John Gardner -

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James Bond

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– Puede que sí. Pero, aun así, tendría que ser extraoficial. ¿Ya han identificado a la chica?

– Puedo averiguarlo. ¿Te llamo?

– Yo te llamaré, Norman. ¿Estarás aquí dentro de una hora?

– Sí. Pasada la medianoche, me encontrarás en casa. Esta semana tengo el turno de noche, pero mi mujer se irá por ahí a jugar al squash.

– Eso te crees tú.

– Vete al cuerno, Jacko. Llámame dentro de diez minutos o un cuarto de hora. ¿De acuerdo?

– Gracias.

Bond colgó inmediatamente el aparato, rezando para que Murray no estuviera controlado por la embajada. Nunca se sabía cómo podían reaccionar los de la Rama. Marcó otro número. Esta vez, contestó una voz despreocupada y cautelosa a un tiempo.

– ¿Mick? -preguntó Bond.

– ¿Por qué Mick pregunta usted?

– Por Big Mick. Dígale que soy Jacko B.

– Jacko, granuja -rugió la voz desde el otro extremo de la línea-, pero, ¿dónde estás? Supongo que en un hotel de lujo con la chica más guapa con que pueda soñar un hombre, sentada sobre tus rodillas.

– No la tengo sentada sobre las rodillas, Mick, pero hay efectivamente una chica muy guapa -Heather salía en aquel instante del cuarto de baño con la cara lavada-. Una chica guapísima -añadió Bond para que ella lo oyera.

Heather tomó su bolso de mano y, sin esbozar la menor sonrisa, volvió a encerrarse en el cuarto de baño.

– ¿Ves como te lo decía yo? -Big Mick soltó una risotada-. Y, si hay una mujer, habrá problemas, te conozco muy bien.

– Podría ser, Mick. Podría ser.

– ¿En qué puedo ayudarte, Jacko?

– ¿Tienes trabajo, Mick?

– Más o menos -contestó Mick, riéndose-. Un poco por aquí y un poco por allá, ya sabes.

Bond lo sabía. Conocía a Big Mick Shean desde hacía casi quince años y, aunque el irlandés tuviera a veces ciertos asuntos pendientes con la ley, a él le sobraban razones para no desconfiar. Le había adiestrado en ciertas actividades tales como vigilancia, inspección sobre el terreno y despiste.

– ¿No tendrías por casualidad unas ruedas disponibles, Mick?

Bond sabía que, si Big Mick no tenía automóvil, se lo podría proporcionar.

– Tal vez.

– Podría necesitar tres, con un par de tipos dentro de cada uno de ellos.

Hubo una pausa un tanto larga.

– Seis tipos y tres juegos de ruedas. Y eso, ¿cuánto costará?

– Un par de días de trabajo. Tarifas habituales.

– ¿En efectivo?

– En efectivo.

– ¿Dinero peligroso?

– Siempre y cuando haya peligro.

– Con los sujetos como tú, siempre hay peligro, Jacko. ¿Cómo es el trato?

– Tan fuerte y seguro como la pata de un perro. A lo mejor, necesitaré que nos vigiles a mí y a la chica…, desde lejos.

– ¿Cuándo?

– Probablemente mañana por la mañana. Ya te digo, serán dos o tres días.

– Llámanos hacia medianoche, Jacko. Tratándose de ti, los cacharros tendrán que ser respetables…

– Y seguros.

– Eso iba a decir.

– Queremos darnos una vueltecita por el campo, eso es todo.

Big Mick pareció dudar un instante.

Cuando habló de nuevo, lo hizo en voz baja y en tono muy serio.

– No será hacia el Norte, ¿verdad, Jacko?

– Justo en dirección contraria, Mick. Por eso no te preocupes.

– Dios te bendiga, Jacko. A nosotros no nos gusta la política, tú ya me comprendes.

– Te volveré a llamar hacia medianoche.

– Muy bien.

Bond colgó el teléfono en el momento en que Heather salía por segunda vez del cuarto de baño. Se había arreglado la cara e iba perfectamente peinada.

– Qué lástima, con lo guapa que estás -dijo Bond, esbozando una sonrisa.

– ¿Qué quieres decir?

– Me gustaría llevarte a cenar. Dublín presume de tener excelentes restaurantes. Por desgracia…

– No podemos exhibirnos por ahí.

– No. Me temo que tendremos que conformarnos con que nos sirvan unos bocadillos y un café aquí, en la habitación. ¿Qué te apetece?

– ¿Podríamos pedir una botella de vino en lugar de café?

– Lo que tú prefieras.

Bond llamó al servicio de habitaciones y descubrió que tenían bocadillos de salmón ahumado. Los pidió junto con una botella del mejor Chablis que había en la lista. Después, sacó la varilla y la pistola que guardaba en la maleta. No iba a permitir que le pillaran con el truco más viejo de los manuales y que se presentara otra persona en sustitución del camarero; era uno de los pocos detalles que solían cuidar bien en las malas películas. Antes de que llegara el camarero, tomó el teléfono y volvió a marcar el número del inspector Murray, según lo acordado. La llamada fue muy breve. Sabía exactamente cuánto tiempo tardaría Murray en localizar su número y, por consiguiente, también su paradero en el hotel International Airport. En su trabajo no podía uno fiarse nunca de nadie.

– ¿Norman? Aquí, Jacko. ¿Hay algo?

– Saldrá en la prensa de la mañana, Jacko. Pero quiero hablarte de otra cosa.

– Dime tan sólo lo que publicará la prensa.

– Una chica de aquí, Jacko. Sin estudios. Trabajaba como camarera a horas y se llamaba Betty-Anne Mulligan.

– Ya. ¿Tienen alguna idea por allí?

– Ninguna en absoluto. Es una buena chica. Veintidós años. No tenía novio. La familia está destrozada.

– ¿Y la mutilación?

– Creo que ya lo sabes, Jacko. Vosotros habéis tenido un par por vuestros barrios. A Betty-Anne Mulligan le machacaron la cabeza y después le extirparon la lengua. Cuando ya estaba muerta. Un trabajo muy profesional, según me han comunicado.

– ¿Nada más?

– Sólo la ropa que llevaba. El impermeable y el pañuelo de la cabeza.

– ¿Y eso?

– No eran suyos, Jacko, no eran suyos. Pertenecían a una cliente del hotel. Hacía un día precioso cuando Betty-Anne se fue al trabajo. La lluvia empezó a media tarde y la chica tenía que recorrer un largo camino para regresar a casa. Más de tres kilómetros, y no llevaba abrigo ni nada con que cubrirse la cabeza. Una cliente se compadeció de ella…

– ¿Su nombre?

– La señorita Elizabeth Larke, Jacko. ¿Te suena de algo ese nombre?

– No -contestó Bond con toda sinceridad-, pero puede que me suene mañana. En caso afirmativo, te llamaré.

– Buen chico. Ahora si…

Bond no había cesado de mirar el reloj. Le quedaban treinta segundos antes de que pudieran localizarle.

– No, Norman. No hay tiempo. Tus preguntas tendrán que esperar. ¿Aparecerá el nombre de la cliente en los periódicos?

– No. Y tampoco el detalle sobre la lengua.

– Bien. Ah, Norman, eso es absolutamente extraoficial. Estaré en contacto.

– Jacko… -oyó que decía Murray mientras él colgaba el teléfono.

Bond se pasó un minuto contemplando el teléfono en silencio hasta que la llamada del camarero le interrumpió los pensamientos.

– Heather, ¿te reunías muy a menudo con Ebbie? Creo que ya te lo pregunté, pero necesito saber más detalles.

Se tomaron los bocadillos y bebieron un Chablis del 78. Una buena cosecha, pero con un precio exagerado. Heather levantó la copa para que se la volviera a llenar.

– Nos reuníamos dos o tres veces al año.

– ¿Y cumplíais las normas de rigor?

– Sí. Tomábamos muchas precauciones. Reservábamos habitación en los hoteles bajo nombres falsos…

– ¿Cómo por ejemplo?

– Ella era siempre Elizabeth. Yo, Hetty. Nuestros apellidos eran nombres de pájaros y peces.

– Ya. ¿Teníais una lista?

– No. Cada vez que nos reuníamos, nos inventábamos los nombres que llevaríamos en nuestro próximo encuentro -Heather soltó una cantarina carcajada, casi de colegiala-. Ebbie y yo estábamos muy unidas. Era la mejor amiga que jamás he tenido. En mis tiempos, he sido miss Sole [lenguado], miss Salmon [salmón], miss Crabbe [cangrejo]. A veces, cambiábamos ligeramente la ortografía como en miss Pyke [lucio], con y griega en lugar de i latina.

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