John Gardner - Scorpius

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James Bond

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Bond hizo una señal de asentimiento. Ni la amabilidad ni la sutileza hubieran logrado efecto alguno en aquel dragón que parecía como hecha de piezas de acero, con bisagras colocadas en los lugares idóneos.

– Espere aquí -le ordenó la auxiliar, indicándole una pequeña zona amueblada con el tipo de sillas y mesitas usuales, cubiertas de manoseados ejemplares del The National Geographic Magazine y del Tatler , como los que se encuentran en cualquier sala de espera de un médico de Harley Street-. Informaré a sir James de que ha llegado.

Se alejó con la espalda recta como un huso y unos modales indicadores de que Bond podía considerarse muy afortunado porque accediera a llevar su recado a sir James Molony.

Cinco minutos después, sir James apareció. Parecía tranquilo, y en sus animadas pupilas brillaba una nota de humor.

– James -le dijo, estrechándole calurosamente la mano-. ¡Cuánto me alegro de verle después de todo este tiempo! ¿Sigue bien?

Sus pupilas brillantes parecieron examinar a Bond como si por aquel simple método pudiera detectar cualquier problema nervioso o psicológico que le afectara.

Por unos momentos Bond se sintió inquieto. Probablemente sir James Molony sabia más que cualquier otra persona de su vida secreta; pero no de su vida sumida en los secretos del servicio, sino de esas zonas ocultas en las que reina el miedo; de las complejidades de la imaginación; de los impulsos que le hacían obrar, que le motivaban, y que unas veces le mantenían feliz y estable y otras surgían en plena noche de su subconsciente para perseguirle como demonios iracundos.

– ¿Cómo se encuentra esa joven? -preguntó Bond rehusando admitir la intranquilidad que le producía el encontrarse con el gran neurólogo.

– Sobrevivirá -declaró Molony, como si aquello fuera todo cuanto Trilby Shrivenham debiera hacer a partir de entonces.

– ¿Sólo vivir?

– No. Volverá otra vez al mundo normal, aunque tardará algún tiempo. Necesita tratamiento médico, descanso y grandes cantidades de cariño.

– ¿No ha dicho nada más?

– Hemos logrado situarla en un estado de equilibrio. Alguien, desde luego ella no, la ha hecho correr un grave peligro. La atiborraron de un cóctel que pudo causarle la muerte. Una mezcla de alucinógenos y de hipnóticos. Ese alguien hizo cuanto le fue posible para implantar en su mente ideas terriblemente complejas al tiempo que le administraba el tratamiento.

Según la descripción de Molony, Trilby estaba pasando por un proceso de creciente estabilidad.

– Pero todavía no está fuera de peligro -añadió, poniendo una mano sobre el hombro de Bond y guiándole por un pasadizo hacia la habitación en que la joven se encontraba-. A veces disfruta de una lucidez total. Esta mañana, por ejemplo, ha estado consciente durante casi veinte minutos. Débil, pero con la claridad mental suficiente como para recuperar la personalidad y reconocer a su padre. Este descansa ahora un poco. Ha llegado usted en el momento oportuno. -A continuación le dijo que el cerebro de la joven podía todavía ser influido-. Puedo situarla en una especie de crepúsculo, trasladarla de nuevo al mundo que conoció cuando empezaron a meterle esas ideas en la cabeza. Lo hice una vez, pero seria peligroso repetir el experimento. Cuando habla hallándose en dicha condición, es como si se escuchara lo que la Biblia llama posesión por un espíritu maligno. Un estado anímico, no desconocido para mí. Lo han sufrido pacientes cuyas mentes nunca fueron afectadas por otras personas. Incluso su voz suena rara. Asusta un poco oírla por primera vez.

– En efecto -asintió Bond-. Yo también la he oído antes de que la trajeran aquí. Me dio un escalofrío. Comprendo bien lo que dice usted sobre esos espíritus malignos.

La habitación era la típica de un hospital, con su suave olor a antisépticos, la bombona de oxígeno con sus diversos adminículos en un rincón; un lavabo, la persiana ante los cristales, y tendida en una pequeña cama la honorable Trilby Shrivenham, con su pálido rostro destacando apenas sobre la blancura de la almohada y con el gota a gota aplicado al brazo.

Una enfermera se levantó de donde estaba sentada junto a la cama. Molony hizo una señal con la cabeza y le rogó que le trajera diez centímetros cúbicos de algo que Bond no había oído nunca nombrar.

– Voy a reanimarla un poco para que pueda usted hablar con ella. Quizá responda a alguna pregunta, aunque no estoy muy seguro.

La enfermera volvió y empezó a preparar una palanganita curvada con todo lo necesario para la inyección. Al entregársela a sir James, éste le indicó que esperase fuera.

– Si lord Shrivenham regresa, no le deje entrar. El viejo tonto se metería aquí sin más ni más y empezaría a gimotear. -Miró a Bond con unas pupilas que parecían de cristal-. Es la última vez que hago esto por alguien -manifestó-. Va a ser un favor especial para M. Así que si quiere sacarle algo a esta joven aproveche la ocasión. Probablemente, cuando la devuelva al mundo real, habrá perdido todo rastro de su memoria subconsciente. -Se inclinó sobre Trilby y empezó a buscarle la vena en el antebrazo-. Vamos a ver qué ocurre -manifestó irguiéndose de nuevo luego de haberle puesto la inyección.

Bond llevaba en el bolsillo trasero del pantalón una grabadora Walkman Sony Profesional. La sacó y la puso sobre la mesilla de noche, tras de lo cual abrió la bolsita de fieltro que contenía un potente micrófono y el elevador de voltaje que enchufó en el lugar adecuado. Comprobó la cinta y puso en marcha el aparato.

– ¡Trilby! -casi gritó Molony- Despierte. ¡Trilby! Hay aquí alguien que quiere hablar con usted.

Ella se estremeció un poco, gruñó y empezó a mover la cabeza de un lado para otro sobre la almohada, como un niño inseguro de sí mismo que aún sigue bajo los efectos de un sueño, del que no acaba de despertar.

– Trilby -la llamó Bond con voz suave.

– Tendrá que mostrarse enérgico -le advirtió Molony mirándole desde el otro lado de la cama.

– ¡Trilby!

Esta vez los quejidos se hicieron más fuertes y los párpados de la joven se movieron. Enseguida aquella voz estremecedora que Bond ya conocía empezó a brotar de sus labios como si surgiera de lo más hondo del foco de maldad que le habían incrustado en el cerebro.

– «Los humildes heredarán la tierra» -pronunció. Pero no había ningún gozo en aquella promesa. Más bien sonaba como una amenaza.

– ¿Cómo va a ocurrir, Trilby? ¿Cómo será que los humildes heredarán la tierra?

– Los humildes… heredarán… heredarán… ¡heredarán! -la expresión de futuro quedaba subrayada por un gruñido sordo en un tono de voz que no era ni masculino ni femenino.

– ¿Cómo van a lograrlo, Trilby?

– Con la sangre.

– ¿La sangre?

Muy lentamente, como si las palabras le fueran extraídas una a una de la garganta, cual si lastradas por un peso enorme surgieran con dificultad del fondo de un abismo, continuó:

– «La sangre… la sangre… la sangre… de… los padres caerá… sobre los… hijos.»

– Continúe, Trilby.

Esta vez la joven empezó a hablar más vivamente, como si de pronto se hubiera librado de toda ligadura y las palabras surgieran sin reserva, a borbotones.

– «La sangre de los padres caerá sobre los hijos.» La sangre de las madres se derramará también. Y un imparable circulo de venganza empezará a girar.

– ¡Diga algo más! -le exigió Bond-. Cuéntenos más cosas. «Los humildes heredarán la tierra. La sangre padres caerá sobre los hijos…»

Ella tomó el hilo de la frase.

– También se derramará la sangre de las madres. Y un imparable círculo de venganza empezará a girar.

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