John Gardner - Scorpius

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James Bond

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Wolkovsky hizo una señal de asentimiento, al tiempo que Pearlman volvía a entrar en el recinto.

– ¿Qué hay? -le preguntó Bond.

– No gran cosa -respondió Pearlman, que parecía algo confuso-. Pero al menos he conseguido hacerme con algunos detalles.

– Explíquenoslos.

– Han venido utilizando un material muy difícil de detectar. Los perros policías no han sido todavía adiestrados para ello y pasará inadvertido en cualquier rastreo. -Hizo una pausa y se limpió la frente con la mano-. Si quiere ver cómo manipulan eso, hay abajo, en el sótano, todo un equipo de destrucción realizado manualmente junto con kilos y más kilos de explosivos. El conjunto se coloca en una especie de amplio chaleco, una capa sobre otra, aplicándose un detonador principal que está en la parte de atrás. Se activa por medio de un botón situado a la altura del pecho. Todo funciona pues, manualmente y con gran precisión. Scorpius lo ha planeado bien. Primero hay que dar un giro y luego un tirón. Se tarda menos de dos segundos y es de una seguridad total. Gracias a ese mecanismo el explosivo no se puede disparar accidentalmente, aunque la persona caiga al suelo o tropiece con alguien. La acción tiene que ser completa. Ni siquiera una bala podría hacer estallar el detonador. -Imitó los movimientos metiéndose una mano en la chaqueta, volviéndola Y haciendo como si tirase con fuerza-. Así es como hay que operar.

– ¿Y eso es lo que usted cree que Ruth lleva encima?

– Eso es lo que sé que lleva encima.

Bond le comunicó las últimas noticias y, mientras lo hacía, el teléfono volvió a sonar. Wolkovsky se apresuró a responder y volvió para enterarles de que el Servicio Secreto había dado su aprobación, aunque a regañadientes.

– Seremos tres -declaró-. Y tenemos permiso para llevar cada uno un arma. Nos identificarán en Savannah. El reactor parte dentro de media hora. Llegaremos con tiempo para esperar allí la llegada del primer ministro. ¿Quiénes iremos?

Bond miró fijamente a Pearlman.

– Usted, yo y Pearly , aquí presente. Al fin y al cabo es su hija la que lleva la carga. Si las cosas se ponen mal, tendrá que ser Pearly quien se encargue de ella.

Wolkovsky hizo una señal de asentimiento con expresión de tristeza.

– Nos han dado una calificación en clave -añadió-. La operación se llamará «El último enemigo».

– ¿El último enemigo? -preguntó Bond.

– Suena a bíblico -comentó Pearlman, resignado ante lo que se le venia encima-. Una cita del Nuevo Testamento. «El último enemigo a destruir será la muerte.»

Una vez en Savannah les tomaron las fotografías en una estancia privada para agentes oficiales. A los quince minutos cada uno de ellos lucía una tarjeta de identificación plastificada indicando que estaban adheridos al Servicio de Seguridad de la Casa Blanca y que se les podía permitir la circulación sin hacerles preguntas. Había también una provisión según la cual se les autorizaba a llevar armas. El oficial de seguridad de quien Bond sospechaba que era un hombre de la CIA había venido desde Andrews Field en un pequeño y anónimo reactor Lear. Fue éste quien les entregó unos revólveres Police Positive estandard de cañón corto que se colocaron en las sobaqueras, tras de lo cual firmaron el recibo de las armas y de la munición que las acompañaba.

Eran las doce y unos minutos cuando aterrizaron en Andrews Field, con lo que apenas si tuvieron tiempo para presentarse antes de que el VC 10 de la Royal Air Force que llevaba al primer ministro tomara tierra en la 19 Right, la pista más larga de las dos existentes.

Bond contempló la escena panorámicamente desde un jeep que avanzaba sin hacer ruido por detrás de la banda y de la guardia de honor. Se acercó una escalerilla rodante y la puerta se abrió para dejar ver la conocida figura del primer ministro, rodeado muy estrechamente por el Servicio de Protección Diplomática y por agentes del Servicio Especial. Los secretarios y consejeros se quedaron atrás conforme el primer ministro se ponía firme en la escalerilla cuando la banda empezó a tocar el himno nacional inglés seguido por el de Barras y estrellas . Una vez la ceremonia hubo terminado, los recién llegados empezaron a bajar.

– Por lo menos esta vez llevan una protección muy fuerte -murmuró Bond, agarrándose a la barra de metal conforme el equipo del primer ministro se dirigía hacia los tres helicópteros SH-3D que los estaban esperando-. Los gorilas casi no me dejan ver al primer ministro.

Los grupos se acercaron en silencio a los tres enormes helicópteros, que enseguida despegaron, lanzándose a campo través hacia la Casa Blanca para posarse, una vez allí, y desembarcar a sus pasajeros y volver a partir, en busca del resto. Los árboles ya no estaban en flor y desde el aire la ciudad tenía un aspecto espectacular con su monumento a Washington, su Reflecting Pool y el Lincoln Memorial puestos como espléndidas joyas en el ahora rosado y blanco paisaje del Mall. No por primera vez, Bond se admiró ante la semejanza que aquella ciudad ofrece con París.

Cuando el trío hubo desembarcado, el primer ministro ya se había encontrado con el presidente y ambos habían desaparecido en el interior del relativamente modesto edificio de la Pennsylvania Avenue 1600.

Wolkovsky se puso en contacto con el jefe de la seguridad de la Casa Blanca, que de manera bastante comprensible se mostraba un tanto perplejo, respecto al conjunto del programa. Había dado su aprobación al mismo, pero con cierto recelo, según manifestó:

– Por fortuna, en los momentos actuales nuestro Servicio de Seguridad es el mejor del mundo -afirmó. Y al pronunciar aquellas palabras miraba fijamente a Pearlman y a Bond.

– Sabemos muy bien lo que se está tramando -le explicó Bond tranquilamente-. A lo mejor no lo cree, pero le aseguro que se intenta un asesinato. -Hizo una pausa y enseguida pareció como si tomara el control de todo el asunto-. Dígame, ¿cuándo se va a dejar entrar a los muchachos de la prensa?

– Los de televisión están ya aquí. Los otros llegarán en cualquier momento entre ahora y alrededor de la una cuarenta y cinco.

– ¿Qué precauciones hay?

– Tendrán que enseñar sus pases especiales para la Casa Blanca.

– Esa persona tendrá también su pase, puede usted estar seguro.

– Hagan lo que crean más oportuno -les contestó el jefe de la seguridad dirigiéndoles una mirada escueta como si pensara que se estaban tomando demasiadas molestias por nada-. Entrarán por la puerta Este.

Acordaron que Wolkovsky se quedaría en el Rose Garden, donde todos estaban ahora reunidos, para echar una ojeada a la gente de la televisión, mientras que Pearlman y Bond se irían a la puerta Este, desde donde podrían ver a cada uno de los fotógrafos conforme fueran entrando.

– Si logra introducirse aquí…, si realmente intenta llevar a cabo su propósito… -empezó Bond conforme caminaban hacia la entrada dotada de su propia cabina de piedra y cristal donde se identificaba a cada visitante-. ¿Tendrá usted…?

– ¿Quiere decir si tendré el valor para matarla? -preguntó Pearlman.

– Sí; eso quiero decir.

Se produjo una larga pausa en el curso de la cual llegaron a la puerta.

– Jefe, la verdad es que no lo sé. Ya be aceptado que, a menos de que se produzca un milagro, ella tendrá que morir. Si no logro decidirme a impedirlo, usted se dará cuenta enseguida y le aseguro que nunca se lo voy a recriminar.

Permanecieron en silencio mirando a los hombres y mujeres de la prensa conforme iban trasponiendo la puerta, siendo cada uno de ellos identificado por los guardianes que conocían a la mayoría de antemano.

Los relojes continuaban su marcha. Era la una y media. No había señal de nadie que ni remotamente se pareciera a Ruth.

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