– En cierto modo, les privó, pero ambos son ricos y afortunados y no se opusieron. Ya conoce usted a las familias italianas, James. La felicidad de papá, los derechos de papá, el respeto hacia papá…
Bond preguntó de qué forma se habían hecho ricos los dos hijos y Sukie vaciló un instante antes de contestar.
– Ah, pues, con sus negocios. Son propietarios de empresas y cosas por el estilo… Sí, James, aceptaré su oferta de acompañarme a Roma. Gracias.
Estaban a medio comerse el cordero cuando el padrone se acercó presuroso, pidió disculpas a Sukie y se inclinó para susurrarle a Bond que le llamaban urgentemente por teléfono. Indicó por señas el bar donde el teléfono aparecía descolgado.
– Bond -dijo éste en voz baja, acercándose el teléfono al oído.
– James, ¿estás en algún lugar privado?
Bond reconoció inmediatamente la voz,
Era la de Bill Tanner, el jefe de Estado Mayor de «M».
– No, estoy cenando.
– Es urgente. Muy urgente. ¿Podrías…?
– Desde luego -Bond colgó el aparato y regresó a la mesa para disculparse ante Sukie-. No tardaré mucho -dijo, explicándole que May se encontraba enferma en una clínica-. Quieren que les llame yo.
Ya en su habitación, acopló el CC-500 al teléfono y llamó a Londres. Bill Tanner se puso inmediatamente al aparato.
– No digas nada, James, limítate a escuchar. Las instrucciones son de «M». ¿Lo aceptas?
– Pues, claro.
No le quedaba más remedio, puesto que Bill Tanner hablaba en nombre del jefe del Servicio Secreto.
– Deberás quedarte donde estás y andarte con mucho cuidado -dijo Tanner muy nervioso.
– Mañana tenía que irme a Roma y…
– Escúchame, James. Roma vendrá a ti. Tú, repito, tú, corres un gravísimo peligro. Un verdadero peligro. No podemos enviarte a nadie tan de prisa, por consiguiente, tendrás que protegerte tú mismo. Pero quédate donde estás. ¿Comprendido?
– Comprendido.
Al decir que Roma iría a él, Bill Tanner se refería a Steve Quinn, el residente del Servicio en Roma. El mismo Steve Quinn con quien Bond tenía previsto pasar un par de días. Ahora, preguntó por qué razón Roma iría a él.
– Para ponerte en antecedentes. Facilitarte información. Intentar sacarte de la situación -Tanner respiró hondo al otro lado de la línea-. Insisto en que corres un grave peligro, amigo mío. El jefe ya sospechó la existencia de problemas antes de que te fueras, pero la información concreta no la obtuvimos hasta hace una hora. «M» ha tomado un avión con destino a Ginebra, y Quinn se dirige allí para recibir órdenes. Después, acudirá directamente a ti. Se reunirá contigo antes del almuerzo. Entretanto, no te fíes de nadie. Y, por lo que más quieras, ten cuidado.
– Ahora estoy con la muchacha Tempesta. Prometí llevarla a Roma. ¿Qué sabéis de ella? -preguntó Bond con inquietud.
– No tenemos todos los datos, pero sus conexiones parecen limpias. Desde luego, no está relacionada con la «Honrada Sociedad». Aun así, no te fíes demasiado. No dejes que se sitúe a tu espalda.
– En realidad, precisamente estaba pensando lo contrario -contestó Bond, esbozando una amarga sonrisa teñida de crueldad.
Tanner le dijo que intentara retenerla en el hotel.
– Dale largas sobre lo de Roma, pero procura que no recele. En realidad, tú no sabes quiénes son tus amigos y quiénes tus enemigos. Roma te dará mañana toda la fuerza que necesitas.
– Me temo que no podremos salir hasta última hora de la mañana -le dijo Bond a Sukie al regresar a la mesa-. Es un hombre de negocios amigo mío que ha ido a visitar a mi ama de llaves. Pasará por aquí mañana por la mañana y la verdad es que necesito hablar con él.
Sukie contestó que no importaba.
– De todos modos, esperaba que mañana hubiera una demora.
¿Había en su voz una invitación?
Luego, ambos siguieron conversando animadamente y, al terminar, se tomaron un café y un fine en el pulcro comedor de manteles a cuadros blancos y rojos y reluciente cubertería en el que dos imperturbables camareras del norte de Italia atendían a los clientes como si distribuyeran órdenes judiciales en lugar de comida.
Sukie sugirió la posibilidad de que ambos se sentaran a una de las mesas exteriores del Mirto, pero Bond rechazó la idea pretextando que estarían incómodos.
– Los mosquitos y demás bichejos tienden a congregarse alrededor de las luces. Se le pondría esta piel tan preciosa que tiene completamente hinchada. Estamos mejor aquí dentro.
Sukie le preguntó a qué se dedicaba y él consiguió convencerla con sus vaguedades habituales. Más tarde, hablaron de las ciudades y villas que a ambos les gustaban, así como de comidas y bebidas.
– Tal vez pueda invitarla a cenar en Roma -dijo Bond-. No es por despreciar lo de aquí, pero creo que podremos conseguir algo más interesante en el Papa Giovanni o la Augustea.
– Me encantará. Es muy estimulante hablar con alguien que conoce tan bien Europa. Me temo que la familia de Pasquale es muy romana. No suelen ir mucho más allá de la Via Appia.
La velada fue muy agradable, aunque Bond tuvo que hacer un esfuerzo por mostrarse relajado tras las inquietantes noticias que había recibido de Londres. Ahora, todavía le quedaba una noche de espera.
Subieron juntos y Bond se ofreció a acompañar a Sukie a su habitación. Cuando llegaron a la puerta, Bond no tuvo la menor duda con respecto a lo que iba a ocurrir. La mujer se dejó abrazar sin oponer resistencia, pero, cuando Bond la besó, no reaccionó y mantuvo los labios cerrados y el cuerpo en tensión. Vaya por Dios, una puritana, pensó Bond. Sin embargo, lo volvió a intentar, aunque sólo fuera para no perderla de vista. Esta vez, Sukie se apartó y le cubrió delicadamente los labios con sus dedos.
– Lo siento, James, pero no -dijo, esbozando una sonrisa casi espectral-. Recuerde que soy una buena chica educada en un convento -añadió-. Pero ésa no es la única razón. Si sus intenciones son serias, tenga paciencia. Ahora, buenas noches y gracias por la deliciosa velada.
– Soy yo quien debe darle las gracias a usted, principessa -contestó Bond en tono ceremonioso.
La miró mientras ella cerraba la puerta y luego regresó lentamente a su habitación, se tomó un par de tabletas de Dexedrina y se dispuso a pasar toda la noche en vela.
Steve Quinn era un hombre alto, corpulento, barbudo y de temperamento extrovertido, a diferencia de lo que suelen ser los que ocupan una posición encubierta en el Servicio. Allí se prefieren los llamados «hombres invisibles», las personas grises que pueden pasar inadvertidas entre la muchedumbre. «Es un barbudo hijo de perra», solía comentar la esposa de Steve, la menuda rubia Tabitha.
Bond observó a través de las persianas entreabiertas cómo Quinn descendía de un automóvil de alquiler y se encaminaba hacia la entrada del hotel. Minutos más tarde, sonó el teléfono y le anunciaron al señor Quarterman. Bond pidió que lo enviaran a su habitación.
Quinn se encontró en el interior de la estancia con la puerta cerrada bajo llave casi antes de que se extinguiera el eco de su llamada con los nudillos. No habló inmediatamente, sino que, primero, se acercó a la ventana y contempló el patio frontal del hotel y el barco del lago recién llegado al embarcadero. Normalmente, la impresionante belleza del lago solía dejar boquiabiertos a los turistas que desembarcaban. Sin embargo, aquella mañana, desde la habitación de Bond, se pudo oír la estridente voz de una inglesa, diciendo:
– Francamente, no sé qué tiene eso de interesante, querido.
Bond hizo una mueca de reproche y Quinn esbozó una leve sonrisa casi oculta por su barba. Contempló las sobras del desayuno de Bond y preguntó en voz baja si el lugar estaba limpio.
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