John Gardner - Scorpius

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James Bond

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Parecía un nombre fingido, pero Bond tenía la experiencia necesaria como para saber que a veces los nombres verdaderos son los que menos reales parecen.

– Harriett Irene Horner, para ser más exacta -añadió ella como si leyera sus pensamientos.

– Pues bien, Harriett, yo en su lugar también estaría preocupado. Todo esto tiene un aspecto un tanto fantasmal.

– ¡Los dos tienen motivos para estar preocupados! -exclamó una voz desagradable y amenazadora procedente de la puerta.

Se volvieron hacia allá. El que había hablado era un joven musculoso que vestía un traje azul oscuro a rayas, posiblemente a prueba de agua.

Tras él se encontraban otros dos hombres, aun más altos, musculosos y corpulentos, que parecían como vestidos por cortesía de la revista Soldier of Fortune . Ambos tenían esos rostros malvados y brutales que se suelen relacionar con los torturadores de las SS que aparecen en las películas de guerra más tremebundas.

– ¡Oh! ¿Es usted, señor Hathaway? -preguntó Harriett exhalando una pequeña exclamación de sorpresa.

– ¿Le conoce? -le preguntó Bond en un susurro.

– El señor Hathaway es mi superior inmediato. Fue el que me concedió el empleo.

El elegante joven sonrió, aunque estaba bien claro que el sonreír no era una de sus costumbres habituales.

– En efecto. Yo le concedí el empleo, señorita Horner. Pues bien, el señor Hathaway se lo dio y el señor Hathaway se lo quita. Sabemos muchas cosas de usted. Y también sabemos bastante de su amigo, señor Bond aquí presente.

– No se llama Bond, sino Boldman. James Boldman. Eso es lo que me ha dicho.

– Pues he mentido -intervino Bond rápidamente-. El señor Hathaway tiene razón.

– Pero… – la joven se interrumpió, evidentemente nerviosa.

Bond captó la tensión que la estaba invadiendo a oleadas. Miró a Hathaway cara a cara.

– ¿Es que no nos va a presentar a sus amigos, señor Hathaway? ¿Quiénes son? ¿El señor Shakespeare y el señor Marlowe?

Hathaway hizo una señal a los matones parecida a la que un propietario de perros haría dirigiéndose a sus animales, y enseguida los dos empezaron a avanzar hacia Bond. Pero no habían dado tres pasos cuando éste saltó hacia la derecha a la vez que levantaba su automática con ambas manos.

No había visto el movimiento que hizo Hathaway. Aquel hombre era muy rápido y se recriminó por haberse concentrado en sus dos compinches más que en su amo. Un minuto antes, Hathaway estaba de pie en el umbral de la puerta, muy elegante, con su traje de quinientas libras y ahora permanecía agachado, con una arma que parecía haber surgido de la nada. Inmediatamente se produjo una repentina y muy fuerte explosión que hizo saltar por los aires unas diez instalaciones de computadoras IBM convertidas en un montón de chatarra de plástico, cristales y chips de silicio.

– Deje caer la catapulta al suelo, Bond, o la próxima será para usted.

El humo se aclaró y Bond pudo ver que Hathaway sostenía en sus manos un corto fusil de combate de aspecto poco tranquilizador. No se fijó en el modelo, aunque cruzó por su mente el SPAS 12, un arma de terrible potencia por ser semiautomática y poder disparar sus siete cartuchos del 12 en menos de dieciséis segundos. Según fuera la carga y se operase el selector de alcance, el impacto podía ocasionar daños considerables. Bond sólo tuvo que echar una mirada a las devastadas instalaciones para darse cuenta de lo que estaba sucediendo allí. Dejó caer su pistola con disgusto y se colocó las manos sobre la cabeza.

Uno de los matones retenía a la chica presionándole el cuello y empujándola ante él en dirección a Bond.

– Eso está mejor -declaró Hathaway, que ya no sonreía.

Hizo un gesto al otro individuo indicándole que sujetara a Bond de la misma manera. El aludido le hizo dar una vuelta igual que un instructor de combate que efectúa una prueba con un muñeco. En un segundo, su antebrazo estaba alrededor del cuello de Bond y una mano enorme se situaba en su nuca. Sabia que una rápida y vigorosa presión podía, como mínimo, romperle las cervicales y ocasionarle una muerte instantánea.

Aquel hombre olía a algo que Bond no había percibido en muchos años…, a una loción prodigada por los peluqueros de otros tiempos.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó.

Pero le era difícil hablar, ya que su captor estaba demostrando cierta tendencia a incrementar la su garganta.

– Iremos a visitar a unos amigos y lo haremos sin armar ruido y con cuidado.

Hathaway se había acercado a ellos. Bond quedaba a su izquierda y la muchacha a su derecha con los dos matones tras ellos.

– Bajaremos al foyer y saldremos caminando como si fuéramos buenos amigos. Si alguien trata de hacerse el listo… -esgrimía aquella arma letal en su mano. Tenía una empuñadura de pistola y no mediría más de setenta centímetros de longitud. Hathaway podía esconderla fácilmente bajo su bien cortada chaqueta-. Se portarán bien, ¿verdad? – preguntó mirándolos alternativamente.

Bond intentó hacer una señal de asentimiento. Finalmente consiguió murmurar:

– Sí.

Pudo oír un sonido similar exhalado por la chica.

Hathaway hizo una señal a los hombres. La presión se aflojó, pero los matones permanecieron en la misma posición tras sus cautivos.

– Ustedes saldrán primero, señorita Horner y señor Bond. Mis compañeros irán tras de mí, pero yo estaré directamente tras de ustedes. Les advierto que esto que llevo en la mano puede hacerles mucha pupa. Y ahora…

No terminó la frase porque algo muy curioso sucedió en aquel momento. Por segunda vez durante el día, Bond no apreció plenamente los movimientos, aunque supo quién los estaba haciendo.

El hombre que se hallaba tras de Harriett profirió un aullido de dolor. Bond observó como Harriett se agachaba y cómo el matón era catapultado por encima de su espalda en dirección a Hathaway.

En un acto reflejo, Hathaway disparó otro cartucho, pero en aquel preciso instante su compinche se le vino encima, recibiendo el impacto. Un reguero de sangre y de ropa destrozada pareció cruzar el aire, mientras Harriett se colocaba de un salto detrás de otro facineroso.

Bond la vio agarrar la muñeca de aquel individuo que, no obstante su corpulencia, rodó por el aire como si Harriett estuviera jugando a voltear a un niño. Finalmente le soltó y con un chillido el hombre fue a estrellarse de cabeza contra la otra batería de aparatos de IBM. Se produjo un estrépito espantoso de cristales partidos mezclados al estallar resistencias y al fulgor de los pequeños incendios provocados en los terminales. Pero para entonces Bond se lanzaba a recuperar su automática.

Hathaway estaba caído en el suelo intentando librarse del cuerpo de su compinche y de agarrar su arma.

– ¡Ni lo piense siquiera! -le advirtió Bond, que había recuperado su pistola y apuntaba al llamado Hathaway. Pero éste no hizo el menor caso y finalmente logró librarse del cuerpo y recuperar el fusil. Lo estaba levantando cuando Harriett pareció materializarse tras él. Moviendo sus manos como cortadoras de césped, descargó unos golpes secos a ambos lados del cuello de su enemigo.

Hathaway soltó un gruñido y cayó desplomado, con la cabeza pendiéndole como si fuera un muñeco de trapo.

– ¿Cuándo ha aprendido a hacer eso? -le preguntó Bond sin poder ocultar su admiración.

– En algún lugar parecido al de usted. Aunque yo disfrutaba de una posición más ventajosa.

Se estaba arreglando la falda y la blusa y comprobando que las costuras de sus medias estuvieran en el lugar adecuado.

– Harriett, creo que debería hacer una llamada telefónica antes de salir de aquí. No abrigo la menor duda de que el señor Hathaway tiene amigos.

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