiacristales color amarillo orina, las cuerdas y los ganchos y la silla y las poleas Jumar. Había olvidado cuánta basura necesitaba este trabajo.
Le di al gran botón redondo de acero que había junto a la puerta de acero del parking y un par de segundos después la puerta comenzó a abrirse. Un guardia de seguridad panzón, demacrado y bigotudo se acercó con una carpeta con sujetapapeles.
– ¿Necesitáis ayuda? -dijo, aunque en el fondo no quería ayudar a nadie.
– No, todo bien -dije-. ¿Nos puede mostrar cómo se llega al ascensor de carga?
– Ahora mismo -dijo. Se quedó ahí, con su carpeta (no parecía escribir nada en ella, simplemente la sostenía para que supiéramos quién mandaba), viendo cómo forcejeábamos con nuestros equipos-. ¿De verdad limpiáis ventanas de noche? -dijo mientras nos acompañaba al ascensor.
– La mayoría de las veces las limpiamos mejor de noche -dijo Seth.
– No sé por qué la gente se pone tan quisquillosa si los miramos por la ventana mientras trabajan -dije.
– Sí -dijo Seth-, ésa es nuestra principal fuente de entretenimiento. Asustar a la gente. Provocarles infartos a esos oficinistas.
El guardia se rió.
– Dadle a la R -dijo-. Si la puerta de acceso a la azotea no está abierta, arriba debe haber alguien. Se llama Oscar, creo.
– Vale -dije.
Cuando llegamos a la azotea, recordé por qué odiaba tanto limpiar ventanas altas. El edificio de Trion sólo tenía ocho plantas -apenas unos treinta metros de altura-, pero allá arriba, y en medio de la noche, me sentía como si estuviéramos en el Empire State. El viento nos azotaba, el aire era frío y húmedo, y había un ruido de tráfico distante aun a esas horas de la noche.
El guardia de seguridad, Oscar Fernández (según su chapa), era un tipo bajito vestido con un uniforme de seguridad azul marino -Trion tenía su propio personal de seguridad, no traía gente de fuera- con un radioteléfono emisor-receptor que le colgaba del cinturón y emitía graznidos de estática y voces enredadas. Nos recibió en el ascensor de carga, y mientras descargábamos nuestras cosas se quedó allí, de pie, cambiando de pose, y luego nos llevó a la escalera de acceso a la azotea.
Читать дальше