Parecía desierta y no había nadie junto a las bombas, aunque la puerta del pequeño despacho estaba abierta. Una indicación en rojo advertía de que las bombas no eran de auto-servicio, por lo que acercó el Mulsanne a la bomba de la super y apagó el motor. Al descender del vehículo para estirar un poco las piernas, se percató del tumulto tras el pequeño edificio de ladrillo y cristal. Oyó unas voces enfurecidas y un rumor sordo, como de alguien que hubiera chocado con un automóvil. Bond cerró el vehículo, utilizando el dispositivo de cierre central, y se encaminó a grandes zancadas hacia la esquina del edificio.
Detrás del despacho había una zona de garaje. Un Alfa Romeo Sprint de color blanco se hallaba estacionado frente a la puerta abierta. Dos hombres acorralaban a una mujer contra la cubierta del motor. La portezuela del lado del conductor se hallaba abierta y un bolso de mano yacía en el suelo con todo el contenido desparramado a su alrededor.
– Vamos -dijo uno de los hombres en tosco francés-, ¿dónde está? ¡Tiene que haber un poco! Suéltalo.
Al igual que su compañero, el matón vestía unos descoloridos vaqueros, camisa y zapatillas de gimnasia. Ambos eran de baja estatura, anchas espaldas y musculosos brazos bronceados, unos pájaros de cuenta en suma. La víctima protestó y el hombre que había hablado levantó la mano para abofetear el rostro de la mujer.
– ¡Quietos!
La voz de Bond restalló como un látigo mientras éste se adelantaba.
Los hombres le miraron perplejos. Después, uno de ellos esbozó una sonrisa.
– La vendo por dos reales -dijo suavemente, asiendo a la mujer por el hombro y empujándola lejos del automóvil.
El que se encontraba más cerca sostenía una llave de tuerca en la mano y debía pensar que Bond era una presa fácil. Su ensortijado cabello estaba muy sucio y descuidado y su ceñudo rostro mostraba las huellas propias de un experto luchador callejero. Pegó un brinco con el cuerpo medio agachado, sosteniendo la llave a ras del suelo. Se movía como un mono de gran tamaño, pensó Bond mientras acercaba la mano a la varilla de su cadera derecha.
La varilla, fabricada por la misma empresa creadora de la pistola ASP de 9 mm, es un bastoncito metálico de unos quince centímetros de longitud, con un revestimiento de goma antideslizante, y tenía un aspecto totalmente inofensivo. Bond la extrajo de la funda y la sacudió con fuerza, moviendo la muñeca con energía. Del mango revestido de goma surgió como por ensalmo una varilla telescópica de acero de veinticinco centímetros de longitud, la cual quedó automáticamente acoplada al mismo.
La súbita aparición del arma pilló al joven por sorpresa. Este levantó el brazo derecho sin soltar la llave y dudó un instante. Bond dio un salto lateral a la izquierda y blandió rápidamente la varilla.
Se oyó un siniestro crujido seguido de un alarido de dolor al producirse el contacto entre la varilla y el antebrazo del atacante. El chico soltó la llave y dobló la cintura, sosteniéndose el brazo roto mientras profería violentas maldiciones en francés.
Bond efectuó un nuevo movimiento y esta vez golpeó levemente la nuca del individuo, el cual cayó de hinojos y se inclinó hacia adelante. Bond se lanzó de inmediato contra el segundo matón. Pero el hombre no estaba para peleas. Dio media vuelta y echó a correr, aunque no con la suficiente rapidez ya que la punta de la varilla le alcanzó el hombro izquierdo, fracturándole, sin duda, algún hueso.
El sujeto lanzó un grito más fuerte que el de su compañero y luego levantó las manos en actitud de súplica; pero Bond no tenía la menor intención de ser amable con un par de miserables que habían atacado a una mujer prácticamente indefensa. Se abalanzó sobre el hombre y hundió la varilla en su ingle, arrancándole un nuevo grito de dolor interrumpido por un hábil golpe en la parte lateral del cuello que le dejó sin sentido aunque no le produjo ulteriores daños.
Bond apartó a un lado la llave de tuerca por medio de un puntapié y se volvió para atender a la joven, la cual ya estaba recogiendo sus cosas junto al automóvil.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó, tomando nota de su apariencia italiana: larga melena de cabello rojizo, cuerpo elástico, rostro ovalado y grandes ojos castaños.
– Sí. Gracias, sí.
No se le notaba el menor asomo de acento. Al acercarse, Bond observó sus mocasines de la marca Gucci, sus largas piernas enfundadas en unos ajustados vaqueros Calvin Klein y su blusa de seda de Hermes.
– Menos mal que pasó usted por aquí. ¿Cree que deberíamos llamar a la policía? -preguntó la mujer, sacudiendo ligeramente la cabeza mientras echaba el labio inferior hacia afuera y soplaba para apartarse el cabello de los ojos-. Yo sólo quería gasolina.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Bond, echando un vistazo al Alfa Romeo.
– Digamos que los sorprendí con las manos en la masa y se lo tomaron algo mal. El empleado está inconsciente en el despacho.
Los atracadores, haciéndose pasar por empleados, se disculparon al verla acercarse y le dijeron que las bombas de la parte delantera no funcionaban y que si, por favor, quería llevar el automóvil a la bomba de la parte de atrás.
– Caí en la trampa y me sacaron del vehículo a la fuerza.
Bond le preguntó cómo sabía lo que le había ocurrido al empleado.
– Uno de ellos le preguntó al otro qué tal estaba y éste contestó que no recuperaría el conocimiento hasta al cabo de una hora -no había la menor tensión en su voz y Bond observó que no le temblaban las manos mientras se alisaba la desgreñada mata de cabello-. Si quiere marcharse, ya telefonearé yo misma a la policía. No es necesario que se quede, ¿sabe?
– Ni usted tampoco -contestó Bond sonriendo-. Esos dos también van a estar un buen rato dormidos. Por cierto, me llamo Bond. James Bond.
– Sukie -dijo ella, tendiéndole una mano. La palma estaba seca y el apretón era firme-. Sukie Tempesta.
Al final, ambos decidieron aguardar la llegada de la policía, cosa que a Bond le costó una hora y media de retraso. El empleado de la gasolinera estaba herido y necesitaba urgente asistencia médica. Sukie hizo lo que pudo por él mientras Bond trataba de averiguar más detalles acerca de ella ya que todo el asunto empezaba a intrigarle. Tenía la impresión de que la chica no le había dicho toda la verdad. Por muy hábiles que fueran sus preguntas, Sukie conseguía salirse por la tangente con respuestas que no le decían nada.
La simple observación no le permitía conseguir ningún dato. La chica tenía un considerable aplomo y hubiera podido ser cualquier cosa, desde una abogada hasta una dama de la alta sociedad. A juzgar por su aspecto y por las joyas que llevaba, debía gozar de una desahogada situación económica. Cualesquiera que fueran sus antecedentes, Bond llegó a la conclusión de que Sukie era una joven sumamente atractiva que hablaba en voz baja, se movía con gestos pausados y mantenía una actitud reservada, fruto tal vez de la desconfianza.
Lo que sí descubrió rápidamente era que hablaba por lo menos tres idiomas, lo cual era indicio de inteligencia y de excelente educación. En cuanto al resto, ni siquiera podía descubrir su nacionalidad, pese a que la matrícula del Sprint era italiana como su apellido.
Antes de que llegara la policía en medio de un atronador concierto de sirenas, Bond regresó a su automóvil y guardó la varilla, arma ilegal en cualquier país. Los agentes le sometieron a un interrogatorio y después le pidieron que firmara una declaración. Sólo entonces le permitieron llenar el depósito de la gasolina y marcharse con la condición de que hiciera saber su paradero durante las semanas sucesivas y facilitara su dirección y número telefónico de Londres.
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