– Puede que sí, no lo sé. Me habla de muchas cosas.
– No es algo que se olvide. De todas formas, está ocupando todo mi tiempo. Una cosa absorbente, la verdad. Noche y día.
– No tanto -dije-. Has tenido tiempo para dos citas conmigo y te has tomado esta noche libre.
– Y pagaré por ello mañana y el domingo.
El atareado camarero se presentó finalmente con una botella de vino blanco. Le señalé su error, se disculpó profusamente y fue a buscar la botella correcta.
– ¿Por qué no quisiste hablar conmigo en la barbacoa de Goddard? -pregunté.
Me miró incrédula, abriendo sus ojos azul zafiro.
– Lo del manual de Recursos Humanos iba en serio, ¿sabes? Las relaciones entre empleados no están bien vistas, así que debemos ser discretos. La gente es muy cotilla. Les encanta hablar, especialmente de quién se tira a quién. Y si después pasa algo…
– Como una ruptura, por ejemplo.
– Como lo que sea. Es una situación incómoda para todo el mundo.
La conversación empezaba a tomar un cariz que no deseaba. Traté de enderezarla.
– Me imagino entonces que no puedo ir a verte por sorpresa un día. Presentarme en la quinta planta sin ser anunciado y con un ramo de azucenas.
– Ya te lo he dicho, no te dejarían pasar.
– Creía que mi tarjeta me daba acceso a todo el edificio.
– Tal vez a la mayor parte, pero no a la quinta planta.
– ¿Quieres decir que tú puedes ir a la planta ejecutiva pero yo no puedo ir a la tuya?
Se encogió de hombros.
– ¿Tienes tu tarjeta aquí? -dije.
– Me han entrenado para no ir al lavabo sin ella.
La sacó de su pequeño bolso negro y me la enseñó rápidamente. Estaba atada a un llavero con un manojo de llaves. La cogí juguetonamente.
– No es tan mala como una foto de pasaporte -dije-. Pero yo no presentaría esta foto a una agencia de modelos.
Inspeccioné la tarjeta. Tenía los mismos elementos que la mía, el holograma 3-D de Trion que cambiaba de color cuando le daba la luz, el mismo fondo azul pálido con la leyenda trion systems impresa por todas partes en letras diminutas y blancas. La diferencia básica parecía ser que la de ella tenía una franja blanca y roja en el anverso.
– Te muestro la mía si me muestras la tuya -dijo.
Saqué mi tarjeta del bolsillo y se la entregué. La diferencia básica era el pequeño chip que había dentro. El chip contenía información que podía abrir una puerta (o podía no hacerlo). La tarjeta de Alana le permitía entrar en la quinta planta, y además a todas las entradas principales, el parking, por ejemplo.
– Pareces un animal a punto de ser sacrificado -se rió.
– Creo que el primer día me sentía como si lo fuera.
– No sabía que el número de empleados llegaba tan alto.
La franja roja y blanca de su tarjeta debía ser para la identificación visual. Lo cual quería decir que debía de haber por lo menos un puesto de control adicional después de haber pasado la tarjeta por el lector. Alguien tenía que permitirte el paso. Eso lo hacía todo mucho más difícil.
– Debe ser un rollo cada vez que sales para ir a comer, o para ir al gimnasio.
Se encogió de hombros.
– No tanto. Poco a poco te van reconociendo.
Ya, pensé. Ése es el problema. No se puede entrar a menos que el chip contenido en tu tarjeta de acceso haya sido adecuadamente codificado, y después de haber entrado en la planta hay que pasar junto a un guardia para el reconocimiento visual.
– Al menos no te hacen pasar por toda esa mierda biométrica -dije-. En Wyatt teníamos que hacerlo. Ya sabes, el escáner de huellas digitales, ¿no? Un amigo de Intel tenía que pasar por un escáner de retina cada día, y de repente empezó a necesitar gafas.
Esto era una completa mentira, pero llamó su atención. Me miró con una mueca curiosa, sin saber si estaba bromeando.
– No, lo de las gafas es una broma -dije-. Pero mi amigo estaba convencido de que el escáner le iba a echar a perder la vista.
– Hay un área interna con biométrica -dijo Alana-, pero allí sólo entran los ingenieros. Es donde trabajan con el prototipo. Yo sólo tengo que lidiar con Barney y Chet, los pobres guardias que tienen que sentarse en la cabina.
– No puede ser más ridículo de lo que era en Wyatt durante las primeras etapas del Lucid -dije-. Nos obligaban a pasar por una especie de ritual de intercambio en el que le entregabas tu tarjeta al guardia y él te daba otra para moverte por la planta. -Estaba actuando, por supuesto, repitiendo como una cotorra algo que Meacham me había contado una vez-. Y digamos que has dejado los faros del coche encendidos, o que has olvidado algo en el maletero, o que quieres bajar a la cafetería por una pasta o algo así…
Negó con la cabeza, resopló suavemente. Había perdido el poco interés que tenía en las complejidades del sistema de acceso al trabajo. Yo, en cambio, quería sacarle más información. ¿Tienes que entregarle tu identificación al guardia, o sólo mostrársela? Si había que entregársela, el riesgo de que una tarjeta falsa fuera descubierta era mayor. ¿Se hace menos estricto el escrutinio por la noche? ¿A primera hora de la mañana?
– Oye -dijo-. No has tocado el vino. ¿No te ha gustado?
Hundí las yemas de dos dedos en el vaso.
– Exquisito -dije.
Este pequeño acto de tontería masculina adolescente y estúpida la hizo reír a carcajadas. Los ojos se le achicaron hasta volverse meras hendiduras. Algunas mujeres -la mayoría de las mujeres- habrían pedido la cuenta en ese instante. Alana no era una de ellas.
Me gustaba. Ya lo creo que me gustaba.
Después de cenar, ambos nos sentíamos llenos y un poco mareados de tanto vino. La verdad es que Alana parecía más borracha que yo. Se echó de espaldas sobre la cama crujiente, con los brazos abiertos como para abrazar la habitación entera, el hostal, la noche, lo que fuera. Para mí, era el momento de seguirla a la cama. Pero no podía hacerlo, no todavía.
– Oye, ¿quieres que te traiga el portátil del coche?
Alana gruñó.
– Ojalá no lo hubieras mencionado. Hoy has hablado demasiado de trabajo, la verdad.
– ¿Por qué no admites de una vez por todas que tú también eres adicta al trabajo? -Hice mi imitación de las reuniones de Alcohólicos Anónimos-. «Hola, mi nombre es Alana y soy adicta al trabajo.» «¡Hola, Alana!»
Ella sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco.
– El primer paso es siempre admitir tu impotencia frente a la adicción. En fin, me he dejado algo en el coche, así que bajaré de todas formas. -Alargué la mano-. ¿Llaves?
Alana estaba recostada en la cama, y parecía demasiado cómoda para moverse.
– Mmm. Vale, vale -dijo con reticencia-. Gracias -dio una vuelta para llegar al borde de la cama, sacó las llaves del bolso y me entregó el llavero pavoneándose con gesto dramático-. No tardes, ¿vale?
En ese momento, el aparcamiento estaba desierto y oscuro. Miré hacia el hotel, a unos treinta metros de donde yo estaba, y confirmé que nuestra habitación no diera al parking. Alana no podía verme.
Abrí el maletero del Miata y encontré la bolsa en que llevaba el ordenador, una mochila de nailon gris y textura entre franela y mohair. No era mentira: me había dejado algo en el coche, una pequeña cartera. No había nada más de particular interés en el maletero, así que me eché la mochila y la cartera al hombro y subí al coche.
Miré otra vez hacia la posada. No venía nadie.
Aun así, dejé la luz del interior apagada y traté de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Así llamaría menos la atención.
Me sentía fatal, pero tenía que enfrentarme a mi situación con un poco de realismo. Realmente no tenía opción. Alana era mi mejor manera de entrar en Aurora, y ahora estaba obligado a hacerlo. Era la única forma de salvarme.
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