John Gardner - Nadie Vive Enternamente

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Durante años, May, el ama de llaves escocesa de James Bond, ha sido la única constante de su agitada existencia. Pero May tiene gravemente dañado el pulmón izquierdo, lo cual provoca en el superagente un paroxismo de preocupación casi filial. Primero un gran especialista londinense y luego la convalecencia en una carísima clínica alemana tranquilizan la conciencia de Bond, pero no consiguen acallar la cáustica lengua del ama de llaves. Bond ha sido advertido de que, en caso de negarse a “colaborar”, la mujer corre el peligro de no celebrar su próximo cumpleaños.
Un incidente en el transbordador del Canal de la Mancha -cuando el buque permanece detenido mientras se busca a un par de jóvenes que, al parecer, han caído por la borda- pone inexplicablemente nervioso al famoso superagente. Y pocas horas después de su desembarco en un puerto belga, se produce el primer movimiento de un desconcertante y mortífero juego del gato y el ratón, en el que la presa es precisamente James Bond. ¿Cuál podrá ser el objetivo de la venganza personal tramada por un atacante que Bond no logra identificar?
Nunca los mecanismos de defensa del superagente 007 han sido sometidos a más dura prueba que en el momento en que comprende que se ha puesto precio a su cabeza…

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– Buenos días, míster Bond. Se encuentra usted en Bélgica, ¿verdad?

Bond le contestó cortésmente que se encontraba en Francia, que al día siguiente estaría en Suiza y, al otro, en Italia.

– Tal como suele decirse, está usted quemando mucha llanta.

Kirchtum era un hombre menudo, pero tenía una voz atronadora. En la clínica se le podía oír en una habitación mucho antes de que llegara. Las enfermeras le llamaban la Sirena de Niebla .

Bond preguntó por May.

– Sigue muy bien. Nos da órdenes a todos, lo cual es un buen síntoma de recuperación -Kirchtum soltó una sonora risotada-. Creo que el cocinero está a punto de romper la baraja, como dicen ustedes en inglés.

– Acepte su renuncia -dijo Bond, sonriendo para sus adentros.

Estaba seguro de que Herr Doktor cometía deliberados errores en lenguaje coloquial. Preguntó si había alguna posibilidad de hablar con la paciente, y le dijeron que en aquellos instantes la estaban sometiendo a un tratamiento y no podría ponerse al teléfono hasta más tarde. Bond dijo que intentaría llamar de nuevo durante su viaje por Suiza, dio las gracias a Herr Doktor y estaba a punto de colgar cuando Kirchtum le detuvo.

– Hay alguien aquí que desearía hablar un momento con usted, míster Bond. No se retire. Ahora se la paso.

Para su gran sorpresa, Bond oyó la voz del brazo derecho de «M», miss Moneypenny, hablándole con aquel tono cariñoso que siempre reservaba para él.

– ¡James! Qué alegría hablar contigo.

– Pero, bueno, Moneypenny, ¿qué demonios estás haciendo tú en la Klinik Mozart?

– Estoy de vacaciones como tú, y paso unos días en Salzburgo. Me pareció oportuno venir a visitar a May. Está estupendamente bien, James.

Moneypenny parecía contenta y emocionada.

– Te agradezco que hayas pensado en ella. Pero cuídate mucho en Salzburgo… Todos estos aficionados a la música que visitan la casa de Mozart y van a los conciertos…

– Hoy en día, lo único que buscan son los exteriores utilizados en Sonrisas y lágrimas -contestó ella, riéndose.

– Aun así, ten cuidado, Penny. Me han dicho que estos turistas sólo quieren una cosa de una chica como tú.

– Pues, ojalá fueras tú un turista, James.

Miss Moneypenny todavía reservaba un lugar especial para Bond en su corazón. Tras conversar un poco con ella, éste le agradeció de nuevo su amable visita a May.

El equipaje ya estaba listo y el sol penetraba a raudales por las ventanas abiertas. Bond daría una vuelta por los alrededores del hotel, comprobaría el estado del automóvil, se tomaría otro café y se echaría a la carretera. Mientras bajaba al vestíbulo, se percató de lo mucho que necesitaba unas vacaciones. El año había sido muy duro y, por primera vez, Bond se preguntó si habría tomado una decisión adecuada. Quizá hubiera sido mejor un corto viaje a su querido Royale-les-Eaux.

Un rostro conocido se deslizó por la periferia de su ángulo visual en el momento de cruzar el vestíbulo. Bond dudó un instante, se volvió y contempló con expresión distraída la luna del hotel en la que se podía ver la imagen reflejada de un hombre sentado cerca del mostrador de recepción. El hombre hojeaba con aire ausente el ejemplar de la víspera del Herald Tribune sin dar la menor muestra de haber visto a Bond. Era un tipo de baja estatura, pulcra y elegantemente vestido y con el aire de seguridad propio de los individuos bajitos. Bond siempre desconfiaba de las personas bajitas; conocía su tendencia a compensar el defecto por medio de una implacable agresividad, como si sintieran el imperioso impulso de demostrar su valía.

Tras identificar al personaje, dio media vuelta. El rostro le era bien conocido, con sus afiladas facciones de hurón y los mismos ojos brillantes y móviles de este animal. ¿Qué demonios, se preguntó, estaría haciendo Paul Cordova -o la Rata , tal como le conocían en el mundo del hampa- en Estrasburgo? Bond tenía conocimiento de los rumores según los cuales el KGB soviético, haciéndose pasar por un organismo del Gobierno de los Estados Unidos, le había utilizado para cierto trabajo sucio en Nueva York.

Paul Cordova, la Rata , era un ejecutor -término educado para designar a un asesino- de una de las principales «familias» de Nueva York, y su fotografía e historial figuraban en los archivos de los principales departamentos de policía y espionaje de todo el mundo. Parte del trabajo de Bond consistía en reconocer rostros como aquél, aunque Cordova se movía más bien en los ambientes del crimen y no en los círculos de espionaje. Sin embargo, Bond no le llamaba la Rata. Para él, aquel hombre era el Enano Venenoso. ¿Sería su presencia en Estrasburgo otra coincidencia?, se preguntó.

Bajó al aparcamiento, examinó exhaustivamente el Bentley y le dijo al vigilante que lo recogería al cabo de media hora. No quería que ningún empleado del hotel tocara el vehículo. Al llegar, incluso ciertos rostros se enfurruñaron porque no quiso dejar las llaves en el mostrador. En el aparcamiento no pudo evitar ver el siniestro Porsche 911 Turbo Serie 3 de color negro. La matrícula trasera estaba salpicada de barro, pero el escudo del Cantón Tesino resultaba claramente visible. Quienquiera que le hubiera adelantado en la autopista poco antes de la destrucción del BMW se hallaba ahora en el hotel. Sus antenas le dijeron que había llegado el momento de largarse de Estrasburgo. La pequeña nube amenazadora había aumentado ligeramente de tamaño.

Cordova no estaba en el vestíbulo del hotel cuando Bond regresó. Al llegar a su habitación, Bond volvió a llamar a Transworld Exports de Londres, utilizando de nuevo el desmodulador. Aunque estuviera de vacaciones, tenía la obligación de informar sobre los movimientos de cualquier persona como el Enano Venenoso, sobre todo, si ésta se encontraba lejos de su propio medio.

Veinte minutos más tarde, Bond se sentó al volante del Bentley, camino de la frontera alemana. La cruzó sin que se produjera ningún incidente, evitó pasar por Friburgo y, por la tarde, cruzó la frontera con Suiza por Basilea. Tras varias horas de viaje por carretera, tomó el tren, cargó el vehículo en el vagón de automóviles para cruzar el paso del San Gotardo y, a primeras horas de la noche, el Bentley se adentró por las calles de Locarno y enfiló la carretera del borde del lago. Después pasó por Ascona, al paraíso de los artistas tanto profesionales como aficionados, y por la pequeña y bonita localidad de Brissago.

A pesar del sol y los impresionantes paisajes de las pulcras aldeas suizas y las altas montañas, Bond no pudo dejar de experimentar un presentimiento de peligro inminente mientras se dirigía al sur. Al principio, atribuyó su estado de ánimo a los extraños acontecimientos que se habían producido en la víspera y a la desconcertante experiencia de ver a un matón de la Mafia de Nueva York en Estrasburgo. Al acercarse al lago Maggiore, si todo ello no estaría motivado por su orgullo herido. Le molestaba claramente que Sukie Tempesta, tan tranquila y segura de sí misma, no hubiera sucumbido a sus dotes de seductor. Hubiera podido demostrarle, por lo menos, un poco de gratitud. Y, sin embargo, apenas le dirigió una sonrisa.

Cuando vio los rojizos tejados de las aldeas situadas en el borde del lago, Bond empezó a reírse. De repente, se libró de la tristeza y reconoció su propia mezquindad. Introdujo un disco compacto en el estéreo y, al cabo de unos momentos, la combinación del paisaje y el gran Art Tatum interpretando The Shout disipó las sombras y le puso de buen humor. Aunque la zona del país que más le gustaba eran los alrededores de Ginebra, aquel rincón de Suiza lindante con Italia le tenía robado el corazón. En sus años mozos, había tomado el sol en las playas del lago Maggiore y saboreado las mejores comidas de su vida en Locarno, y una vez, en una cálida noche de luna en que las luces de las engalanadas embarcaciones de pesca hacían brillar las aguas de Brissago, hizo inolvidablemente el amor con una condesa italiana.

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