Nunca había estado en el bufete de abogados donde Seth trabajaba o fingía trabajar. Ocupaba cuatro plantas de uno de esos rascacielos del centro, y tenía todos los símbolos del éxito que la gente espera de una lujosa firma de abogados: paredes de caoba, caras alfombras orientales, arte moderno en lienzos gigantes, y mucho cristal.
Seth nos consiguió una cita con su jefe a primera hora de la mañana. El jefe era un socio mayoritario del bufete llamado Howard Shapiro, especializado en trabajos de defensa penal, que había sido fiscal general en otra época. Shapiro era un tipo bajito, regordete y calvo; llevaba gafas redondas y negras y tenía una voz aguda. Hablaba a ráfagas, lleno de una energía frenética. Constantemente me interrumpía, picándome para que terminara mi relato y mirándose el reloj. Tomaba notas en un bloc amarillo. De vez en cuando me lanzaba miradas cautelosas, intrigadas, como si tratara de averiguar algo, pero la mayor parte del tiempo no reaccionaba a lo que le decía. Seth, como un preso liberado por buena conducta, simplemente callaba.
– ¿Quién le ha pegado? -dijo Shapiro.
– Los tipos de Seguridad de Wyatt.
Tomó nota.
– ¿Fue cuando le dijo que abandonaría?
– Antes. Dejé de devolverles las llamadas, de contestar a sus mensajes.
– Y quisieron darle una lección, ¿eh?
– Supongo que sí.
– Permítame que le haga una pregunta, y dígame la verdad. Digamos que le consigue a Wyatt lo que quiere, ese chip o como se llame. ¿No cree que le dejará en paz?
– Lo dudo.
– ¿Cree que seguirán presionándolo?
– Es lo más probable.
– ¿Y no teme que todo esto pueda explotarle en la cara?
– Lo he pensado. Sé que los de Trion están realmente cabreados por el fracaso de la adquisición. Es probable que haya alguna especie de investigación, y quién sabe lo que ocurrirá. Además, el director de servicios financieros me vio con Wyatt.
– ¿En casa de Wyatt?
– No. En un restaurante.
– Mala cosa. ¿Y eso ha tenido consecuencias?
– La verdad, no.
– Bien. Tengo malas noticias para usted, Adam. Detesto tener que decírselo, pero usted es una mera herramienta.
Seth sonrió.
– Lo sé.
– Eso significa: o da el primer golpe, o está perdido.
– ¿Cómo?
– Digamos que todo estalla y lo cogen. No es improbable. Si usted queda a merced de un tribunal, pero lo hace sin cooperar, su destino es la cárcel, así de simple. Se lo garantizo.
Me sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Seth hizo una mueca de dolor.
– En ese caso, cooperaría.
– Demasiado tarde. Nadie va a ponérselo fácil. Además, usted es la única prueba contra Wyatt. En cambio, apuesto que Wyatt tiene miles de pruebas contra usted.
– ¿Qué sugiere?
– O va usted a por ellos, o ellos irán a por usted. Tengo un amigo en la Fiscalía General, un tipo de confianza. Wyatt es un pez gordo. Usted puede servírselo en bandeja de plata. El fiscal estaría muy interesado.
– ¿Cómo sé que su amigo no va a detenerme y encarcelarme a mí también?
– Le haré una oferta. Lo llamaré y le diré: tengo algo que puede interesarte. No te daré nombres. Si no negocias con mi chico, le diré, no le pondrás los ojos encima. Si quieres negociar, será en sesión de Reina por un día.
– ¿Qué es «Reina por un día»?
– Es así: vamos a verlo, nos sentamos con el fiscal y un agente. Nada de lo que se diga en esa sesión puede ser usado en su contra.
Miré a Seth, levanté las cejas y enseguida le dije a Shapiro:
– ¿Me está diciendo que podría quedar libre?
Shapiro negó.
– Gracias a su bromita en Wyatt, la fiesta de jubilación del tío del área de carga, tendremos que pensar en declararnos culpables de algo. Usted es un testigo untado, y el fiscal tendrá que demostrar que no ha salido indemne. No será absuelto completamente.
– ¿Algo más grave que un delito menor?
– Podría ser libertad condicional, o algo entre libertad condicional y delito grave, o entre delito grave y seis meses.
– De cárcel -dije.
Shapiro asintió.
– Y eso si están dispuestos a negociar -dije.
– Correcto. Mire, seamos francos, usted está con la mierda al cuello. La ley de Espionaje Económico de 1996 incluyó el hurto de secretos industriales entre los delitos federales. Podrían caerle diez años de cárcel.
– ¿Y Wyatt?
– ¿Si lo cogen? Bajo los Parámetros Penales Federales, el juez debe tener en cuenta el papel del acusado en el delito. Si uno es el instigador, el nivel del delito se incrementa en dos niveles.
– Así que le darán más duro.
– Exactamente. Además, usted no se benefició materialmente del espionaje, ¿correcto?
– Correcto -dije-. Me pagaron, eso sí.
– El sueldo en Trion, que recibió por el trabajo realizado en Trion.
Tartamudeé.
– Bueno, Wyatt siguió pagándome mediante una cuenta secreta.
Shapiro me miró fijamente.
– Eso es grave, ¿verdad?
– Es grave -dijo.
– Con razón aceptaron tan fácilmente -gruñí, más para mí que para él.
– Sí -dijo Shapiro-. Usted mismo se ha puesto el anzuelo. Bueno, ¿quiere que haga esa llamada o no?
Miré a Seth; él asintió. No parecía haber otra opción.
– ¿Por qué no me esperan fuera? -dijo Shapiro.
Nos sentamos en silencio en la sala de espera del despacho. Yo era un manojo de nervios. Llamé a Trion y le pedí a Jocelyn que aplazara un par de citas.
Después me quedé un rato pensando.
– ¿Sabes? -le dije a Seth-, lo peor de todo esto es que le di a Wyatt las llaves para que nos robara hasta el último centavo. Ya nos ha arruinado la gran adquisición, y ahora nos va a joder completamente, y es culpa mía.
Seth me miró un largo rato.
– ¿Quién es «nos»?
– Trion.
Negó con la cabeza.
– Tú no eres Trion. Constantemente dices «nosotros» cuando te refieres a Trion.
– Son lapsus -dije.
– No lo creo. Quiero que agarres una barra de jabón ahora mismo, una barra de ese jabón francés de diez dólares la unidad que seguramente usas, y escribas en el espejo del lavabo: «Yo no soy Trion, y Trion no soy yo.»
– Basta -dije-. Pareces mi padre.
– ¿Se te ha pasado por la cabeza que tal vez tu padre no estuviera siempre equivocado? Como los relojes estropeados, que dan la hora correcta dos veces al día. ¿No crees?
– Vete a la mierda.
En ese momento se abrió la puerta y Howard Shapiro estaba allí, de pie.
– No se levante -dijo. En su cara se veía que las cosas no habían marchado bien.
– ¿Qué ha dicho su amigo? -pregunté.
– A mi amigo lo han transferido al Departamento de Justicia. Su sustituto es un cabronazo.
– ¿Hasta qué punto? -pregunté.
– Me ha dicho: «¿Por qué no os declaráis culpables, y veremos qué pasa?»
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Quiere decir que usted se declara culpable en privado y nadie se entera de ello.
– No comprendo.
– Si usted le da buenas pruebas, él está dispuesto a darle a cambio un Cinco-K. Cinco-K es la carta que escribe el fiscal al juez pidiéndole que se aparte de los Parámetros Penales.
– ¿Y el juez está obligado a hacer lo que el fiscal le pide?
– Por supuesto que no. Además, no hay ninguna garantía de que este cabronazo le escriba una Cinco-K verdaderamente buena. Francamente, no confío en él.
– ¿Cuál es su definición de «buenas pruebas»?
– Quiere que introduzca un agente secreto.
– ¿Un agente secreto? -dije-. ¡Eso es una locura! Wyatt se daría cuenta. Sólo se reúne conmigo. El tío no es idiota.
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