John Gardner - Scorpius

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James Bond

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Se aferró a él como intentando encontrar en su cuerpo la paz mental que tanto necesitaba.

Estrechándola contra él, Bond trató de explicarle su plan de fuga y el modo de eludir los peligros que los amenazaban. Ahora estaba seguro de aquella mujer y decidido a hacer lo posible para salvarla…, y no sólo a ella sino quizá también a centenares de otras personas.

– Escúchame, Harry -empezó-. En mi cartera llevo algunas cosas interesantes.

– ¡Dios mío! -exclamó, atrayéndole hacia ella-. ¿No tienes bastantes conmigo?

No sería hasta la tarde siguiente cuando empezaría a explicarle lo que se había propuesto.

En aquellos momentos, extenuados por sus expansiones amorosas, los dos empezaron a hablar de su vida, de su infancia, de las cosas que les agradaban y de las que les disgustaban. Bond descubrió que Harriett era en esencia una mujer muy seria dotada de fuerte voluntad y energía. En muchos aspectos los dos poseían un sentido del humor casi idéntico y descubrieron que en su atracción mutua existía algo más que el sexo. Podían ser a la vez amantes y amigos.

A las primeras claridades perladas del alba, Harriett se sumió en un tranquilo sueño. Saltando de la cama, él se acercó sin hacer ruido a la ventana. Amanecería al cabo de una hora y notó que la luz de los focos había sido ya apagada.

Harriett se movió un poco y le llamó con voz susurrante para que volviera a la cama.

La tarde fue clara y brillante con un sol espléndido y un cielo teñido de ese azul profundo que es una de las maravillas de la vida. Sobre la playa y el mar los pelícanos volaban describiendo círculos como aviones en desordenada formación, lanzándose hacia el agua para sacar de ella su alimento. A lo lejos, junto a la orilla, Bond podía distinguir los puntitos negros de otras aves a la busca de bocados exquisitos conforme subía la marea.

Un biplano rojo, que se utilizaba para recorridos turísticos por encima de la isla, descendió bruscamente y picó como si pretendiera bombardear «Ten Pines». Pero en el último instante el piloto rectificó y el pequeño avión de juguete pareció como si se pusiera erguido sobre su cola, sostenido por el aire cálido y ascendiendo de nuevo para realizar a continuación un par de espectaculares piruetas. Bond se preguntó qué tal lo pasarían los turistas que habían pagado por participar en la diversión.

El avión volvió a pasar tres veces, y Bond empezó a tener la intuición de que allí estaba ocurriendo algo extraño. ¿Era normal que los turistas obtuvieran tres o cuatro vistas panorámicas del escondite de Scorpius? ¿No sería mejor esperar quizá otro día o incluso dos antes de intentar la fuga? Pero era demasiado arriesgado continuar aplazándola. De nuevo empezó a repasar todos los detalles comprobando la distancia desde la ventana hasta la zona pantanosa cubierta de juncos donde se encontraba el mayor de los peligros: el nido de serpientes mocasines que se ocultaba allí. Al principio del día se había dicho ya que la distancia debía ser de veinte pasos; luego habría diez pasos más por el pantano hasta alcanzar la relativa seguridad de la playa.

En la cama, metido de nuevo bajo las sábanas, explicó su estrategia a Harriett en un susurro. Scorpius y los suyos le habían estado removiendo la cartera: de ello no le quedaba la menor duda, porque conocía métodos infalibles para detectar cualquier manipulación: un pelo aquí, un fragmento de cerilla allá. Pero la tecnología de la bella Q había triunfado. La cartera guardaba celosamente todos sus secretos.

El compartimento de seguridad contenía la pistola Browming Compact de nueve milímetros, cargada junto con dos cargadores de reserva. Había también un pequeño botiquín, pero que de nada serviría contra el veneno de las mocasines acuáticas; un equipo para abrir cerraduras, unos cuantos rollos de alambre para usos varios y una robusta herramienta que lo mismo se podía usar como mortífero cuchillo de nueve pulgadas que como hacha, lima o palanqueta. Actuaba, pues, como un suplemento indispensable a su más pequeña pero versátil navaja del ejército suizo.

Por último, y pulcramente envueltas en un pedazo de papel encerado, había doce tiras de explosivo plástico, cada una de ellas del tamaño de un chicle. Colocados a prudente distancia había también detonadores y mechas electrónicas. Reveló a Harriett la existencia de los explosivos, aunque callando lo de la pistola y algunos otros objetos.

Subrayó los peligros que encerraba el pantano y calculó que sus posibilidades de salvación se elevaban a un cincuenta por ciento, especialmente luego de que ella admitiera que no nadaba muy bien. Esto significaba que él tendría que ralentizar el ritmo de sus brazadas…, si es que conseguían llegar al mar.

– Voy a preparar tres cargas muy potentes empleando el explosivo plástico. Dos barras en cada carga son capaces de producir un terrible estallido -le explicó en un murmullo mientras la iba besando. Le reveló también la existencia de tres detonadores electrónicos que podía programar para que actuaran con intervalos de dos y diez segundos-. El primero funcionará a los dos segundos; el segundo, a los cuatro, y el último a los ocho.

La operación sería sencilla y directa, pero necesitaba un cronometraje meticuloso así como frialdad y concentración.

– En cuanto hayamos salido y estemos al otro lado de la ventana nos quedaremos quietos hasta que nuestras pupilas se ajusten a la oscuridad. Cuando te empuje correremos en línea recta hacia los pantanos. -Insistió en que debía mantenerse a su nivel y contar el número de pasos-. Yo me ocuparé de las bombas de plástico -continuó-. Tendré que ir arrojándolas conforme corremos: primero la de mecha más larga; luego, la mediana, y finalmente, la corta. De este modo, y si actuamos adecuadamente, podemos conseguir una explosión simultánea. Si no me equivoco, los explosivos abrirán un camino en el pantano. Nada quedará con vida en esa zona, y cuantas serpientes se encuentren en un radio de varios metros serán puestas fuera de combate. Las que sobrevivan sufrirán una conmoción terrible. Pero ten en cuenta que son animales muy beligerantes.

«Saldremos como murciélagos de una cueva, para lanzarnos por el paso que espero abrir en el pantano. Si conservamos los ánimos y tenemos suerte, podremos llegar sanos y salvos al otro lado; es decir, a la playa, Y alcanzar el mar. Pero hay que correr en línea recta y muy deprisa. Dispondremos de menos de treinta segundos para cruzar el paso. Si me equivoco y una sola serpiente queda con vida en él o en sus inmediaciones, vamos a pasarlo muy mal.

«En el caso de que uno de los dos resulte mordido, el otro deberá continuar la marcha como sea. Una vez en el agua habrá que nadar hacia la derecha porque estamos situados más al extremo derecho que hacia el izquierdo la plantación. Tendremos que seguir mar adentro un largo trecho, porque sospecho que cuando estemos allí Scorpius habrá empezado a disparar como un loco tanto desde la derecha como desde la izquierda de la finca.

– ¿Quieres decir que si una serpiente te muerde, James, tendré que abandonarte? -preguntó Harriett con voz débil e insegura.

– Quedarse significaría la muerte.

Tras una larga pausa, ella le abrazó fuertemente.

– No sé si querría seguir viviendo en el caso de que tú me faltaras, querido James.

– ¡Vamos, Harry; nadie es tan importante como eso, y además son muchas las personas a las que debemos tomar en consideración, aparte tú y yo! Hay que detener las maldades de Scorpius. Acabar con ellas definitivamente. De modo que si yo caigo, tú continúas. ¿Entendido?

Ella volvió a preguntarle lo que opinaba realmente sobre las posibilidades de superar la prueba. De nada hubiera servido mentirle. Bond tenía que ser sincero.

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