Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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Rápidamente abrí la mochila, saqué el portátil y lo encendí. El interior del coche se volvió azul por la luz de la pantalla. Mientras esperaba a que se iniciara, abrí la cartera y saqué un botiquín azul de primeros auxilios.

Dentro, en lugar de tiritas y cosas así, había varias cajitas de plástico. Cada una contenía un poco de cera blanda.

En la luz azul del interior miré las llaves. Algunas parecían prometedoras. Quizás alguna abriera los archivadores del proyecto Aurora.

Presioné las llaves contra la cera, una por una. Había practicado esta técnica varias veces con uno de los chicos de Meacham, y ahora me alegraba de haberlo hecho, porque tardé un rato hasta hacerlo bien. Ahora la ventana de la contraseña parpadeaba desde la pantalla.

Mierda. No todo el mundo protegía con contraseña su ordenador portátil. En fin, al menos no habría perdido el tiempo al bajar: de la cartera saqué el lector pcProx en miniatura que Meacham me había dado y lo conecté a mi agenda digital. Pulsé el botón de encendido y pasé la tarjeta de Alana.

El pequeño aparato acababa de capturar la información de la tarjeta de Alana y la había grabado en mi agenda.

Hasta mejor sería que su ordenador estuviera protegido. El tiempo que podía pasar en el parking, sin que ella se preguntara adónde diablos había ido, tenía un límite. Antes de apagar el ordenador, sólo por divertirme, tecleé algunas de las contraseñas usuales: su fecha de nacimiento, que había memorizado; los primeros seis dígitos de su número de empleado. Nada ocurrió. Tecleé alana y la ventana desapareció, y surgió una pantalla simple y sin adornos.

Joder, qué fácil. Había conseguido entrar. ¿Y ahora qué? ¿Cuánto tiempo más podía arriesgarme? Pero ¿cómo podía dejar pasar esta oportunidad? Tal vez nunca llegaría a repetirse.

Alana era una persona extremadamente organizada. Su ordenador estaba dispuesto con una jerarquía clara y lógica. Un directorio se llamaba Aurora.

Allí estaba todo. Bueno, tal vez no todo, pero aquello era una mina de oro de especificaciones técnicas sobre el chip óptico, memorandos de marketing, copias de todos los correos que había enviado y recibido, calendarios de citas, listas de personal con códigos de acceso, incluso planos de la planta…

Había tanto que ni siquiera tuve tiempo de leer todos los nombres de archivo. El ordenador tenía un dispositivo para CD; yo tenía en la cartera unos cuantos discos vírgenes. Cogí uno y lo metí en el ordenador.

Incluso en un ordenador tan veloz como el de Alana, tardé mis buenos cinco minutos en bajar al CD todos los archivos de Aurora. Eso da una idea de cuánta información había.

– ¿Por qué has tardado tanto? -dijo haciendo un mohín.

Se había metido en la cama. Tenía los senos al aire y se veía adormilada. Una balada de Stevie Wonder -Love's in Need of Love- sonaba desde un aparato de CD que Alana debía haber traído.

– No podía encontrar la llave del maletero.

– ¿Un fanático de los coches como tú? Pensé que te habías ido y me habías dejado aquí.

– ¿Acaso te parezco tan estúpido?

– Las apariencias engañan -dijo-. Ven a la cama.

– Nunca hubiera imaginado que eras fan de Stevie Wonder -dije. Y de verdad no lo hubiera adivinado, a juzgar por su colección de mujeres enojadas cantando folk.

– Todavía no me conoces del todo -replicó.

– No, pero dame tiempo -dije. Lo sé todo de ti, pensé y, sin embargo, no sé nada. Yo no soy el único que tiene secretos. Puse el ordenador sobre el escritorio de roble junto al lavabo.

– Ahí está -dije, regresando a la habitación y desvistiéndome-. Por si te sorprende la inspiración o un ataque de ideas brillantes en medio de la noche.

Me acerqué desnudo a la cama. Allí estaba Alana, aquella hermosa mujer, jugando el papel de seductora, cuando en realidad el seductor era yo. Alana no sospechaba mis intenciones, y sentí una oleada de vergüenza mezclada, curiosamente, con un golpe de deseo.

– Ven aquí -dijo ella con un susurro dramático y mirándome a los ojos-. Acabo de tener una idea brillante.

Nos levantamos después de las ocho: excepcionalmente tarde, al menos en el caso de adictos de clase A, ultra-emprendedores como nosotros. Nos quedamos jugueteando un rato en la cama y luego bajamos para tomar un desayuno campestre. Dudo mucho que la gente del campo coma en realidad de esta manera; serían todos obesos: había tajadas de bacon (sólo en los hoteles rurales sirven el bacon en «tajadas»), montículos de maíz, pastelillos de arándanos recién salidos del horno, huevos, torrijas, café con crema de verdad… Alana devoró con ganas, lo cual me sorprendió en una chica tan delgada. Disfruté viéndola comer con tanta voracidad. Era una mujer de apetitos, y eso me gustaba.

Regresamos a la habitación y jugueteamos un rato más en la cama, y luego nos pusimos a hablar. Me propuse no hablar de procedimientos de seguridad ni de tarjetas de acceso. Ella quería que habláramos de la muerte y el funeral de mi padre, y aunque el tema me deprimiera un poco, hablé un buen rato de él. A eso de las once nos fuimos, con reticencia: la cita había terminado.

Creo que ambos queríamos que siguiera y siguiera, pero también queríamos volver a casa, a nuestros propios nidos, y trabajar un poco, volver a la mina y compensar con trabajo esta espléndida noche que habíamos pasado lejos de las obligaciones.

Mientras regresábamos me sorprendí contemplando el camino, los árboles veteados por el sol y el hecho de que acababa de pasar la noche con la mujer más hermosa y graciosa y sexy que jamás había conocido.

¿Dónde diablos me había metido?

Capítulo 82

A mediodía estaba de vuelta en casa, e inmediatamente llamé a Seth.

– Necesitaré más dinero, tío -dijo.

Ya le había dado varios miles de dólares de mi cuenta de Wyatt (o de donde viniera ese dinero). Me sorprendió que ya se lo hubiera gastado.

– No quería perder el tiempo con cosas baratas -dijo-. He conseguido equipos profesionales.

– Supongo que era necesario -dije-, aunque vayamos a usarlos una sola vez.

– ¿Quieres que consiga uniformes?

– Sí.

– ¿Y las tarjetas?

– Estoy en ello -dije.

– ¿Estás nervioso?

Dudé un instante, pensé en mentir para subirle la moral, pero no pude.

– Mucho -dije.

No quería ni pensar en lo que podía ocurrir si las cosas salían mal. Un terreno de primera categoría en medio de mi cerebro estaba ya ocupado por las preocupaciones, obsesionado por volver una y otra vez sobre el plan que se me había ocurrido tras la cita con el jefe de Seth.

Y sin embargo, había otra zona de mi cerebro que simplemente quería fugarse y soñar despierta. Quería pensar en Alana. Pensé en la ironía de la situación entera: la manera en que este calculado plan de seducción me había llevado por un camino inesperado, y la manera en que me sentía recompensado, injustamente, por mi traición.

Oscilaba entre la sensación de mera maldad, de culpa por lo que le estaba haciendo, y la abrumadora sensación de cariño por ella, algo que nunca había sentido. Recordaba pequeños detalles una y otra vez: su manera de cepillarse los dientes, llevándose agua a la boca con la mano en lugar de usar un vaso; la grácil concavidad de su espalda que luego se transformaba en la hendidura del culo, la manera increíblemente sexy que tenía de ponerse pintalabios… Pensaba en su voz aterciopelada, su risa loca, su sentido del humor, su dulzura.

Y pensaba -y esto era de lejos lo más extraño- en nuestro futuro, lo cual normalmente le resulta espantoso a un tío que no ha cumplido los treinta, pero por alguna razón no era ése el caso. No quería perder a esta mujer. Me sentía como si me hubiera detenido en un supermercado para comprar una caja de cervezas y un número de lotería y me hubiera tocado la lotería.

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