Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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– La bursitis no se da por vencida -se disculpó, señalando las cajas grandes de la mesa, que estaban llenas de lo que parecía ser regalos ya envueltos-. Usted es un joven robusto, Adam. Si no le importa, podría llevar esto al lugar donde está el podio, allá junto al bar…

– No es molestia -dije, desilusionado pero sin demostrarlo. Levanté una de las cajas, que no sólo era pesada sino difícil de manejar, porque el peso estaba distribuido de forma desigual y era tan voluminosa que yo apenas alcanzaba a ver por dónde caminaba.

– Le mostraré el camino -dijo Goddard. Lo seguí hasta el angosto corredor. La caja rozaba las estanterías por ambos lados, y tuve que girarla hacia un lado y un poco hacia arriba para que pasara. Luego sentí que la caja empujaba algo: hubo un estrépito, el sonido del vidrio al romperse.

– Mierda -exclamé.

Giré la caja para poder ver lo que había sucedido. Me quedé paralizado: debí derribar uno de los trofeos de la estantería, y allí estaba, una docena de fragmentos dorados cubriendo el suelo de baldosas. Era uno de esos trofeos que parecen de oro pero en realidad son de cerámica pintada de color dorado o algo así.

– Lo siento, lo siento -dije, poniendo la caja en el suelo y agachándome para recoger los pedazos. Había tenido cuidado con la caja, pero de alguna manera lo había golpeado, no alcanzaba a imaginar cómo.

Goddard miró lo ocurrido y se puso blanco.

– No se preocupe -dijo con voz esforzada.

Recogí tantos pedazos como pude. Era -había sido- la estatuilla dorada de un jugador de fútbol corriendo. Había un pedazo del casco, de un puño, de la pelota. La base era de madera y llevaba una placa de bronce que ponía: Campeones 1995 -Colegio Lakewood – Elijah Goddard – Quarterback.

Elijah Goddard, según Judith Bolton, era el hijo fallecido de Goddard.

– Jock -dije-. Lo siento mucho.

Me hice un doloroso corte en la mano con uno de los fragmentos.

– He dicho que no se preocupe -dijo Goddard con voz dura-. No es nada. Ahora venga, a lo que íbamos.

No supe qué hacer, tan mal me sentía por haber destruido un objeto de su hijo fallecido. Quise limpiar el desorden, pero tampoco quería ponerlo de peor humor. Hasta aquí llegaba la buena imagen que el viejo tenía de mí. El corte en la palma de mi mano había comenzado a sangrar.

– La señora Walsh limpiará todo esto -dijo con un toque de rudeza en la voz-. Venga, por favor, lleve los regalos afuera.

Caminó por el corredor y desapareció tras alguna puerta. Mientras tanto levanté la caja y la llevé por el corredor, con extremo cuidado, y salí de la casa. Dejé una marca de sangre en el cartón.

Cuando regresé a por la segunda caja, vi a Goddard sentado en una esquina del estudio. Estaba doblado sobre sí mismo, con la cabeza metida en la sombra y la base de madera del trofeo en las manos. Dudé; no estaba seguro de lo que debía hacer, si salir de allí, dejarlo a solas, o seguir sacando las cajas y fingir que no lo había visto.

– Era un muchacho encantador -dijo de repente Goddard, en voz tan suave que en un principio pensé que lo había imaginado. Me detuve. Su voz era ronca y débil, poco más audible que un susurro-. Un deportista, alto y de espaldas anchas, como usted. Y tenía el don de la felicidad. Cuando entraba en algún sitio, los ánimos subían. Hacía que la gente se sintiera bien. Era guapo, era amable, había como una… una chispa en sus ojos. -Goddard levantó lentamente la cara y miró al vacío-. Incluso cuando era un niño. Casi no lloraba, no molestaba ni…

La voz de Goddard se apagó, y yo me quedé allí, paralizado en medio de la habitación, escuchándolo. Había hecho una bola con mi pañuelo y lo sostenía en la mano, para que absorbiera la sangre, y podía sentir cómo se iba humedeciendo.

– A usted le hubiera caído bien -dijo Goddard. Miraba hacia donde yo estaba, pero de alguna manera no me miraba a mí: era como si viera a su hijo en mi lugar-. Sí, así es. Los dos habrían sido amigos.

– Siento mucho no haberlo conocido.

– Todos le querían. Era un chico puesto sobre la tierra para hacer feliz a la gente. Tenía la chispa, tenía la sonrisa más b… -Su voz se quebró-. Más bella…

Goddard bajó la cabeza y sus hombros se sacudieron. Después de un instante, dijo:

– Un día Margaret me llamó al despacho. Gritaba… Lo había encontrado en su habitación. Cogí el coche y vine a casa, no podía pensar con claridad… Nunca olvidaré la fecha, por supuesto. Veintiocho de agosto de mil novecientos noventa y ocho. Elijah había sido expulsado de Haverford en el tercer curso, sí, lo expulsaron, sus calificaciones eran una mierda, había dejado de ir a las clases. Pero no conseguí que hablara conmigo. Claro, ya me imaginaba que se estaba drogando, y traté de hablar con él, pero era como hablarle a una pared de piedra. Volvió a vivir con nosotros, pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación o saliendo con chicos que yo no conocía. Más tarde un amigo suyo me dijo que había empezado a meterse heroína al principio del tercer curso. Él no era un delincuente juvenil, era un muchacho con talento, dulce, un buen chico… Pero en algún momento empezó a… ¿cómo se dice, inyectarse? Y la droga lo cambió. La luz se fue de sus ojos. Comenzó a mentir constantemente. Era como si tratara de borrar todo lo que había sido hasta entonces. ¿Entiende lo que quiero decir? -Goddard levantó de nuevo el rostro. Lo tenía cubierto de lágrimas.

Asentí. Pasaron varios y lentos segundos antes de que continuara.

– Buscaba algo, supongo. Necesitaba algo que el mundo no podía darle. O tal vez se preocupaba demasiado por los demás y decidió que necesitaba matar esa parte de sí mismo. -De nuevo, su voz se hizo más gruesa-. Y luego el resto.

– Jock -comencé. Quería que dejara de hablar.

– El médico dijo que había sido una sobredosis. Dijo que no había dudas: era deliberada. Elijah sabía lo que hacía. -Se cubrió la cara con una mano regordeta-. Y me pregunto, ¿qué hubiera debido hacer de otra manera? ¿Cómo lo eché a perder? Una vez, llegué a amenazarle con hacer que lo arrestaran. Tratamos de meterlo en rehabilitación. Yo estuve a punto de hacerle las maletas y mandarlo, obligarlo a ir, pero nunca tuve la oportunidad. Y una y otra vez me pregunto: ¿fui demasiado duro con él, demasiado firme? ¿O no lo suficiente? ¿Acaso estuve demasiado involucrado en mi trabajo? Creo que sí. Por esos días, yo era demasiado ambicioso. Estaba demasiado ocupado en la construcción de Trion para ser un padre de verdad.

Ahora me miraba directamente, y la angustia en sus ojos era visible. La sentí como una daga en mi vientre. Los ojos se me humedecieron.

– Te vas a trabajar, construyes tu pequeño imperio -dijo-, y pierdes la noción de lo que verdaderamente importa. -Parpadeó con fuerza-. No quiero que usted pierda esa noción, Adam. Jamás. -Goddard parecía más pequeño y marchito, como si tuviera cien años-. Estaba acostado en su cama cubierto de saliva y de orines, como un bebé, y lo cogí en brazos como si fuera un niño. ¿Sabe qué se siente al ver a un hijo en un ataúd, Adam? -susurró. Se me puso la piel de gallina y tuve que evitar su mirada-. Creí que nunca iba a volver a trabajar. Creí que no lo superaría nunca. Margaret dice que no lo he hecho. Me quedé casi dos meses en casa. No se me ocurría ninguna razón para seguir viviendo. Cuando pasa algo así, uno se cuestiona el valor de todo.

Pareció recordar que tenía un pañuelo en la mano y se limpió la cara.

– Ah, míreme -dijo con un profundo suspiro, y soltó una risita inesperada-. Fíjese en este viejo tonto. Cuando tenía su edad, pensaba que al llegar a la que tengo ahora habría descubierto el sentido de la vida -sonrió tristemente-. Y no estoy ni un paso más cerca. Claro, sé bien cuál no es el sentido de la vida. Lo sé gracias a un proceso de eliminación. Tuve que perder a un hijo para aprenderlo. Te compras una casa grande y un coche de lujo, sales en la portada de la revista Fortune, y te crees que lo tienes todo dominado, ¿no es así? Hasta que Dios te manda un pequeño telegrama diciendo: «Ah, se me olvidaba, nada de eso importa un bledo. Y todos los seres queridos que tengas sobre la tierra… son prestados, ¿sabes? Así que ámalos mientras puedas.» -Por su mejilla rodó una lágrima-. Todavía hoy me pregunto si llegué a conocer a Eli. Tal vez no. Creí que lo había conocido. Sé que lo amé, más de lo que pensé que llegaría a amar a alguien. Pero ¿conocerlo? No, eso no puedo asegurarlo. -Sacudió la cabeza lentamente y comenzó a recuperar el control sobre sí mismo-. Su padre tiene suerte, quienquiera que sea, tiene tanta suerte, y nunca lo sabrá. Tiene un hijo como usted, un hijo que todavía lo acompaña. Sé que debe sentirse muy orgulloso de usted.

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