John Gardner -

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James Bond

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Aquellos hombres no eran policías ni por pienso, a no ser que a las fuerzas del orden de Londres les hubiera dado por utilizar revólveres Colt 45 automáticos sin previo aviso. Los hombres que avanzaban corriendo por el pasillo se detuvieron en seco en cuanto vieron a Bond. Hecho curioso, habían encendido las luces del pasillo y ahora se les podía ver con toda claridad. Bond sabía que él también era un blanco fácil, pese a permanecer de lado, tal como tantas veces le habían enseñado a hacer en el cursillo de armas cortas. Eran dos hombres muy musculosos y avanzaban el uno detrás del otro.

El que iba delante, a la derecha de Bond, abrió fuego y el disparo del enorme 45 resonó en el pasillo como una bomba. Un trozo de la jamba de la puerta se desintegró, abriendo un enorme agujero mientras las astillas saltaban por el aire. El segundo disparo pasó entre Bond y la jamba. Bond oyó el silbido de la bala cortando el aire al pasar junto a su cabeza, pero, para entonces, él también había disparado, con el fin de herir tan sólo las piernas o los pies de los asaltantes con los pequeños proyectiles Glaser de su ASP. Le hubiera sido fácil liquidar a los hombres con semejantes municiones. El proyectil del número 12 suspendido en Teflon líquido en el interior de la bala estallaba al penetrar en el cuerpo. Pero Bond no quería matar a nadie. El mensaje de «M» estaba muy claro: «En caso de que algo falle, le tendremos que negar incluso ante nuestras propias fuerzas de policía.» No quería que el servicio le negara y le enviaran a la cárcel de Old Bailey, acusado de asesinato. Apretó el gatillo dos veces, un disparo a cada pared, y oyó un gemido de dolor y un grito. Después, dio media vuelta y bajó rápidamente por la escalera de incendios. Miró hacia abajo y no vio ni rastro de Heather.

Le pareció oír otro grito desde arriba, cuando llegó a la primera puerta, que Heather había dejado abierta. La cruzó a toda prisa, la cerró de golpe a su espalda y corrió el pestillo. Luego, avanzó por el pasillo hacia la puerta que daba a la calle. Al cabo de unos segundos, ya estaba fuera. Giró a la izquierda y más adelante volvió a hacer lo mismo, manteniendo ambas manos bien visibles. Inmediatamente, apareció el conserje del hotel con las llaves del automóvil y abrió la portezuela del Bentley. Bond le entregó una generosa propina y le dirigió una sonrisa a Heather cuando la vio salir del hotel y cruzar la calle.

El vehículo estaba aparcado frente a Berkeley Street. Bond se desplazó a la izquierda en la calzada y rodeó Berkeley Square. Al llegar al otro lado, volvió a girar a la izquierda y después a la derecha, pasando por delante del lujoso Hotel Connaught; giró a la izquierda para entrar en Grosvenor Square y subió por Upper Grosvenor Street, mezclándose con el denso tráfico de Park Lane.

– Mantén los ojos bien abiertos -le dijo a Heather, sentada en silencio a su lado-. Confío en que sabrás descubrir si alguien nos sigue. Voy a cruzar el parque, bajaré por Exhibition Road y después giraré a la izquierda hacia la M 4. Supongo que no será necesario que te explique las normas, pero, por si las hubieras olvidado…

– No las he olvidado -contestó Heather-. Estamos esquivando y regateando, ¿verdad?

– Sí, según el libro de normas. Nunca vueles recto más de medio minuto. Nunca camines delante sin vigilar la espalda. Despista siempre.

– Incluso cuando ellos saben que estás ahí -añadió Heather.

– Exacto -Bond sonrió, pero su boca mostraba una leve mueca de crueldad-. Por cierto, ¿qué equipaje pensabas llevar, Heather?

– Tenía una maleta en casa. Ahora ya no puedo ir por ella.

– Tendremos que comprarnos un cepillo de dientes en el aeropuerto. Todo lo demás tendrá que esperar hasta que lleguemos a Irlanda. ¿Reservaste plaza con tu propio nombre?

– Sí.

– Pues tendrás que anularla. Esperemos que la lista de espera no sea muy larga. La anularemos desde una gasolinera. Aquellos dos debían ser también hombres de Smolin. Esperaban encontrar tu cuerpo apaleado y extirparle la lengua. A juzgar por lo que he visto, hubieran sido muy capaces de hacerlo.

– ¿Le has…?

– ¿Matado? No, pero uno de ellos por lo menos está herido; quizá lo estén los dos. No me entretuve en comprobarlo. Ahora, piensa en un apellido falso.

– Smith.

– No. Según las normas de la casa, no hay que utilizar Smith, Jones, Green o Brown. Tendrás que inventarte algo más convincente.

– Arlington -dijo Heather-. Como Arlington Street. Suena distinguido.

– Es también el nombre del célebre cementerio norteamericano. Puede ser un mal presagio, pero servirá. ¿Seguimos aún sin tener compañía?

– Teníamos detrás un Jaguar XL que no me gustaba ni un pelo, pero ha girado hacia Marlowe's Road. Creo que nadie nos sigue.

– Muy bien. Ahora, escúchame, Heather. Anula tu pasaje en la Aer Lingus y procura conseguir una plaza a nombre de Arlington tan pronto como lleguemos. Yo me encargaré del resto. ¿De acuerdo?

– Lo que tú digas.

Heather estaba razonablemente tranquila y en su voz apenas se advertía la menor tensión. A Bond le era imposible deducir hasta qué extremo llegaba su profesionalismo.

Se detuvieron en la primera gasolinera de la M 4, a unos dos kilómetros del aeropuerto de Heathrow. Bond le indicó una cabina telefónica que estaba libre mientras él aguardaba junto a otra en la que una mujer parecía estar marcando todos los números telefónicos que contenía su pequeña agenda negra. Al final, Bond tuvo que utilizar la cabina de Heather. Esta hizo una seña afirmativa con la cabeza para darle a entender que había anulado el pasaje. Bond echó mano de su memoria telefónica y marcó el número del mostrador de la British Airways, en Heathrow. Preguntó si había plazas en el vuelo de las 20.15 a Newcastle. Tras recibir una respuesta afirmativa, pidió que reservaran dos plazas a nombre de miss Dare y míster Bond.

De vuelta en la zona de estacionamiento, introdujo la ASP y la varilla en el doble fondo de su maleta de huida, ocultándose tras el portaequipajes abierto del automóvil. Allí, las armas estarían a salvo de los sistemas de detección del aeropuerto y no podrían ser descubiertas en caso de registro. Como último recurso, tendría que utilizar el permiso del Servicio, aunque, en realidad, todos los oficiales de la Rama Especial de la Garda irlandesa estarían al corriente de su presencia en la República.

En quince minutos, llegaron al aeropuerto y Bond se dirigió hacia el aparcamiento en el que pensaba dejar el Bentley hasta su regreso. Durante el trayecto en autobús desde el aparcamiento al edificio de la terminal, le explicó a Heather el pian que había elaborado para subir al aparato que les conduciría a Dublín. Ya lo había puesto en práctica otras veces.

– Las listas de pasajeros de los puentes aéreos no suelen ser muy exactas. Los pasajeros del puente aéreo utilizan la misma puerta que los del vuelo a Dublín.

Bond le explicó, después, a su acompañante lo que debería hacer en caso de que no consiguiera acomodarse en un asiento del vuelo 177 de la Aer Lingus.

En las primeras fases, deberían ir por separado; se reunirían más tarde cuando él, bajo el nombre de míster Boldman, se presentara en el mostrador de Dublín. Bond le sugirió a Heather que se comprara una maleta de mano con los artículos más imprescindibles.

– Claro que en Heathrow no te será posible comprar nada que sea imprescindible de verdad -añadió, recordando los tiempos felices en que los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril ofrecían prácticamente de todo durante las veinticuatro horas del día.

Se apearon del autobús en la Terminal Uno. Faltaban veinte minutos para las ocho, y ambos actuaron con rapidez. Heather se dirigió al mostrador de la Aer Lingus y Bond a la zona del puente aéreo donde recogió los billetes reservados a sus verdaderos nombres y los pagó con su tarjeta de crédito. Llevando su maletín, regresó a toda prisa al mostrador de la Aer Lingus, recogió el billete a nombre de Boldman y esperó hasta que Heather apareció con un maletín de fin de semana recién comprado en la tienda del aeropuerto.

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