Sólo me miró.
– Sí, ya sabes -continué-: amargado, cruel. Enfadado con todo el mundo. Quieres que cuando sea mayor sea como tú, ¿no es eso?
Resopló, la cara se le llenó de rubor.
Yo seguí adelante. El corazón me iba a cien latidos por minuto, mi voz se hacía más y más fuerte, ya estaba casi gritando.
– Cuando estaba sin blanca y me pasaba el día en fiestas me considerabas un fracasado. Ahora soy un triunfador, por lo menos según la definición de casi todo el mundo, y no sientes más que desprecio. Tal vez haya una razón, papá, tal vez hay una razón por la cual no puedes sentirte orgulloso de mí.
Me miró fijamente, resopló.
– ¿Ah, sí?
– Mírate. Mira tu vida. -Dentro de mí había como un tren fugitivo, imparable, fuera de control-. Siempre has dicho que el mundo se divide en fracasados y triunfadores. Déjame que te haga una pregunta, papá. ¿Tú qué eres? ¿Qué eres?
Succionó un poco más de oxígeno; tenía los ojos llenos de sangre como si se le fueran a reventar. Parecía refunfuñar para sí mismo. Oí: «Maldito» y «joder» y «mierda».
– Sí, papá -dije, comenzando a alejarme-. Quiero ser exactamente como tú.
Me dirigí a la puerta deslizándome sobre la estela de mi propia furia acumulada. Las palabras ya estaban en el aire: no podía hacerlas desaparecer, y ahora me sentía peor que nunca. Salí de su piso antes de causar más destrozos. Lo último que vi, la última imagen de mi padre, fue su rostro grande y colorado resoplando y refunfuñando, con los ojos vidriosos y mirándome con incredulidad o rabia o dolor, no supe qué.
– Así que de verdad trabajas para el mismísimo Jock Goddard, ¿eh? -dijo Alana-. Espero no haberte hecho comentarios negativos sobre él. No los hice, ¿o sí?
Subíamos en el ascensor a mi piso. Había pasado por su casa para cambiarse después del trabajo, y estaba genial: llevaba un top negro de cuello alto, mallas negras, gruesos zapatos negros. También se había puesto la deliciosa fragancia floral que llevaba el día de nuestra última cita. Su pelo negro era largo y brillante, y contrastaba muy bien con sus luminosos ojos azules.
– Sí, lo pusiste a parir. Y yo pasé el informe de inmediato.
Sonrió: un destello de dientes perfectos.
– Este ascensor es del mismo tamaño que mi piso -dijo. Yo sabía que eso no era verdad, pero reí de todas formas.
– Este ascensor es de verdad más grande que mi última casa -dije yo. Cuando le conté que acababa de mudarme a Harbor Suites, me dijo que había oído hablar de los pisos de aquí, y la vi tan intrigada que la invité a pasar y verlos. Podríamos cenar abajo, en el restaurante del hotel, donde todavía no había tenido la oportunidad de estar.
– Vaya vistas -dijo tan pronto como entró. La música de Alanis Morissette sonaba suavemente-. Es fantástico. -Echó una mirada alrededor, vio el envoltorio de plástico todavía puesto sobre uno de los sofás y una silla, y dijo maliciosamente-: ¿Y cuándo te instalas?
– En cuanto tenga un par de horas libres. ¿Quieres beber algo?
– Hmm. Sí, eso estaría bien.
– ¿Cosmopolitan? También hago un magnífico gintónic.
– Un gintónic, perfecto, gracias. Así que acabas de empezar a trabajar para él, ¿no?
Me había buscado en la red, por supuesto. Me dirigí al recién aprovisionado armario de los licores, en una hornacina que había junto a la cocina, y saqué una botella de ginebra Tanqueray Malacca.
– Sí, esta semana.
Me siguió a la cocina. Cogí un puñado de limas de la nevera casi vacía y comencé a cortarlas por la mitad.
– Pero llevas un mes en Trion, más o menos. -Inclinó la cabeza hacia un lado; trataba de comprender lo de mi repentino ascenso-. Bonita cocina. ¿Te gusta cocinar?
– No, los aparatos son sólo para dar el pego -dije. Comencé a presionar las limas contra el exprimidor eléctrico-. En cualquier caso, sí, me contrataron en marketing de nuevos productos, pero luego resultó que Goddard estaba involucrado en un proyecto en el que yo trabajaba, y supongo que le gustó mi enfoque, o mis ideas o algo así.
– Vaya golpe de suerte -dijo, alzando la voz sobre el gemido del exprimidor.
Me encogí de hombros.
– Ya veremos si es buena esa suerte.
Llené con hielo dos vasos franceses estilo bistró, añadí un poco de ginebra, una buena cantidad de tónica fría de la nevera y una ración generosa de zumo de lima. Le di el suyo.
– Tom Lundgren debió de contratarte para el equipo de Nora Sommers. Oye, qué bien sabe. Es distinto con tanta lima.
– Gracias. Así es, Tom Lundgren me contrató -dije, fingiendo sorpresa por el hecho de que ella lo supiera.
– ¿Y sabes que te contrataron para reemplazarme?
– ¿Qué quieres decir?
– Para llenar el puesto que dejé al irme a Aurora.
– No me digas -traté de fingir asombro.
Ella asintió.
– Increíble.
– Qué pequeño es el mundo. Pero ¿qué es «Aurora»?
– Ah, pensé que lo sabrías. -Me miró por encima de la montura de las gafas, una mirada que me pareció demasiado despreocupada. Negué con la cabeza, inocente.
– No…
– Pensé que también me habrías buscado en la red. Me asignaron a marketing del grupo de Tecnologías Disruptivas.
– ¿Eso se llama Aurora?
– No, Aurora es el proyecto específico al cual me han asignado -dudó un instante-. Creí que trabajando para Goddard sabrías un poco de todo.
Error táctico de mi parte. Lo ideal era que pensara que podíamos hablar con libertad de lo que hacía.
– En teoría tengo acceso a todo. Pero todavía estoy tratando de averiguar dónde está la fotocopiadora.
Asintió.
– ¿Te cae bien Goddard?
¿Qué iba a decir, que no?
– Es un tipo impresionante.
– En la barbacoa parecíais muy íntimos. Vi que él te llamó para presentarte a sus amigos, te vi cargando cosas para él, todo eso.
– Sí, íntimos -dije con sarcasmo-. Soy su recadero. Soy su porteador. ¿Lo pasaste bien en la barbacoa?
– Fue un poco raro estar con los altos mandos, pero después de un par de cervezas me fue más fácil. Era la primera vez que iba. -Porque había sido asignada a Aurora, pensé, el proyecto preferido de Goddard. Pero quería ser discreto al respecto, así que por el momento preferí cambiar de tema-. Voy a llamar al restaurante para pedir que preparen nuestra mesa.
– Yo creía que Trion no contrataba gente de fuera -dijo mientras miraba la carta-. Debían quererte mucho para romper las reglas de esta manera.
– Tal vez creyeron que fastidiaban a la competencia. Yo no era nada especial.
Habíamos pasado del gintónic al Sancerre, que pedí porque había visto en sus facturas que era su vino favorito. Alana pareció sorprendida y satisfecha. Era una reacción a la que me estaba acostumbrando.
– Lo dudo -dijo-. ¿Qué hacías en Wyatt?
Le di la versión entrevista que había memorizado, pero eso no le pareció suficiente. Quería detalles del proyecto Lucid.
– La verdad, si no te importa, es que no debo hablar de lo que hacía en Wyatt.
Traté de no parecer demasiado mojigato. Alana parecía avergonzada.
– No, claro que no, lo entiendo perfectamente -dijo.
En ese momento apareció el camarero.
– ¿Ya lo saben?
– Tú primero -me dijo Alana, y siguió estudiando la carta un rato más mientras yo pedía paella.
– Estaba pensando en pedir eso mismo -dijo. Vale, así que no era tan vegetariana.
– No está prohibido pedir lo mismo, ¿sabes? -dije.
– Paella para mí también -le dijo al camarero-. Pero si hay carne o salchichas, ¿puede quitarlas?
– Por supuesto -dijo el camarero, tomando nota.
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