John Gardner - Scorpius
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No quiero que ningún hombre ponga azúcar en mi té;
tengo miedo de que pueda envenenarme.
Mientras Ma Rainey cantaba parecía como si las palabras dieran de lleno en él como un toque de atención. Recordó los coches que los habían seguido durante su regreso desde Hereford. Por unos segundos, aquella vieja y buena pieza de jazz tradicional lo había encandilado. Pero ahora estaba otra vez tan alerta como siempre. El indicador marcó la cifra 4 y conforme las puertas se deslizaban hacia los lados, el hilo musical se interrumpió. Salió al exterior para encontrarse en otra amplia y atractiva zona de recepción semicircular. Pero aquí no había nadie tras el mostrador situado ante una pared que parecía hecha de vidrio endurecido, a través del cual pudo distinguir otra estancia, desprovista de todo interés, que se extendía hacia lo que parecía el infinito, aunque estaba seguro de que todo aquello no era más que un truco a base de cristales y de espejos.
La habitación estaba provista de una larga hilera de compartimentos con computadoras, y a derecha e izquierda, tras de ellos, había otras cristaleras brillantes, dividiendo espacios en los que se veían los enormes bancos de datos de una unidad central. Nadie estaba al cuidado de aquellos aparatos. ¿Dónde se encontrarían los hombres y mujeres encargados de contestar las preguntas sobre las tarjetas de crédito, manipular la voluminosa base de datos, intercambiar información, llevar las cuentas, autorizar los créditos y realizar todo el trabajo relacionado con una empresa semejante?
Cuidadosamente se aproximó a la recepción, con los pies casi hundiéndose en la espesa alfombra de color burdeos. Una vez ante el mostrador, tosió fuertemente. Al ver un pequeño timbre incrustado en una suave superficie acrílica lo pulsó breve y enérgicamente por dos veces.
Segundos después se produjo un movimiento en el extremo más alejado de la larga estancia. Una joven avanzaba por entre las hileras de mostradores vacíos. Tardó casi un minuto en llegar a la puerta que comunicaba la zona de trabajo con la recepción, por lo que Bond tuvo tiempo para realizar un examen completo de su aspecto. Llevaba una severa falda negra y una camisa blanca con una cintita también negra en el cuello, y avanzaba con paso elegante, moviendo sus largas piernas con aire decidido. La esbelta figura era atractiva, aunque quizá sus pechos resultaran un tanto voluminosos. Su cara no era hermosa ni siquiera guapa, en el sentido que se suele dar a estas palabras; pero exhalaba humor por la expresión de su boca y de sus ojos. El pelo negro, muy corto y a la moda, no parecía muy apropiado para ella. Durante unos segundos, mientras abría la puerta para entrar en la zona de recepción, Bond se preguntó si llevaría peluca o si se habría teñido recientemente el pelo, porque lo oscuro de su color le dio la sensación de ser postizo.
– Buenos días, señor, ¿en qué puedo servirle? -preguntó con un acento norteamericano más de Boston que de dialectos más duros. Las comisuras de su boca se arrugaron y pudo ver que había estado en lo cierto al definirla como una mujer alegre, ya que aparte de la boca también mostraba unas rayitas alrededor de los ojos. Estos eran de un gris claro, lo que una vez más le obligó a pensar que el pelo no podía ser natural.
– No sé si es posible… Desearía pedir una tarjeta Avante Carte.
– ¡Ah! -exclamó ella sonriendo-. Lo siento, pero no creo que pueda complacerle.
– ¿Por qué? -preguntó Bond, mirando a través del cristal hacia la desierta zona de trabajo.
La joven siguió la dirección de su mirada.
– Sí, sí, es verdad. No tenemos personal. Yo soy la única empleada y hasta ahora no he recibido instrucciones concretas. ¿Le mandaron alguna invitación para solicitar la tarjeta?
– No. No me han mandado nada.
– Bien, pues entonces, aunque yo poseyera la autoridad necesaria no podría acceder a su demanda. Las solicitudes son por invitación y, según me han dicho, solo las personas que pertenecen a la Sociedad de los Humildes o son miembros acreditados de su institución benéfica pueden acceder a nuestro servicio…, al menos por ahora. -Había añadido estas últimas palabras rápidamente, como si deseara asegurarse de no rechazar a un futuro cliente en potencia-. ¿Dónde ha oído hablar de nuestra tarjeta, señor?
Bond se encogió de hombros.
– Una antigua amiga mía tiene una. -Se detuvo, preguntándose qué efecto podría causar aquello si la noticia había sido ya dada a la prensa-. Una tal Emma Dupré.
– Pero… -la joven lo miró fijamente y sus pupilas se ampliaron durante una fracción de segundo. Enseguida recobró la compostura-. Bueno, debe de ser una de las personas privilegiadas. ¿No podría darme sus datos de modo a estar en contacto con usted en caso de que se admitan nuevos miembros?
Bond le sonrió como si deseara besarla y le agradó comprobar que ella se sonrojaba leve y nerviosamente.
– Boldman -repuso-, James Boldman. -Y añadió unas señas que cubrirían aquella información caso de que alguien decidiera comprobarla.
– Lo único que puedo hacer es tomar nota de ello, señor Boldman. Verá… -Se detuvo una vez más como si sopesara sus palabras-. En realidad, estoy tan a oscuras como usted.
Dio un paso hacia la puerta como si esperase que él la siguiera y así fue.
Entraron en la zona de trabajo mientras ella seguía hablando:
– A decir verdad, es usted la primera persona que entra en este despacho. Sólo llevo aquí un par de semanas y, a juzgar por lo que he visto, soy la única empleada.
– ¿Está usted al cargo de todo? -preguntó Bond con aire desenvuelto.
Ella hizo una señal de asentimiento.
– ¿Es la reina del territorio completo? ¿La responsable de la organización?
Con la mano trazó un semicírculo que abarcaba los pequeños y agradables compartimentos de trabajo con sus pantallas de representación visual, los teléfonos y los bancos de datos de la unidad principal tras de los cristales.
– En efecto -dijo ella volviendo a asentir con la cabeza-. Impresionante, ¿verdad? Debe de haber aquí un millón de libras en componentes electrónicos.
– ¿No celebró una entrevista con los directivos?
– ¡0h, sí! Dos jóvenes muy simpáticos me preguntaron una serie de cosas.
– ¿Cuándo?
– Hace cosa de un mes. La reunión fue muy larga… Había varias aspirantes. Luego me escribieron para comunicarme que había obtenido el empleo y que empezaría el lunes. De esto hace dos semanas. Salario por anticipado. Un par de llamadas telefónicas para comunicarme que estuviera dispuesta para atender a otros aspirantes. Se necesitaba un buen conocimiento de lenguajes y programas de ordenador avanzados para IBM, por lo menos un año de experiencia y buenas referencias personales. Ya sabe…, todo eso.
Bond hizo una señal de asentimiento.
– ¿Dónde vio el anuncio?
Ella mencionó un par de revistas de negocios: Fortune , Business Life , y tres periódicos: The Times , The Guardian y The Financial Times .
– ¿La entrevista con usted se celebró aquí?
– Sí. -Le miró y él creyó detectar cierto aire de preocupación en sus moteadas pupilas grises. Cual si quisiera justificar la expresión de su mirada añadió-: A decir verdad me siento un poco inquieta. Todo este formidable despliegue y el dinero que representa, y no hacen nada con todo ello. Es una locura.
– ¿Cómo se llama usted?
La pregunta había sido formulada con aire distraído, pero Bond sentía deseos de comprobar los datos de aquella joven en los aparatos mágicos de que disponían en el Cuartel General de Regent's Park.
– Horner. Harriett Horner.
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