– ¿Y qué me dices de un micrófono oculto? -preguntó Seth-. ¿Aceptará un micrófono oculto?
– Soy yo quien no lo aceptará -dije-. Cada vez que estoy en presencia de Wyatt tengo que pasar por un detector de aparatos. Me cogerían, tenlo por seguro.
– No pasa nada -dijo Shapiro-. Nuestro amigo de la Fiscalía no estaría de acuerdo, de todas formas. Sólo negociaremos si usted introduce un agente secreto.
– No lo haré -dije-. Wyatt se daría cuenta. ¿Y qué garantía tengo de que aun así no iría a parar a la cárcel?
– Ninguna -admitió Shapiro-. Ningún fiscal federal le hará una promesa cien por cien segura de que el juez le dará libertad bajo fianza. Pero sea como fuere, el fiscal le ha dado setenta y dos horas para tomar una decisión.
– ¿O qué?
– O pasará lo que tenga que pasar. Si usted no juega con sus reglas, no habrá Reina por un día. Mire, no confían en usted. No lo creen capaz de hacerlo sin ayuda. Y aceptémoslo, tienen la sartén por el mango.
– No necesito setenta y dos horas -dije-. Ya lo he decidido. No juego.
Shapiro me miró con aire extrañado.
– Seguirá trabajando para Wyatt.
– No -dije-. Haré esto a mi manera.
Ahora Shapiro sonreía.
– ¿Y cómo, si puede saberse?
– Pongamos que consigo pruebas verdaderamente concretas contra Wyatt -dije-. Pruebas serias y tangibles de su criminalidad. ¿Podríamos llevar eso al FBI y hacer un trato mejor?
– En teoría, sí, claro.
– Bien -dije-. Creo que prefiero hacerlo por mi cuenta. El único que puede sacarme de esto soy yo.
Seth me enseñó media sonrisa y me puso una mano en el hombro.
– ¿Yo? Y cuando dices yo, ¿no querrás decir nosotros?
Recibí un correo electrónico de Alana en el que me decía que estaba de vuelta, que su viaje a Palo Alto había terminado antes de lo previsto -no me explicó por qué, pero yo ya lo sabía- y que le encantaría verme. La llamé a su casa y hablamos un rato del funeral y de cómo me sentía y todo eso. Le dije que no tenía muchas ganas de hablar de mi padre, y en ese momento ella dijo:
– ¿Sabes que tienes un gran problema con Recursos Humanos?
Se me cortó la respiración.
– ¿Ah, sí?
– Sí, señor. El Manual de Directrices de Personal de Trion prohíbe expresamente los romances entre empleados. El comportamiento sexual inapropiado en el lugar de trabajo afecta seriamente a la efectividad organizacional, a través de su impacto en los participantes y colegas.
Exhalé lentamente.
– Tú no estás en mi cadena de mando. Y de todas formas, opino que hemos sido muy efectivos desde un punto de vista organizacional. Y nuestro comportamiento sexual me pareció muy apropiado. Practicamos la integración horizontal. -Alana rió y le dije-: Sé que ni tú ni yo tenemos tiempo, pero ¿no crees que seremos mejores empleados si nos tomamos una noche libre? Hablo de irnos, salir de la ciudad. Ser espontáneos.
– Interesante, muy interesante -dijo ella-. Sí, me parece que eso daría un fuerte impulso a nuestra productividad.
– Bien. Porque he reservado una habitación para mañana.
– ¿Dónde?
– Ya verás.
– Ah, no. Dime dónde.
– Nada de eso. Será una sorpresa. Como dice a veces nuestro intrépido líder, a veces simplemente hay que subirse al autobús.
Me pasó a buscar en su deportivo Mazda Miata azul, y nos dirigimos a las afueras mientras yo le daba instrucciones. En los silencios volvía una y otra vez a lo que estaba a punto de hacer. Alana me gustaba: ése era el problema. Y ahora la iba a utilizar para salvar el pellejo. Sí, por esto sí que iría al infierno.
El trayecto duró cuarenta y cinco minutos por una carretera de tráfico pesado que pasaba entre centros comerciales idénticos entre sí, gasolineras y restaurantes de comida rápida, y luego un camino estrecho que serpenteaba a través de un bosque. De pronto, Alana escudriñó mi cara, vio el moretón alrededor de mi ojo y me dijo:
– ¿Qué te ha pasado? ¿Te has metido en una pelea?
– Baloncesto -dije.
– Pensé que no volverías a jugar con Chad.
Sonreí, no dije nada.
Finalmente, llegamos a un hostal grande y laberíntico, un edificio rural de listones de madera blanca y persianas verde oscuro. El aire era fresco y fragante, se podía oír el canto de los pájaros, pero no el tráfico.
– Oye -dijo, quitándose las gafas-. Qué bien. Se supone que este sitio es excelente. ¿Traes aquí a todas tus chicas?
– Es la primera vez que vengo -dije-. Leí un artículo, y parecía el mejor escondite. -Rodeé con el brazo su angosta cintura y le di un beso-. Te ayudo con las maletas.
– Sólo hay una -dijo-. Viajo ligera de equipaje.
Llevé nuestras maletas a la puerta principal. El interior olía a fuego de leña y a sirope de arce. La pareja de dueños que administraban el lugar nos saludaron como si fuéramos viejos amigos.
Nuestra habitación era muy agradable, muy de hostal de campo. Había una cama enorme con cuatro columnas y un dosel, tapetes trenzados, cortinas de cretona. La cama estaba frente a una inmensa chimenea de ladrillo que evidentemente había sido muy usada. Los muebles eran todos antigüedades desvencijadas que me ponían nervioso. Había un baúl de capitán al pie de la cama. El baño era enorme; en el medio había una vieja bañera de hierro con patas de garra. Era muy bonita, pero si querías ducharte tenías que ponerte de pie y sostener con la mano el teléfono de la ducha y rociarte como si lavaras a un perro, tratando todo el rato de no mojar demasiado el suelo. El baño daba a una pequeña sala de estar que a su vez daba a la habitación; la sala estaba amueblada con un escritorio de roble y una mesa desvencijada sobre la cual había un viejo teléfono.
La cama chirriaba y crujía: de eso nos dimos cuenta cuando nos acostamos, es decir, tan pronto como el hostalero se hubo marchado.
– Dios mío, imagínate lo que esta cama ha llegado a ver -dije.
– Mucha cretona -dijo Alana-. Me recuerda la casa de mi abuela.
– ¿Es tan grande como este lugar?
Asintió sólo una vez.
– Es muy acogedor. Qué gran idea, Adam. -Me metió una mano fría debajo de la camisa, me acarició el vientre y luego la movió un poco más al sur-. ¿Qué me decías sobre integración horizontal?
Cuando bajamos a cenar, un fuego generoso ardía en la chimenea del comedor. Había unas diez o doce parejas ya sentadas, casi todas mayores que nosotros.
Pedí un Burdeos bastante caro, y las palabras de Jock Goddard me resonaron en la cabeza: «Antes bebías Budweiser, ahora tomas sorbos de Pauillac Gran Reserva.»
El servicio era lento: parecía haber un solo camarero para todo el comedor, un tío del Oriente Medio que apenas hablaba inglés, pero eso no me molestó. Ambos, Alana y yo, estábamos en la gloria, flotando en una especie de subidón poscoital.
– Has traído tu ordenador -dije-. Lo he visto en el maletero.
Sonrió tímidamente.
– Lo llevo a todas partes.
– ¿Estás encadenada al trabajo? -pregunté-. ¿Busca, móvil, correo electrónico, esas cosas?
– ¿No lo estás tú también?
– Lo bueno de tener sólo un jefe -dije-, es que reduce un poco todo eso.
– Pues tienes suerte. Yo tengo seis superiores directos y un grupo de ingenieros arrogantes con los que lidiar. Más una fecha límite muy importante.
– ¿Qué fecha límite?
Hizo una pausa.
– La semana que viene se hace la presentación.
– ¿Vais a lanzar un producto?
Negó con la cabeza.
– Es una presentación. Un anuncio público importante, la presentación del prototipo de lo que hemos estado desarrollando últimamente. Quiero decir que es algo grande. ¿Goddard no te ha hablado de esto?
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