John Gardner - Scorpius

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James Bond

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Se apartó y Bond pudo ver el contorno del cuerpo de Harriett tendido en el fondo del bote cubierto por una manta.

– ¡Harry! -la volvió a llamar, esta vez con voz temblorosa.

– James, ya no sirve de nada.

Wolkovsky se echó hacia atrás y apartó la manta de las piernas de Harriett. Le habían arremangado una pernera de los tejanos y podían verse cuatro marcas horribles, un cuarteto de profundas mordeduras, allí donde los mocasines de agua habían hundido sus colmillos en la blanda carne de la pantorrilla. La sangre alrededor de las heridas estaba negra y coagulada y la pierna terriblemente hinchada, con la carne en un tono azul oscuro como el de la sangre alrededor de las heridas.

– ¡No! -gritó Bond-. ¡Por Dios santo, no…! ¡No es posible…!

– James, ya estaba muerta cuando la izamos a bordo. se tendió sobre la movediza goma, quedándose mirando hacia el cielo. «Ha sido culpa mía -pensó-. Un día más y los dos estaríamos vivos.» La terrible ironía de todo aquello le turbaba la imaginación. Luego todo pareció concentrarse y penetrar aún más en su interior conforme el subconsciente empujaba la verdad hacia un rincón de su cerebro. Hizo un esfuerzo para alcanzar la bolsa que contenía la Browning Compact.

– Dejadme que me las entienda con Scorpius -pidió-. Sus pupilas parecían muertas conforme las fijaba en la cara de Wolkovsky-. Que sea yo quien acabe con él.

– Estamos intentado atraparle vivo, James. Ahora vamos al muelle.

Bond consiguió arrodillarse y avanzó a gatas arrastrando la manta, que dejó al descubierto la cara de Harriett. Tenía el pelo pegado al cráneo, pero en sus facciones había una expresión de reposo. Debió de ser imaginación suya, pero le pareció como si volviera la cabeza y por encima del murmullo de las olas le dijera: «¡Adiós, querido James! Te he amado mucho.»

Inclinándose sobre ella, la besó en la mejilla al tiempo que exclamaba en voz alta:

– ¡Maldita sea, Harry! ¿Por qué ha tenido que ocurrir así?

Le volvió a cubrir el rostro y levantó la mirada, con las pupilas ardientes.

– Que alguien se ocupe de ella -ordenó-. Dejadla como está. Cuando todo haya terminado, quiero que se le haga un funeral como es debido. Pero ahora pienso dar uno a nuestro amigo, Vladimir Scorpius, que no tendrá nada de decoroso.

El bote hinchable tropezó contra el muelle, que Bond nunca había visto y cuya existencia ni siquiera conocía. De ser así, ¿se habrían desarrollado las cosas de manera distinta? ¿Habrían esperado un poco más? ¿Habrían seguido otra ruta? ¿Quién podía imaginarlo?

Caminó dando traspiés por el muelle, con David Wolkovsky a su lado. Pearly Pearlman aguardaba de pie en la puerta que se hallaba al extremo.

– Todos se encuentran bajo control, jefe. -Miró a Bond-. ¿Está usted bien?

– Sí, perfectamente. ¿Dónde se halla Scorpius? ¿Y esa renegada que es su esposa?

Pearlman movió la cabeza.

– Nunca ha sido su esposa. En estos momentos está explicándolo todo a un par de individuos del FBI. A lo que parece, Trilby nunca fue de los suyos realmente.

– ¿Y Scorpius? -gritó Bond.

– Continuamos siguiéndole la pista, jefe. No ha salido de la finca. De ello estamos seguros. Pero nos hemos apoderado de sus compinches, de sus malditos guardaespaldas. Y los Humildes están todos encerrados en lo que llaman el Salón de los Rezos. Ahora se les está tomando declaración.

Siguieron a Pearlman por un corredor hasta salir a un vestíbulo tras del cual atravesaron el estudio de Scorpius. Varios hombres armados se encontraban en el recinto y Bond distinguió entre ellos a un colega de Londres que examinaba los libros puestos en las estanterías.

– James, me alegro de verle -le saludó-. No debe saber dónde guardaba sus datos el padre Valentine, ¿verdad?

– ¿Todavía no los han encontrado? -Levantó la voz colérico-. ¡Cielos, muchacho! El plan terrorista completo está ahí escrito con todo detalle. Mire.

Dio un paso hacia adelante y enseguida localizó el ejemplar de imitación de Guerra y Paz , del que tiró. Inmediatamente, el sector de la librería se apartó, dejando ver la puerta que llevaba al comedor.

Bond empujó la puerta y pasó junto a su colega que estaba mirándolo todo asombrado, a la vez que murmuraba:

– ¡Vaya con el viejo pillo!

Tras haber dado tres pasos, Bond se halló en la habitación. Vladimir Scorpius se encontraba enzarzado en la tarea de bajar el enorme mapa de las islas británicas. En el segundo que transcurrió antes de que alguno de los dos actuara, Bond vio que Scorpius tenía un enorme libro abierto sobre el mostrador del bar.

– Espero que no haya hecho nada que pueda dañar ese bonito mapa, Vladi -le advirtió Bond. Al pronunciar aquellas palabras apenas si había elevado la voz, pero sus ojos estaban fijos en el mapa aún intacto, que empezaba a resbalar para cubrir los pésimos grabados-. Lo necesitamos. Y ahora, Scorpius, tenga la bondad de ponerse ambas manos sobre la cabeza.

Sus procesos mentales parecieron hacerse más lentos y vinieron a enturbiar lo que vino a continuación. Casi no se dio cuenta de lo que ocurría, pero lo estaba viendo todo bajo una extraña claridad como enfocado por una lente. Scorpius empezó a moverse y de pronto se volvió. La pistola que llevaba en la mano semejaba un juguete y pareció apuntar hacia arriba muy lentamente.

El disparo fue como un misil que hubiera sido activado en la habitación, y Scorpius quedó envuelto en humo. Se oyó un estampido cuando la primera bala fue a dar contra el artesonado, copia de otro existente en el hotel London's Connaught y que estaba a la derecha de Bond. Scorpius había fallado el tiro. Bond, repentinamente libre de su extraño sentimiento de torpor, disparó manteniendo su arma contra la cadera. Vio cómo Scorpius soltaba la pistola cuando la bala le rozó la muñeca.

– ¡Déjelo! ¡Déjemelo a mí! -gritó.

Y pudo oír cómo Wolkovsky le contestaba:

– ¡James! ¡Le quiero vivo! ¡Le quiero vivo!

Entretanto Scorpius había saltado hacia la puerta, aquella misma puerta que Trilby en su papel de esposa había atravesado hacía tan poco tiempo.

Bond se lanzó hacia allá y acabó de abrir la puerta semicerrada con tanta brusquedad que las bisagras sufrieron un tirón, al tiempo que se oía el crujir de la madera. Hallábase en un largo pasadizo por el que Scorpius corría velozmente, alejándose de él, casi llegando ya al lugar donde el pasillo torcía en ángulo recto.

Bond apretó el gatillo dos veces, pero Scorpius siguió corriendo sin ni siquiera molestarse en volver la cabeza. Aspirando el aire con fuerza, Bond le acosaba levantando ecos sobre las maderas del suelo. Al volver la esquina pudo comprobar que Scorpius continuaba visible, aunque muy por delante de él.

Bajaron un pasillo y subieron unas escaleras, para introducirse en otro corredor sin alfombrar, mientras Bond ganaba terreno lentamente. Tomó la siguiente curva patinando, y casi con un estremecimiento de placer observó el lugar hacia el que Scorpius se dirigía. Volvió a disparar muy bajo, con el propósito de errar el tiro, porque reservaba algo mucho más apropiado para el guru de los Humildes, el antiguo traficante de armas convertido en contratista del terror en sus diversas formas. Scorpius moriría a la manera que dictara la ley personal de James Bond.

Bond estaba ganando terreno. Podía ya ver frente a él las puertas de la salida para casos de incendio. Dentro de unos instantes se encontrarían en el ala que albergaba las habitaciones de los invitados. Atrapó a Scorpius justamente después de atravesar la puerta, allí donde el entarimado se transformaba en una espesa alfombra.

Scorpius forcejeaba con la puerta que anteriormente conducía al dormitorio de Bond, ahora aislado de la suite que había compartido con Harriett. Echó a Scorpius al suelo y le dio un empujón de blocaje que le dejó el cuerpo magullado y un hombro dolorido. Recordó por un momento habérselo herido con una punta del cristal cuando salieron de la trampa de los escorpiones. Si Scorpius se dirigía a su antiguo dormitorio, aquello significaba que en la ventana del mismo no habría ningún recinto-trampa. El padre Valentine/Vladimir Scorpius tenía previsto sin duda algún arriesgado plan de fuga.

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