Respiré hondo, me apreté los ojos con las yemas de los dedos. Tenía que seguir insistiendo e ignorar lo sucedido.
Después de unos minutos hice una búsqueda rápida en el sitio web de Trion y encontré el nombre del encargado de la División de Propiedad Intelectual del Departamento Jurídico de Trion. Era Bob Frankheimer, cincuenta y cuatro años, ocho de ellos como empleado de Trion. Antes había sido abogado general de Oracle, y antes de eso había trabajado en Wilson, Sonsini, un gran bufete de abogados de Silicon Valley. En la foto se veía gravemente obeso; tenía pelo negro y rizado, la cara cubierta por la sombra de una barba incipiente, gafas de lentes gruesos. Era la quintaesencia del empollón.
Lo llamé desde mi escritorio para que viera mi número en su identificador de llamadas, para que supiera que lo llamaba desde el despacho del presidente ejecutivo. Contestó él mismo con voz sorprendentemente dulce, como el DJ de noche en una emisora de rock suave.
– Señor Frankheimer, soy Adam Cassidy, del despacho del presidente.
– ¿En qué puedo ayudarle? -dijo. Su afán de cooperación parecía genuino.
– Quisiéramos revisar todas las solicitudes de patentes del departamento tres veintidós.
Era un movimiento audaz y definitivamente arriesgado. ¿Y si se lo mencionaba a Goddard? Sería casi imposible de explicar.
Hizo una larga pausa.
– ¿El proyecto Aurora?
– Correcto -dije con indiferencia-. Sé que deberíamos tener todas las copias en nuestros archivos, pero acabo de pasar las últimas dos horas buscando, y no consigo encontrarlas, y a Jock le está entrando un ataque -bajé la voz-. Soy nuevo, acabo de empezar. No quiero cagarla con esto.
Otra pausa. La voz de Frankheimer de repente parecía menos calmada, menos cooperativa, como si yo hubiera dicho las palabras equivocadas.
– ¿Por qué me ha llamado a mí?
No supe a qué se refería, pero era claro que había metido la pata.
– Porque he pensado que sólo usted puede salvar mi empleo -dije, con una risita mordaz.
– ¿Cree que tengo copias aquí?
– ¿Sabe dónde puedan estar, entonces?
– Señor Cassidy, tengo un equipo de seis abogados expertos en propiedad intelectual, gente capaz de lidiar con lo que les pongan. Pero ¿las solicitudes del Aurora? No, no. Eso lo tiene que llevar un abogado externo. ¿Por qué? Por supuestas razones de «seguridad empresarial». -Su voz subió de tono, y ahora parecía verdaderamente cabreado-. «Seguridad empresarial», sí, señor. Porque se ve que los abogados externos practican su profesión con más seguridad que la propia gente de Trion. Así que déjeme que le pregunte: ¿Qué mensaje nos transmite una actitud semejante? -Ya no sonaba tan dulce.
– Sí, eso no está bien -dije-. ¿Y entonces quién lleva las solicitudes?
Frankheimer exhaló. Era un hombre enfadado y lleno de amargura, candidato principal al infarto.
– Ojalá lo supiera. Pero parece ser que ni siquiera somos lo bastante fiables como para conocer esa información. ¿Qué es lo que pone en nuestras tarjetas? Comunicación abierta. Ah, me encanta eso. Creo que haré que impriman eso en las camisetas de los próximos Juegos Empresariales.
Después de colgar pasé por el despacho de Camilletti de camino al lavabo. Tuve que volver a pasar.
Sentado en el despacho de Paul Camilletti, con expresión de gravedad, estaba mi viejo amigo.
Chad Pierson.
Apuré el paso, pues no quería ser visto por ninguno de los dos a través de las paredes de vidrio del despacho de Camilletti. Ahora bien, ¿por qué no quería ser visto? No tenía la menor idea. En ese momento ya corría por instinto.
Dios mío. Pero ¿Chad conocía siquiera a Camilletti? Nunca lo había mencionado, y, dada su personalidad modesta y sin pretensiones, aquello parecía exactamente el tipo de cosa de la que se hubiera vanagloriado frente a mí. No se me ocurría ninguna razón legítima o por lo menos inocente por la que ese par se hubiera sentado a conversar. Y lo único seguro era que no se trataba de una charla social: Camilletti nunca desperdiciaría su tiempo con un gusano como Chad.
La única explicación posible era la que yo más temía: que Chad había comunicado sus sospechas sobre mí a los altos mandos, o al mando más alto al que tenía acceso. Pero ¿por qué Camilletti?
Sin duda, Chad me tenía antipatía, y tan pronto como oyó hablar de un nuevo empleado procedente de Trion, asaltó a Kevin Griffin en busca de mierda para echármela encima. Y había estado de suerte.
¿Era así? ¿Había estado de suerte?
En realidad, ¿cuánto podía saber de mí Kevin Griffin? Conocía rumores, cotilleos; podía alegar que conocía algo de mi historia pasada en Wyatt. Sin embargo, se trataba de alguien cuya propia reputación estaba en entredicho. Trion había dado crédito a las acusaciones de Seguridad de Wyatt, fueran las que fuesen; de otra forma, no se hubieran desecho de Griffin con tanta rapidez.
¿Sería capaz Camilletti de creer en acusaciones de terceros, procedentes además de fuentes cuestionables, de un tipo de pasado tan turbio como Kevin Griffin?
Por otra parte… ahora que me había visto cenando con Wyatt, en un restaurante tan apartado, tal vez sí.
Me comenzó a doler el estómago. Me pregunté si estaba teniendo un ataque de úlcera.
Y aunque fuera así, ése sería el menor de mis problemas.
Al día siguiente, sábado, era la barbacoa de Jock. Tardé una hora y media en llegar a la casa del lago, buena parte del tiempo conduciendo por estrechas carreteras secundarias. De camino, llamé a mi padre desde el móvil. Fue un grave error. Hablé un segundo con Antwoine, y entonces se puso mi padre, enfadado y quejoso, tan encantador como siempre, y me exigió que pasara a verlo de inmediato.
– No puedo, papá -le dije-. Tengo un asunto de negocios. -No quería decirle que tenía una barbacoa en la casa de campo del presidente: mi mente repasó las posibles respuestas de mi padre y muy pronto saltó la alarma de sobrecarga. Su perorata «Presidentes corruptos», su perorata «Adam, el lameculos patético», su perorata «No sabes quién eres», su perorata «Los ricos te restriegan su riqueza en los morros», su perorata «Qué pasa, no quieres estar con tu padre moribundo»…
– ¿Necesitas algo? -añadí, consciente de que nunca admitiría tener necesidades.
– No necesito nada -dijo con irritación-. No si estás tan ocupado.
– Déjame que vaya a verte mañana por la mañana, ¿vale?
Mi padre se quedó callado para hacerme sentir lo enfadado que estaba, y enseguida se puso Antwoine. El viejo volvía a ser el gilipollas de siempre.
Colgué al llegar a casa de Goddard. Una simple señal de madera sobre un poste señalaba el lugar: ponía Goddard y un número. Después había un sendero de tierra largo y lleno de surcos que atravesaba un bosque y se hacía más ancho hasta convertirse en una gran rotonda cubierta de conchas machacadas. Un muchacho de camisa verde hacía las veces de mozo. Con reticencia, le entregué las llaves del Porsche.
La casa era una construcción desordenada, de piedra gris y aspecto confortable, que parecía construida a finales del siglo XIX, más o menos. Se levantaba en un pequeño risco sobre el lago, y tenía cuatro gruesas chimeneas de piedra y las paredes cubiertas de hiedra. Tenía delante una gran extensión de césped que olía como si acabaran de podarlo, decorada, aquí y allá, por robles viejos y macizos y pinos nudosos.
En el prado había veinte o treinta personas en camiseta y shorts, cada uno con una bebida en la mano. Un grupo de niños corría de aquí para allá, gritando y jugando y arrojándose pelotas. Una bella chica rubia estaba sentada frente a una mesa de juego que había en la galería. Sonrió, buscó la etiqueta con mi nombre y me la entregó.
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