La acción parecía suceder al otro lado de la casa, en el prado trasero que descendía paulatinamente hacia el muelle de madera del lago. Allí la multitud era más densa. Busqué un rostro conocido y no encontré a nadie. Entonces se me acercó una mujer corpulenta vestida con un caftán color burdeos, de unos sesenta años, rostro muy arrugado y pelo blanco.
– Parece perdido -me dijo amablemente. Tenía la voz ronca y profunda y un rostro tan erosionado y pintoresco como la casa.
Supe de inmediato que era la mujer de Goddard. Era tan hospitalaria como decía su reputación. Mordden tenía razón: en verdad parecía un cachorro shar-pei.
– Soy Margaret Goddard. Y usted debe de ser Adam.
Le di la mano, halagado por el hecho de que me hubiera reconocido, hasta que recordé que llevaba mi nombre pegado en el polo.
– Mucho gusto, señora Goddard -dije.
No me corrigió, no me pidió que la llamara Margaret.
– Jock me ha hablado mucho de usted -dijo. Sostuvo mi mano en la suya durante un largo rato y asintió, abriendo sus pequeños ojos marrones. A menos que fueran imaginaciones mías, parecía haberle causado buena impresión. Se me acercó-. Mi marido es un viejo cínico. Nadie lo impresiona fácilmente. Así que usted debe de ser bueno.
La parte trasera de la casa estaba rodeada por un porche. Pasé junto a un par de parrillas Cajun grandes y negras y llenas de brasas que soltaban columnas de humo. Un par de chicas con delantal blanco se encargaban de las hamburguesas, los filetes y el pollo. Habían puesto una barra cerca de allí, cubierta con un mantel de lino blanco, donde un par de muchachos de edad universitaria servían sodas y cervezas en vasos de plástico. En otra mesa, un chico se dedicaba a abrir ostras y disponerlas sobre un lecho de hielo.
A medida que me acercaba a la veranda comenzaba a reconocer a la gente, la mayoría ejecutivos de alto rango de Trion con sus mujeres y niños. Nancy Schwartz, vicepresidente senior de la Unidad de Soluciones Empresariales, una mujer pequeña, morena, de aspecto preocupado, que llevaba la camiseta fosforescente de los Juegos Empresariales del año pasado, jugaba un partido de croquet con Rick Durant, el jefe de marketing, un tío alto, esbelto y bronceado con el pelo peinado con secador. Ambos parecían tristes. Flo, la asistente de Goddard, vestida con un muumuu hawaiano de seda, floral y dramático, se pavoneaba por allí como si fuese ella la verdadera anfitriona.
En ese momento vi a Alana: piernas largas y bronceadas bajo unos shorts blancos. Ella me vio al mismo tiempo y los ojos se le iluminaron. Pareció sorprendida. Sonrió y me saludó con la mano, furtivamente, y luego se dio la vuelta. ¿Qué quería decir aquello, si es que quería decir algo? Tal vez Alana prefería mantener nuestra relación en la mayor discreción, el viejo mandato de no pescar desde el muelle de la empresa.
Pasé junto a mi antiguo jefe, Tom Lundgren, que vestía una de esas horribles camisetas de golf a rayas grises y rosa claro. Tenía una botella de agua en la mano y le iba quitando la etiqueta nerviosamente, formando una espiral perfecta, mientras escuchaba, con una mueca fija en la cara, lo que decía una atractiva mujer negra que debía de ser Audrey Bethune, vicepresidente y directora del equipo Guru. Detrás de él, a pocos pasos, estaba una mujer que tomé por su esposa, vestida con la misma ropa de golf y con el rostro casi tan rojo e irritado como el de Lundgren. Un niño desgarbado estaba tirándola del codo y pidiéndole algo con una vocecita chillona.
A menos de veinte metros estaba Goddard, riendo en compañía de un pequeño grupo de tíos que me parecieron conocidos. Bebía de una botella de cerveza y llevaba una camisa azul arremangada con botones en el cuello, un par de caquis bien planchados con vuelta, un cinturón de tela azul marino con ballenas y un par de gastados mocasines marrones. El supremo barón de los pijos campestres. Una niña pequeña se le acercó corriendo, y él se inclinó y por arte de magia le sacó una moneda de la oreja. Ella chilló de sorpresa, y él le entregó la moneda; la niña se fue corriendo, lanzando chillidos de entusiasmo.
Goddard dijo algo más, y su audiencia rió como si se tratara de Jay Leno y Richard Pryor y Rodney Dangerfield, todos en uno. A un lado estaba Paul Camilletti, en vaqueros desteñidos y bien planchados y camisa blanca de botones en el cuello, también arremangada. Él sí que había recibido el memorando sobre vestimenta adecuada; a mí, en cambio, no me había llegado: yo llevaba unos shorts caquis y un polo.
Frente a él estaba Jim Colvin, el director de operaciones, con sus blancuzcas piernas bajo un par de bermudas grises. Aquello era un verdadero desfile de modas. Goddard levantó la cara, me hizo una seña y me invitó a acercarme.
Cuando comencé a caminar hacia él, alguien salió de la nada y me agarró por el brazo. Nora Sommers, vestida con una blusa de tejido rosa y cuello levantado y unos shorts caquis demasiado grandes para ella, parecía feliz de verme.
– ¡Adam! -exclamó-. ¡Qué bueno verlo aquí! ¿No es maravilloso este lugar?
Asentí, sonreí educadamente.
– ¿Ha venido su hija? -le pregunté.
Nora se sintió de repente incómoda.
– Megan está pasando por una etapa difícil, pobre chica. Nunca quiere estar conmigo. -Curioso, pensé: yo estoy pasando por la misma etapa-. Prefiere montar a caballo con su padre que perder la tarde con su madre y sus aburridos compañeros de trabajo.
Asentí.
– Discúlpeme…
– ¿Ha tenido oportunidad de ver la colección de coches de Jock? Está allá, en el garaje. -Señaló una construcción parecida a un establo que había al otro lado del prado, a unos cien metros de allí-. Tiene que verlos. ¡Son maravillosos!
– Lo haré, gracias -dije, y di un paso hacia el grupito de Goddard.
Nora se aferró a mi brazo con más fuerza.
– Adam, quería decirle que me ha alegrado mucho su éxito. Habla muy bien de Jock el que haya decidido jugársela con usted, ¿no? Confiar en usted, ¿no? ¡Me alegro tanto por usted! -le di las gracias amablemente y liberé el brazo de su garra.
Llegué a donde estaba Goddard y me quedé educadamente a un lado hasta que él me vio y me pidió que me acercara. Me presentó a Stuart Lurie, ejecutivo a cargo de «Soluciones Empresariales», que me dijo «¿Qué tal, tío?», y me dio un apretón estilo soul. Era un tío muy bien parecido de unos cuarenta años, prematuramente calvo y rasurado a ambos lados de la cabeza de manera que pareciera deliberado y guay.
– Adam es el futuro de Trion -dijo Goddard.
– Ey, ¡qué gusto ver el futuro! -dijo Lurie con un toque leve de sarcasmo-. No irás a sacar una moneda de su oreja, Jock, ¿o sí?
– No es necesario -dijo Jock-. Adam siempre anda sacándose conejos del sombrero, ¿no es verdad, Adam? -Goddard me rodeó con el brazo, un gesto incómodo dado que yo era mucho más alto-. Venga conmigo -dijo en voz baja.
Me guió a través del porche.
– Dentro de un rato haré mi pequeña ceremonia tradicional -dijo mientras subíamos los escalones de madera-. Reparto pequeños regalos, cositas tontas, pequeñas bromas, en realidad.
Sonreí, preguntándome al mismo tiempo por qué me estaba contando todo aquello. Cruzamos el porche entre viejos muebles de mimbre y entramos en una especie de vestíbulo y luego en la parte principal de la casa. Los suelos eran de tablones de pino, y chirriaban bajo nuestros pasos. Las paredes estaban todas pintadas de color crema, y todo parecía luminoso y alegre y hogareño, y tenía el olor indescriptible de las casas viejas. Todo parecía confortable y real, parecía vivido. Esta era la casa de un rico sin pretensiones, pensé. Caminamos por un amplio corredor, pasando una sala de estar con una gran chimenea de piedra, luego doblamos la esquina y entramos en un corredor angosto con suelos de baldosa. A ambos lados del corredor, sobre las estanterías, había trofeos y cosas así. Luego entramos a una pequeña habitación flanqueada por libros con una larga mesa de biblioteca en el medio, y sobre ella un ordenador, una impresora y varias cajas de cartón. Era obviamente el estudio de Goddard.
Читать дальше