Robert Wilson - En Compañía De Extraños

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Lisboa, 1944. Bajo el tórrido calor veraniego, mientras las calles de la capital bullen de espías e informadores, el final de partida de la guerra del espionaje se libra en silencio. Los alemanes disponen de tecnología y conocimientos atómicos. Los aliados están decididos a que los rumores de un «arma secreta» no lleguen a materializarse.
Andrea Aspinall, matemática y espía, entra en este mundo sofisticado a través de una acaudalada familia de Estoril. Karl Voss, agregado militar de la Legación Alemana, ha llegado, reconcomido por su implicación en el asesinato de un Reichsminister y traumatizado por Stalingrado, con la misión de salvar a Alemania de la aniquilación.
En la placidez letal de un paraíso corrompido, Andrea y Voss se encuentran y tratan de encontrar el amor en un mundo donde no se puede creer en nadie. Tras una noche de terrible violencia, Andrea queda atrapada por un secreto que le provocará adicción al mundo clandestino, desde el brutal régimen fascista de Portugal hasta la paranoia de la Alemania de la Guerra Fría. Y allí, en el reino helado de Berlín Este, al descubrir que los secretos más profundos no obran en manos de los gobiernos sino de los más allegados, se ve obligada a tomar la decisión más dura y definitiva.
Un thriller apasionante que abarca desde la Europa de los tenebrosos días de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín.

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– Será mejor que Cardew se la lleve ya hacia la casa. Se está haciendo tarde. Le he dicho que le hable de Wilshere y su esposa, pero también le he dado instrucciones de que excluya ciertos detalles que, por la seguridad de su tapadera, será mejor que descubra por usted misma. No quiero que entre allí sabiendo demasiado sobre la situación y no reaccione correctamente a los… acontecimientos. Se supone que es usted secretaria. Su primera estancia en el extranjero y todo eso. Quiero que se muestre curiosa por todo y por todos.

– No parece que me vaya a resultar muy difícil, señor.

Sutherland esbozó una mueca. La columna marrón de dientes reapareció y se desvaneció con la misma rapidez. Fue a la puerta y llamó a Cardew.

8

Sábado, 15 de julio de 1944, Estoril, cerca de Lisboa.

De camino en el coche de Meredith Cardew pasaron por delante de playas vacías. El sol seguía en lo alto y el aire estaba espeso por el calor, la mar en calma chicha, el océano Atlántico apenas lamía la arena. Anne no hablaba, todavía abrumada por su primer encuentro con Rose y Sutherland. Al otro lado del estuario, Cardew señaló las playas de Caparica y, más sumido en la calima, discernible tan sólo como un borrón, el cabo Espichel. Intentaba relajarla.

El aire salino que entraba por las ventanillas retrotraía fines de semana junto al mar antes de la guerra con su madre tapada de la cabeza a los pies y con bufanda puesta frente al viento y el sol, mientras su cuerpo joven adquiría un tono avellana tostado en un solo día. Era fácil amar ese lugar, pensó, después de Londres y sus casas bombardeadas y ennegrecidas, las calles de un gris apagado llenas de cascotes. Allí, junto al mar, bajo el cielo inmenso, rodeada de palmeras y buganvillas, tendría que ser fácil olvidar cinco años de destrucción.

Cardew conducía con una mano, mientras con la otra metía zarpazos de tabaco en su pipa. Se las apañó incluso para encenderla sin precipitarlos por las rocas al mar. Tenía entre treinta y cuarenta años y el pelo rubio rojizo ralo y afeitado a cuchilla en la nuca. Era alto, de piernas muy largas, y esbelto, con la nariz prominente y una sonrisa fácil que le arrancaba de las comisuras de los labios. Sus pantalones anchos ondeaban al ritmo de las rodillas, que parecían dirigir una orquesta invisible; llevaba el dobladillo a medio camino de las pantorrillas, cubiertas por gruesos calcetines beis. Calzaba pesados zapatos de cuero.

¿Cómo sería la ropa de invierno?

Fumaba en pipa como si tirara besos. Su brazo derecho había sufrido una grave quemadura hasta el codo. Tenía en la piel un arabesco brillante, como un fósil marino sobre una roca.

– Agua hirviendo -explicó al captar su mirada-, de pequeño.

– Lo siento -dijo ella, incómoda por que la hubiera pillado.

– ¿La han puesto al día Sutherland y Rose?

– Todo lo que estaban dispuestos. Me han dicho que han dejado algunas lagunas a propósito.

– Aja… -dijo Cardew, mientras fruncía la frente en un gesto de incertidumbre-. ¿Le contó Rose algo de Mafalda?

– Me dijo que atravesaba una crisis de algún tipo, pero que no «aullaba a la Luna», según él, sólo son nervios.

– Yo no sé lo que es. Tiene algo que ver con su marido, tal vez, pero también podría tratarse de algo genético. Un poco de historial de endogamia. Las grandes familias portuguesas son famosas por eso. Se casan entre primos carnales y cuando menos se lo esperan… Vamos, basta mirar a la familia real portuguesa. Una panda de chotas como la copa de un pino.

– ¿No ha pasado a la historia ya? La familia real.

– Hace treinta y seis años. Un asunto espantoso. El rey y su hijo llegaban a Lisboa del campo, de Vila Viçosa en realidad, no muy lejos de donde tiene sus orígenes la familia de Mafalda, cerca de la frontera. Llegaron a Lisboa, cruzaban las calles a paso lento, los dos asesinados en su carruaje. Fin de la monarquía. Bueno, hicieron falta un par de años más para que la cosa se extinguiera, pero aquél fue el fin a todos los efectos: 1908. De todos modos, puede que sólo esté deprimida o algo así. Sea lo que sea, no está bien, lo cual es el motivo probablemente de que Wilshere busque compañía.

– Compañía femenina, tengo entendido.

Cardew se revolvió en el asiento y adoptó el aire cauteloso de un urogallo en la primera cacería de la temporada.

– Un pelín raro, el bueno de Wilshere. Ha roto el molde. No es un tipo cualquiera.

– ¿Tiene hijos?

– Sólo varones, y lejos. Nada de hijas. Es por eso por lo que debe de querer compañía femenina. Y yo que tengo cuatro, vaya por Dios -dijo, un tanto lúgubre-. Adiós al legado deportivo… aunque la mayor es campeona de salto de longitud del colegio.

– No todo está perdido, señor Cardew.

El se animó y levantó el extremo de su pipa apretando la mandíbula.

– Me parece que le gustará el señor Wilshere -dijo Cardew-. Y sé que a él le gustará usted. Tiene ese aire de determinación. Le gustan las chicas con algo de genio. Marjorie no le gustaba.

– ¿Marjorie?

– Mi ex secretaria. La que se casó con el portugués y ahora está embarazada. El marido no le deja trabajar, dice que tiene que descansar. A la pobre le quedan seis meses. En fin, por eso está usted aquí. De todas maneras Wilshere no hizo buenas migas con ella. Ella era un poco demasiado inglesa para su gusto y él la ponía nerviosa. Sí, puede ponerse un poco así. Si le cae bien, no pasa nada. Si no, es… es un desgraciado insoportable.

– Usted le cae bien.

– Sí… a su manera.

– ¿No es también usted un poco demasiado inglés?

– Lo siento, chica. Soy escocés, por los cuatro costados. Hablo como un inglés pero soy escocés de pura cepa. Como Wilshere, de hecho, que es irlandés hasta la médula pero habla como si tuviera una cuchara de plata en la boca.

– O una patata caliente… si es irlandés -dijo Anne. Cardew soltó una risotada, aunque no le pareciera tan gracioso. Sencillamente, le gustaba reír.

– ¿Qué más hay que saber de Patrick Wilshere? -preguntó ella.

– Puede ser un seductor…

– Además de bebedor y jugador.

– También monta a caballo. ¿Usted sabe?

– No.

– Se está muy bien, allí en la Serra de Sintra, montando a caballo -comentó Cardew-. Sutherland me dijo que era usted un cerebro. Matemáticas. Idiomas. Todo eso.

– No me quedó mucho tiempo para nada más. No me va el deporte, señor Cardew. Lo siento. No se me dan muy bien los equipos, supongo. Probablemente tenga algo que ver con lo de ser hija única y…

Se frenó justo a tiempo para no decir «y no tener padre». Ahora tenía padre, por supuesto. Graham Ashworth. Contable. Miró por la ventanilla y puso en orden sus pensamientos. Dejaron atrás grandes villas independientes, jardines casi tropicales.

– En Estoril hay cabezas coronadas de Europa que no toman parte en la guerra -dijo Cardew-. Así es ese sitio.

Se apartó de la carretera principal a la altura de la estación de tren de Estoril y entró en una plaza bordeada de hoteles y cafés situados en torno a unos jardines de palmeras y rosales, que se escalonaban gradualmente hasta llegar al edificio moderno de la cumbre.

Dejaron atrás el Hotel Palacio, que Cardew le dijo que era «nuestro» y justo después el Hotel Parque, que era «suyo». Rodearon el edificio moderno de la parte de arriba que resultó ser el casino y Cardew señaló un pasaje angosto y cubierto de maleza y una puerta en el seto, más arriba, que era la entrada trasera al jardín de los Wilshere. Siguieron subiendo, hasta la cima de la colina, entre jardines cercados de lujo, pegados a las imponentes palmeras datileras y los abanicos puados de los palmitos, mientras las luces púrpuras chillonas de las buganvillas trataban de escapar por encima de los muros. Anne se enderezó las gafas de sol sobre la nariz, apoyó un codo en la ventanilla y deseó tener un cigarrillo encendido, lo cual le pareció que sería el toque definitivo de estilo para una actriz de primera fila que llegara a su casa de la Riviera.

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