Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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– ¿Qué sucede?

El mayor tomaba notas sobre una carpeta con sujetapapeles, y el más joven se había inclinado sobre mi ordenador. El mayor (pelo gris, bigote de morsa, gafas sin montura) dijo:

– Seguridad, señor. Su secretaria, la señorita Chang, nos ha hecho pasar.

– ¿Qué ocurre?

– Estamos inspeccionando todos los despachos del séptimo piso, señor. No sé si ha recibido la nota sobre la violación de la seguridad ocurrida en Recursos Humanos.

¿De eso se trataba? Me sentí aliviado. Pero sólo durante un par de segundos. ¿Y si encontraban algo en mi escritorio? ¿Habría dejado parte de mi equipo de espionaje en los cajones del escritorio o del archivador? Me había acostumbrado a no dejar nada allí, pero ¿y si me hubiera olvidado? Había estado tan nervioso en estos últimos días que hubiera podido fácilmente dejar algo por error.

– Genial -dije-. Me alegra que estéis aquí. No habéis encontrado nada, ¿o sí?

Hubo un momento de silencio. El joven levantó la cara pero no respondió. El mayor dijo:

– No, señor, todavía no.

– No es que me considere un blanco potencial -añadí-. No soy tan importante. Quiero decir, ¿no habéis encontrado nada en esta planta, en los despachos de los jefes?

– Se supone que no debemos comentarlo con nadie, pero no, no hemos encontrado nada. Lo cual no quiere decir que no vayamos a hacerlo.

– ¿Y la revisión de mi ordenador? ¿Todo bien? -Me dirigía al joven.

– No han aparecido aparatos ni nada por el estilo -replicó-. Pero tendremos que realizar ciertos diagnósticos. ¿Puede conectarse, por favor?

– Vale -dije. No había enviado correos incriminatorios desde aquí, ¿o sí?

Pues sí que lo había hecho. Le había escrito a Meacham desde mi cuenta de Hotmail. Pero el contenido de ese mensaje no les diría nada. Estaba seguro de que no había dejado en el ordenador archivos que hubiera debido eliminar. Sí, de eso estaba seguro. Rodeé el escritorio y tecleé mi contraseña. Ambos guardias apartaron la mirada prudentemente hasta que pude entrar a la red.

– ¿Quién tiene acceso a su despacho?

– Sólo yo. Y Jocelyn.

– Y el personal de limpieza -insistió.

– Supongo, pero nunca los veo.

– ¿Nunca los ve? -repitió con escepticismo-. Pero usted trabaja hasta tarde, ¿no?

– Ellos trabajan más tarde todavía.

– ¿Qué hay del correo interno? ¿Algún mensajero ha entrado alguna vez mientras usted no estaba?

Negué.

– Todo eso llega al escritorio de Jocelyn. Nunca me lo entregan a mí personalmente.

– ¿Alguna vez ha venido alguien de TI para arreglar su ordenador o su teléfono?

– No que yo sepa.

El más joven preguntó:

– ¿Ha recibido correos electrónicos extraños?

– ¿Extraños?

– De gente que no conozca, con documentos adjuntos, etcétera.

– No que recuerde.

– Pero usa usted otros sistemas de correo, ¿verdad? Distintos del de Trion.

– Sí.

– ¿Alguna vez los ha usado desde este ordenador?

– Sí, supongo que sí.

– ¿Y ha recibido algo raro en cualquiera de esas cuentas?

– Bueno, recibo spam, como todo el mundo. Ya sabéis, Viagra o «Añada cinco centímetros» o los de las chicas campesinas -dije. Pero ninguno de los dos parecía dotado de sentido del humor-. Pero los borro, simplemente.

– Sólo tardaremos entre cinco y diez minutos, señor -dijo el joven, insertando un disco en mi CD-ROM-. Tal vez quiera usted ir a por una taza de café.

En realidad tenía una reunión, así que dejé a los de Seguridad en mi despacho, aunque no me quedé demasiado tranquilo, y me dirigí a Plymouth, una de las salas de conferencia más pequeñas.

No me gustaba el hecho de que hubieran preguntado acerca de las cuentas de correo externas. Eso no estaba bien. La verdad, era para cagarse de miedo. ¿Y si les daba por escarbar en todos mis mensajes? Ya había visto lo fácil que era eso. ¿Y si descubrían que había pedido copias de la correspondencia electrónica de Camilletti? ¿Podría convertirme en sospechoso sólo por eso?

Al pasar por el despacho de Goddard, vi que tanto él como Flo estaban ausentes. Jock -ya lo sabía- habría ido a la reunión. Luego me crucé con Jocelyn, que llevaba una taza de café en la mano. En la taza se leía: no estoy en mis cabales, pero volveré en cinco minutos.

– ¿Siguen los matones de seguridad en mi escritorio? -preguntó.

– Ahora están en mi despacho -le dije y seguí caminando.

Ella se despidió con la mano.

Capítulo 63

Goddard y Camilletti estaban sentados alrededor de una pequeña mesa redonda con el director de operaciones, Jim Colvin, y con otro Jim, Jim Sperling, el director de Recursos Humanos. También estaban presentes un par de mujeres que no reconocí. Sperling, un hombre negro con la barba muy corta y gafas grandes de montura de alambre, hablaba, con su voz resonante de barítono, acerca de «posibilidades objetivas», con lo cual asumí que se refería a gente a la cual pudieran echar. Jim Sperling no imitaba el medio cuello de Goddard, pero no andaba lejos: americana y polo. Sólo Jim Colvin usaba traje y corbata convencionales.

La joven y rubia asistente de Sperling me pasó unos documentos, una lista de departamentos e individuos, pobres desgraciados, que eran candidatos al hacha. La revisé rápidamente y me di cuenta de que el equipo del Maestro no estaba incluido. Así que a fin de cuentas les había salvado el empleo.

Luego vi una lista de nombres de Marketing de Nuevos Productos, entre ellos el de Phil Bohjalian. El viejo iba a ser despedido. Ni Chad ni Nora estaban en la lista, pero Phil había sido señalado. Por Nora, era de suponerse. A cada vicepresidente y director se le había pedido que hiciera una clasificación de sus subordinados y eliminara al menos uno de cada diez. Era obvio que Nora lo había enviado al paredón.

Aquélla parecía ser una sesión de trámite. Sperling había presentado una lista y estaba proponiendo sus «argumentos» para eliminar las «posiciones» que había escogido, y apenas había qué discutir. Goddard se veía apesadumbrado; Camilletti parecía decidido, incluso un poco animado.

Cuando Sperling llegó a Marketing de Nuevos Productos, Goddard se giró hacia mí, pidiendo silenciosamente mi opinión.

– ¿Puedo decir algo? -intervine.

– Eh, sí, claro -dijo Sperling.

– Hay alguien en la lista, Phil Bohjalian… Lleva algo así como trece o catorce años en la empresa.

– Sí, y también está en lo más bajo de la clasificación -dijo Camilletti. Me pregunté si Goddard le habría dicho algo acerca de la filtración al Wall Street Journal. No podía saberlo a partir del comportamiento de Camilletti, que no era más hostil conmigo que de costumbre, pero tampoco menos-. Además, dada su posición en la compañía, sus incentivos nos cuestan un ojo de la cara.

– Bien, pues yo cuestionaría su clasificación -dije-. Conozco su trabajo, y creo que esas cifras pueden deberse a cuestiones de tipo personal.

– ¿Cuestiones de tipo personal? -dijo Camilletti.

– A Nora Sommers no le gusta su personalidad -dije. De acuerdo, Phil no era amigo mío, pero tampoco podía hacerme daño, y ahora me daba lástima.

– Si esto es tan sólo un choque de personalidades, estamos frente a un abuso del sistema de clasificaciones -dijo Jim Sperling-. ¿Sugiere usted que Nora Sommers está abusando del sistema?

Era claro adónde iba aquello. Podría salvar el empleo de Phil Bohjalian y deshacerme de Nora, todo al mismo tiempo. Era muy tentador: pronunciar una palabra y dejar que a Nora le cortaran el pescuezo. A ninguno de los presentes le importaba. La orden llegaría a Tom Lundgren, y no era probable que él se esforzara por salvarla. De hecho, si Goddard no me hubiera rescatado de las garras de Nora, sería mi nombre el que habría ido a parar a la lista, no el de Phil.

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