Goddard me miraba con atención, igual que Sperling. Los demás tomaban notas.
– No -dije al fin-. No creo que abuse del sistema. Es una cuestión de química. Creo que ambos ponen de su parte.
– Bien -dijo Sperling-. ¿Continuamos?
– Mire -me dijo Camilletti-, vamos a recortar cuatro mil empleos. No podemos revisarlos uno por uno.
Asentí.
– Por supuesto.
– Adam -dijo Goddard-, hágame un favor. Le he dado la mañana libre a Flo, ¿le importaría traerme mi, eh, mi agenda digital del despacho? La he olvidado. -Me pareció que los ojos le brillaban. Se refería a su pequeña libreta de direcciones negra, y supongo que la broma iba dirigida a mí.
– Sí, claro -dije, y tragué con fuerza-. Enseguida vuelvo.
El despacho de Goddard estaba cerrado pero sin llave. La agenda negra estaba sobre su escritorio escueto y ordenado, al lado de su ordenador.
Me senté en su silla y eché una mirada a sus cosas: las fotografías enmarcadas de Margaret, su esposa de pelo canoso y aires de abuela; una foto de su casa del lago. No había fotos de su hijo, Elijah: tal vez era demasiado doloroso recordarlo.
Estaba solo en el despacho de Jock Goddard, y Flo tenía la mañana libre. ¿Cuánto tiempo podía quedarme allí antes de que Goddard comenzara a sospechar? ¿Había tiempo para tratar de meterme en su ordenador? ¿Y si Flo aparecía mientras estaba en ello?
No. Era demasiado arriesgado. Este era el despacho del presidente, y lo más probable era que hubiera gente entrando y saliendo todo el tiempo. Y no podía arriesgarme a tardar más de dos o tres minutos en este recado: Goddard se preguntaría dónde había estado. Tal vez podía decir que había ido al lavabo antes de recoger su agenda: eso explicaría una demora de cinco minutos, pero no más.
Sin embargo, nunca volvería a tener esta oportunidad.
Pasé las hojas del desgastado cuadernito y vi números de teléfono, garabatos en lápiz sobre anotaciones del calendario… y en las guardas traseras, en letra imprenta y muy limpia, esta anotación: Goddard. Y más abajo: 62858.
Tenía que ser su contraseña.
Sobre esos cinco números, tachada, había otra anotación: jun2858. Miré ambas cifras y comprendí que ambas eran fechas, y además que eran la misma fecha: 28 de junio de 1958. Evidentemente una fecha de mucha importancia para Goddard. No sabía de qué se trataba, tal vez la fecha de su boda. Y las dos variantes, evidentemente, eran contraseñas.
Cogí un bolígrafo y un pedazo de papel y copié el nombre de usuario y la contraseña.
¿Y por qué no copiar la libreta entera? Bien podría haber otras informaciones valiosas aquí dentro.
Cerré tras de mí el despacho de Goddard y me dirigí hacia la fotocopiadora que había detrás del escritorio de Flo.
– ¿Trata de hacer mi trabajo, Adam? -me llegó la voz de Flo.
Me di la vuelta y la vi con una bolsa de Saks Fifth Avenue en la mano. Me miraba con expresión feroz.
– Buenos días, Flo -dije con brusquedad-. No, no tema. Sólo estaba haciendo un recado para Jock.
– Me alegro. Porque llevo aquí más tiempo que usted, y no me gustaría tener que abusar de mi autoridad.
Su mirada se hizo más dulce, y una sonrisa amable apareció en su rostro.
Al terminar la reunión, Goddard se me acercó sigilosamente y me puso un brazo sobre el hombro.
– Me ha gustado lo que ha hecho -dijo en voz baja.
– ¿A qué se refiere?
Caminamos por el vestíbulo hacia su despacho.
– Me refiero a su contención en el caso de Nora Sommers. Sé bien qué piensa de ella. Sé bien qué piensa ella de usted. Deshacerse de ella hubiera sido lo más fácil del mundo. Y yo, francamente, no hubiera opuesto mucha resistencia.
El afecto de Goddard me incomodaba un poco, pero sonreí y bajé la cabeza.
– Me pareció lo correcto -dije.
– «Quienes tienen el poder de dañar, y no lo ejercen» -dijo Goddard-, heredan con derecho las gracias del cielo.» Shakespeare. En inglés moderno: Cuando tienes el poder de joder a alguien y no lo haces, pues bien, de eso se trata, ¿no es cierto?
– Supongo que sí.
– ¿Y quién es ese hombre mayor cuyo trabajo acaba de salvar?
– Un tipo de marketing.
– ¿Amigo suyo?
– No. Ni siquiera le caigo demasiado bien, creo. Simplemente me parece que es un empleado fiel.
– Enhorabuena. -Goddard me estrechó el hombro, con fuerza. Me condujo a su despacho, se detuvo un instante ante el escritorio de Flo-. Buenos días, querida -dijo-. Bueno, quiero ver ese vestido de confirmación.
A Flo se le iluminó la cara, abrió la bolsa de Saks, sacó un pequeño vestido de seda para niña y lo levantó con orgullo.
– Maravilloso -dijo Goddard-. Simplemente maravilloso.
Luego entró en su despacho y cerró la puerta.
– Todavía no le he dicho ni una palabra a Paul -dijo, acomodándose tras su escritorio-, y no he decidido si lo haré. Usted no se lo ha contado a nadie más, ¿verdad? Lo del Journal.
– A nadie más.
– Pues no lo haga. Verá, Paul y yo tenemos diferencias de opinión, y tal vez ésta era su manera de motivarme. Tal vez creyó que eso ayudaría a la compañía, no lo sé. -Goddard soltó un largo suspiro-. Pero si saco a colación el asunto, bueno, no quiero que corra el rumor. No quiero situaciones desagradables. Por estos días hay cosas mucho, pero mucho más importantes.
– Vale.
Me lanzó una mirada lateral.
– Nunca he ido al Auberge. Me dicen que es genial, ¿cómo le pareció a usted?
Sentí un tirón en las tripas. La cara se me llenó de rubor. El de la noche anterior había sido Camilletti. Qué mala suerte.
– Sólo… sólo llegué a beber una copa de vino.
– Apuesto a que no se imagina quién estaba cenando allí también -dijo Goddard. Su expresión era indescifrable-. Nicholas Wyatt.
Evidentemente, Camilletti había hecho sus averiguaciones. Intentar siquiera negar que había estado con Wyatt sería suicida.
– Ah, eso -dije, tratando de parecer cansado-. Desde que acepté el empleo en Trion, Wyatt me ha estado persiguiendo, para…
– ¿Ah, sí? -interrumpió Goddard, enfadado-. Así que no tuvo usted más opción que aceptar su invitación a cenar, ¿no?
– No, señor, no ha sido así -dije, tragando saliva.
Pero Goddard ya había comenzado a calmarse.
– Cambiar de trabajo no quiere decir que uno abandone a sus viejos amigos, supongo -dijo.
Negué con la cabeza, fruncí el ceño. Me daba la sensación de que la cara se me enrojecía tanto como a Nora.
– No es cuestión de amistades, la verdad…
– No, si ya sé cómo va la cosa -dijo Goddard-. El otro te hace sentir culpable para obligarte a aceptar una cita, «en honor de los viejos tiempos», y no quieres ser maleducado, y enseguida empieza a cubrirte de elogios…
– Usted sabe que yo no tenía intenciones de…
– Claro que sí, claro que sí -murmuró Goddard-. Usted no es así. Por favor. Yo conozco a la gente. Me gusta pensar que es una de mis virtudes.
Cuando regresé a mi despacho y me senté, me di cuenta de que estaba estremecido.
El hecho de que Camilletti le hubiera informado a Goddard de que me había visto en el Auberge al mismo tiempo que Wyatt significaba que Camilletti, por lo menos, sospechaba de mis motivos. Debió pensar que me dejaba cortejar por mi antiguo jefe. Pero Camilletti era Camilletti, y probablemente se le habían ocurrido ideas más siniestras.
Esto era desastroso. Me pregunté también si Goddard pensaba en realidad que todo el asunto era completamente inocente. «Yo conozco a la gente», había dicho. ¿Acaso era así de cándido? No supe qué pensar. Pero era evidente que a partir de entonces tendría que cubrirme las espaldas.
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