– La verdad es que durante la mayor parte de mi niñez no tuvimos coche.
– ¿No teníais coche?
– Usábamos el transporte público.
– Ah -dijo. Ahora parecía incómoda. Después de un minuto, añadió-: Entonces todo esto debe de ser bastante embriagador. -Movió la mano en el aire para indicar el piso y todo lo demás.
– Sí.
– Hmm.
Pasó otro minuto.
– ¿Puedo ir a visitarte en el trabajo?
– No. El acceso a la quinta planta es muy restringido. Y de todas formas, me parece que será mejor que en el trabajo no se enteren, ¿te parece?
– Sí, tienes razón.
Me sorprendió que se acurrucara junto a mí y se quedara dormida; había pensado que preferiría irse de inmediato a casa, despertar en su propia cama, pero parecía decidida a pasar la noche aquí.
El reloj de la mesilla de noche marcaba las tres y treinta y cinco cuando me levanté. Alana seguía dormida, respirando suavemente. Crucé la habitación caminando sobre la alfombra y al salir cerré la puerta sin hacer ruido.
Me conecté a mi correo electrónico y encontré el acostumbrado surtido de spam y basura, un par de cosas del trabajo que no parecían urgentes y un mensaje de «Arthur» en Hushmail con el asunto: «Re: sistemas de consumo.» Meacham parecía realmente cabreado.
El jefe muy contrariado por su falta de respuesta. Quiere más material mañana a las 18 h o el acuerdo peligra.
Le di a «Responder» y escribí «Imposible localizar materiales adicionales, lo siento» y firmé como «Donnie». Volví a leer mi respuesta y la borré. No. No iba a responderles. Eso era lo más sencillo. Ya había hecho suficiente por ellos.
El pequeño bolso cuadrado y negro de Alana seguía sobre la barra de granito, donde lo había dejado. No había traído su ordenador ni su maletín de trabajo, porque había pasado por su casa para cambiarse.
En su bolso encontré su tarjeta de acceso, un pintalabios, caramelos de menta para el aliento, un llavero y su Trion Maestro. Las llaves eran probablemente las de su piso y su coche y acaso su buzón. El Maestro contendría tal vez números de teléfono y direcciones, pero también citas específicas. Eso podría ser de mucha utilidad para Wyatt y Meacham.
Pero ¿acaso trabajaba todavía para ellos?
Tal vez no.
¿Qué ocurriría si simplemente lo dejaba? Había cumplido con mi parte del trato, les había conseguido todo lo que querían sobre el Aurora, o al menos la mayor parte. Era muy probable que dentro de sus cálculos llegaran a la conclusión de que no valía la pena seguir acosándome. Para ellos no era conveniente delatarme; por lo menos no mientras les fuera potencialmente útil. Y no iban a mandar pistas anónimas al FBI, porque lo único que lograrían sería conducir a los agentes hacia ellos mismos.
¿Qué podían hacerme?
En ese instante me di cuenta de que ya no estaba trabajando para ellos. Había tomado la decisión aquella tarde, en el estudio de la casa de campo de Goddard. No iba a seguir traicionándolo. Meacham y Wyatt podían irse a la mierda.
Hubiera sido muy fácil coger la agenda digital de Alana y conectarla a mi ordenador y grabar sus contenidos. Por supuesto, existía el riesgo de que se despertara (ya que estaba en una cama ajena), y, al darse cuenta de mi ausencia, se levantara para dar una vuelta por el piso y ver dónde había ido. En cuyo caso tal vez me sorprendería bajándome el contenido de su Maestro a mi ordenador. Tal vez no se percataría de nada. Pero era una chica inteligente y aguda, y lo más probable era que se diera cuenta de la verdad.
Y en ese momento no importaría cuán rápido pensara, ni con cuánta astucia lo manejara: Alana reconocería mis intenciones. Me pillaría, la relación se acabaría, y de repente me percaté de que eso me importaba. La conciencia me atormentaba frente a ella, y eso tan sólo después de un par de citas y de una noche juntos. Apenas había comenzado a descubrir su lado primitivo, expansivo, en cierta forma salvaje. Me encantaba su risa desmedida y un poco loca, su atrevimiento, su seco sentido del humor. No quería perderla por algo que el detestable Nick Wyatt me estuviera obligando a hacer.
Ya le había entregado a Wyatt todo tipo de información valiosa acerca del proyecto Aurora. Había terminado mi trabajo. Hasta aquí llegaba mi relación con esos gilipollas.
Y no podía dejar de ver a Jock Goddard encorvado sobre sí mismo, sentado en un oscuro rincón de su estudio, sacudiendo los hombros. Ese momento de revelación. La confianza que había puesto en mí. ¿Iba yo a violar esa confianza por Nick Wyatt el Desgraciado?
No. No lo seguiría haciendo.
Así que devolví el Maestro de Alana a su bolso. Me serví un vaso de agua fría del dispensador de la nevera, me lo bebí de un trago y volví a acostarme junto a Alana en la calidez de mi cama. Ella rezongó algo entre sueños, y yo me acurruqué junto a ella y por primera vez en varias semanas me sentí realmente satisfecho conmigo mismo.
Goddard caminaba a pasos acelerados hacia el Centro de Reuniones Ejecutivas, y yo trataba de seguirlo sin verme obligado a correr. Joder, sí que se movía rápido el viejo: era como una tortuga con anfetaminas.
– Esta reunión será un circo -refunfuñó-. He convocado al equipo del Guru tan pronto como he sabido que incumplirán la fecha de distribución de Navidad. Saben que estoy muy cabreado, y serán como una troupe de bailarinas rusas haciendo la «Danza de las Hadas Ciruela». Va usted a ver mi lado menos agradable.
No dije nada. ¿Qué podía decir? Ya había visto sus momentos de enfado, y no podían compararse siquiera con lo que había visto en el otro presidente. Al lado de Nick Wyatt, Goddard era Míster Rogers. [17]Y la verdad es que todavía me sentía conmovido por aquella escena íntima en el estudio de la casa del lago: nunca había visto a un ser humano abrirse de esa manera. Hasta ese momento, una parte de mí seguía desconcertada por el hecho de que Goddard me hubiera escogido, ignoraba las razones que había tenido para acercarse a mí. Ahora lo comprendía, y la verdad es que aquello me había sacudido. Ya no quería tan sólo causarle buena impresión; quería su aprobación, y tal vez algo más profundo.
¿Por qué -me pregunté en medio de mi agonía-, por qué tenía Goddard que joderlo todo siendo tan buena persona? Ya era bastante desagradable trabajar para Nick Wyatt como para añadir esta complicación. De repente me vi trabajando contra el padre que nunca tuve. El asunto me iba a volver loco.
– La directora del Guru es una joven muy inteligente, Audrey Bethune, una chica con futuro -murmuró Goddard-. Pero este desastre puede afectar a su carrera. No tengo paciencia con meteduras de pata de estas dimensiones. -Al acercarnos a la habitación disminuyó la velocidad-. Ahora bien, si se le ocurre algo, no dude en hablar. Pero le advierto: son un grupo muy enérgico y aferrado a sus ideas, y no tendrán con usted ninguna deferencia sólo por el hecho de que haya venido conmigo al baile.
El equipo del Guru se había reunido alrededor de la mesa de conferencias y esperaba nerviosamente. Cuando entramos, levantaron la cabeza. Algunos sonrieron diciendo «Hola, Jock», y otros «Buenas tardes, señor Goddard». Parecían conejos asustados. Pensé que yo me había sentado a la misma mesa no mucho tiempo atrás. Hubo algunos que me miraron con perplejidad; hubo susurros. Goddard se sentó en la cabecera de la mesa. Junto a él estaba una mujer negra de poco menos de cuarenta años, la misma que había visto hablando con Tom Lundgren y su esposa en la barbacoa. Goddard dio una palmada sobre la mesa para indicarme que me sentara a su lado. Mi móvil había estado vibrando durante diez minutos; lo saqué furtivamente y le eché un vistazo a la pantalla. Varias llamadas de un número que no reconocí. Apagué el aparato.
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