John Gardner -
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– ¿Y qué eres esta vez?
– Tú me has puesto miss Arlington, pero yo hubiera sido Hetty Sharke [tiburón].
– ¿Y el pájaro?
Los ojos de Heather se llenaron de lágrimas. Bond temió por un instante que fuera a venirse abajo otra vez y trató de calmarla. Heather asintió en silencio, tragó saliva y habló con un hilillo de voz.
– Nos reíamos mucho juntas. Ella había sido Elizabeth Sparrow [gorrión], When [reyezuelo], Jay [grajo], Hawke [halcón] con una e añadida.
– ¿Y esta vez?
– Larke [alondra].
– Con e final, claro.
– Sí.
O sea que la señorita Larke, cómodamente alojada en el hotel del castillo de Ashford, era Ebbie Heritage. ¿Fue simplemente amable y le prestó a la pobre camarera su impermeable y su pañuelo o vio tal vez a alguien que le infundió sospechas, en cuyo caso trataría de largarse cuanto antes del hotel?
– ¿Teníais algún sistema de retirada por si algo fallara?
– Siempre -contestó Heather, asintiendo-. Pero eso fue una emergencia. Hicimos planes de éste tipo la primera vez que nos reunimos después de nuestra rehabilitación. Si algo fallara o yo no apareciera, ella hubiera tenido que ir a Rosslare, al Great Southern, el gran hotel que da al puerto. Eso por si tuviéramos que salir a escape en el transbordador. Pero ahora…
Su voz se perdió, ahogada por las lágrimas.
Bond consultó el reloj. Ya eran las once pasadas. Por un instante, estuvo tentado de consolar a Heather y decirle que Ebbie estaba sana y salva. Pero la experiencia le decía que era mejor guardarse la información.
– Mira, Heather, mañana va a ser un día muy duro. Tengo que bajar unos minutos. No debes abrir la puerta a nadie más que a mí. Haré una llamada Morse V (tap-tap-bag), dos veces consecutivas. Si viene alguien, no contestes. Y no te pongas al teléfono. Prepárate para acostarte. Apartaré los ojos cuando me abras la puerta…
– Vamos, James, ya soy una mujer hecha y derecha. He trabajado en el frente, no lo olvides.
Heather soltó una risita que a Bond le infundió una leve sospecha. Aquella agente de primera a quien se había encomendado el objetivo posiblemente más importante de la Operación Pastel de Crema parecía haberse emborrachado con menos de media botella de Chablis. A Bond la cosa le olía a chamusquina. La chica parecía una entusiasta aficionada que pretendiera ganarse el reconocimiento profesional. Bond se puso la chaqueta.
– Muy bien, pues, miss Heather Dare. Nada de abrir la puerta como no sea a mí, y nada de contestar al teléfono. No tardaré.
Una vez abajo, Bond se fue al bar pidió un vodka con tónica y pagó con un billete de diez libras inglesas. El cambio se lo devolvieron en moneda irlandesa como si no hubiera la menor diferencia entre el valor de ambas monedas. Bond convenció por tanto al camarero de que le entregara tres libras en monedas de diez peniques para poder utilizar una de las cabinas telefónicas del vestíbulo.
Después, examinó pausadamente el bar, la cafetería y el vestíbulo, e incluso entró en un curioso espacio cerrado, provisto de sillones tapizados con cuero negro de imitación, que ocupaba buena parte del vestíbulo como una especie de búnker.
Allí no había nadie que le inspirara el menor recelo. Ningún olor, nada impropio, tal como hubiera dicho su viejo amigo, el inspector Murray. Tras cerciorarse de que todo iba bien, se dirigió a las cabinas telefónicas situadas junto a la puerta, buscó el número del castillo de Ashford en la guía, y marcó.
– Quisiera hablar con una de sus clientes, miss Larke -le dijo a la lejana telefonista-. Elizabeth Larke.
– Un momento -hubo un clic en la línea y, después, se volvió a escuchar la voz-: Lo siento, señor, miss Larke ya se ha ido.
– ¿Cuándo? Llamo en nombre de una amiga suya que tenía que reunirse con ella en éste hotel, miss Sharke, S-h-a-r-k-e. ¿No le ha dejado ningún recado?
– Le pondré con Recepción.
Hubo una breve pausa. Después, otra voz anunció:
– Recepción.
Bond repitió la pregunta. Sí, miss Larke había dejado un recado, diciendo que se adelantaba.
– ¿No sabe usted adónde ha ido?
– Ha dejado una dirección en Dublín -la muchacha hizo una pausa, sin saber si facilitársela o no.
Al fin, cedió y le indicó a Bond la dirección de Ebbie en Dublín, cerca de Fitzwilliam Square.
Bond le dio las gracias, cortó la comunicación y marcó el número de la Rama Especial de la Garda en el castillo de Dublín.
– Soy Jacko otra vez, Norman -dijo cuando Murray se puso al aparato.
– Me pillas de milagro. Iba a salir. Espera un minuto.
El minuto se prolongó más de la cuenta. Murray quería localizar la llamada.
– Muy bien, hombre. De todos modos, necesitaba hablar contigo.
– Eso lo dejaremos para mañana, Norman. Una pregunta: ¿crees que los chicos de Mayo habrán terminado con miss Larke, la clienta que tuvo la amabilidad de prestarle su impermeable a la chica?
Otra pausa: uno, dos, tres. Murray se estaba entreteniendo para dar tiempo a los ingenieros.
– ¿Y bien? -le apremió Bond.
– Supongo que sí, siempre y cuando tuvieran una dirección en la que poder ponerse en contacto con ella. He hablado con el comisario encargado del caso. No despierta sospechas; es tan dulce como un corderito, me dijo. Un corderito y una alondra (lark), ¿qué te parece? -añadió Murray, soltando una carcajada.
– Gracias, Norman.
Bond colgó el teléfono en el acto. Murray le conocía oficialmente como Jacko B. El nombre era su seudónimo telefónico en la República de Irlanda desde hacía mucho tiempo. En realidad, pensó Bond ahora, ya debía estar un poco gastado, pero a nadie se le había ocurrido cambiárselo. Aunque habían trabajado juntos un par de veces, Murray no se llamaba a engaño con respecto al Servicio cuando Jacko B se ponía en contacto con él. Las relaciones entre ambos estaban presididas por el recelo, pero eran claras e inequívocas. Tras haber mantenido tres conversaciones con él sin tener idea de su paradero, Murray acudiría sin duda a ver al residente de la embajada en Merrion Road.
Aún no era medianoche, pero Big Mick nunca andaba muy lejos de un teléfono. Apilando las monedas sobre el teléfono público, Bond marcó el número. Mick contestó de inmediato.
Una vez ambos se hubieron identificado, éste dijo:
– Tengo los vehículos y los hombres. Dame los detalles, Jacko.
Bond le facilitó el número de matrícula de su automóvil de alquiler y luego añadió:
– Hacia las diez o diez y media de mañana por la mañana, tendrás que recogernos cerca del Green. Nosotros habremos aparcado el vehículo y subiremos por Grafton Street. ¿De qué coches dispones, Mick?
– De un Volvo rojo oscuro, de un Audi azul oscuro y de un viejo Cortina beige en muy buen estado. ¿Adónde vamos y cómo nos quieres?
– Tomaremos el camino directo a Rosslare. Quiero que uno de los vehículos se adelante, por ejemplo, el Cortina, y que el Volvo y el Audi circulen muy pegados a mí. Sígueme si puedes, Mick. Pero no exageres, que no se note demasiado. Hazme una señal luminosa con los faros si tenemos compañía persistente. Hazme dos, si ves a un hombre de tez morena con el cabello muy corto y la cara cuadrada que se pavonea en lugar de caminar…
– No creo que se pueda pavonear mucho dentro de un vehículo -dijo Big Mick en tono sarcástico.
– Es un militar alemán. Es la única descripción que te puedo dar -dijo Bond, comprendiendo que no era fácil describir a Maxim Smolin por teléfono. Le había visto sólo una vez en París hacía tres años y había estudiado en los archivos unas siete fotografías suyas, pero no servían de mucho. Volviendo a Big Mick Shean, añadió-: Hasta mañana y gracias, Mick. ¿Te parece bien el dinero en el sitio de siempre?
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