John Gardner - Scorpius
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– ¿Han manipulado su mente cuando se encontraba bajo la influencia de ese mejunje infernal? -preguntó Bond ansioso por comprobar si su teoría era cierta.
– Sí, algo así. Y ahora váyase a la habitación 41 y, cuando haya terminado con ese expediente, vuelva aquí enseguida. Tenemos mucho que hacer.
Bond hizo una señal de asentimiento, al tiempo que decía:
– A la orden, señor.
Aquello provocó una nostálgica mirada de M, quien añadió:
– He hecho que las dos tarjetas de Avante Carte sean enviadas a la sección Q. La ayudanta del armero les está dando una mirada.
Se refería a la inefable señora Ann Reilly, experta tanto en armas como en electrónica y conocida por casi todos miembros del servicio como «la bella Q» a causa de su papel como ayudanta del mayor Boothroyd, armero y jefe de la sección Q.
Cuando tomaba el ascensor para bajar al segundo piso donde estaba localizada la habitación 41, Bond se preguntó qué habría inducido a M a permitir que la «bella Q» pasara sus experimentadas pupilas por el plástico de la Avante Carte.
Igual que ocurre en el famoso cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, las puertas a derecha e izquierda del pasillo del segundo piso estaban pintadas de diferentes colores. No había nada de secreto o de especial en aquello. Lo que ocurría era que cuando se trataba de pintura, la sección de mantenimiento trabajaba de acuerdo con una estricta carta de colores. Y cuando se terminaba el rojo, pasaban al azul, etc. A los pasillos del cuartel general de servicio se le solía llamar según el color predominante.
La habitación 41 tenía una puerta rosada. Un chicarrón del servicio estaba allí de vigilancia, al parecer dispuesto a matar a alguien antes que dejarle entrar. Aunque conocía muy bien a Bond, insistió en ver su documento de identidad y le despojó luego de todo su material de escritura con un entusiasmo fuera de lo común. En la habitación había una silla y una mesa sobre la que se encontraba una voluminosa carpeta. Bond se sentó y miró el criptograma pegado con papel adhesivo a la cubierta. Se dijo que Bonk era un seudónimo muy adecuado para un hombre como Vladimir Scorpius. Abrió la carpeta y empezó a leer.
El grueso del expediente consistía en material antiguo que Bond había visto ya anteriormente muchas veces y que revelaban los detalles esenciales de una vida nebulosa. Se decía allí que Vladimir Scorpius había nacido en Chipre, siendo sus padres un rico hombre de negocios griego y una princesa rusa renegada, posiblemente Evdokia, hija del misterioso príncipe y de la princesa Talanov, quienes junto con su hija habían escapado de la revolución bolchevique en circunstancias casi increíbles.
El Servicio Secreto de Inteligencia inglés había fijado por primera vez su atención en Vladimir Scorpius a finales de la década de los cincuenta, durante la campaña de guerrillas que se llevó a cabo contra las fuerzas británicas por parte de los independentistas chipriotas y en la que tomaron parte el gobierno griego, el partido comunista y las fuerzas guerrilleras de la EOKA. Se sospechaba que Scorpius facilitaba armas a la EOKA, es decir, a los considerados como terroristas. A partir de entonces su nombre había vuelto a figurar una y otra vez siempre como proveedor de armamentos y material militar, por regla general a grupos terroristas en todo el mundo.
Pero si bien el nombre de Scorpius enlazaba como un hilo rojo en los embarques de armas y explosivos a cada lugar conflictivo del mundo, no existían indicios firmes que pudieran llegar hasta él de un modo directo. Se llenaron páginas y páginas con listas de rifles, armas cortas, munición, granadas, explosivos, plásticos, detonadores, lanzamisiles e incluso máquinas de guerra más sofisticadas, pero nunca fue posible demostrar de manera completa y convincente que todo aquello procediera de Scorpius. Sin embargo era evidente para cualquiera, incluso con escasos conocimientos de ese mundo a media 1uz en el que se desenvuelve el tráfico ilegal de armas, que Scorpius se encontrara detrás de tantos centenares de envíos ilegales. Pero la posible evidencia contra aquel hombre se convertía en una complicada tela de araña que parecía deshacerse cuando las investigaciones estaban a punto de dar un resultado positivo.
Bond se concentró en la realidad; es decir, en los hechos conocidos. En primer lugar, aquel hombre era implacable. Durante los pasados veinte años no menos de dieciséis personas conocidas por hallarse en situación de traicionarle habían muerto en circunstancias extrañas: cuatro en inverosímiles accidentes de carretera, tres abatidos a disparos; cuatro envenenados; dos apaleados hasta morir por supuestos atracadores; dos por posibles suicidios y uno extrañamente ahogado en la ducha de un motel. La relación mostraba también que otras veinte personas sospechosas de haber sido empleadas por Scorpius habían fallecido asimismo, unas veces asesinadas de manera directa y otras en forma de sospechosos suicidios. Evidentemente no resultaba saludable mantener relaciones con aquel hombre.
En segundo lugar actuaba como un perfecto hipócrita. Durante gran parte de los años sesenta y setenta había vivido con su extravagante y bella esposa Emerald en un magnífico yate, el Vladem I , de ochenta metros de eslora, impulsado por motores diesel de tres mil caballos. Bond hizo una mueca de disgusto al pensar en el nombre tan burgués de aquel barco. Scorpius se las había compuesto para librarse de la prensa y en especial de los paparazzi . Sólo concedió algunas entrevistas por teléfono tanto a periódicos como a revistas, todas las cuales figuraban en el grueso expediente y en las que se jactaba de alejarse del mundo y de optar por vivir en su barco, junto al amor de su esposa. Pero si bien resaltaba constantemente su fidelidad marital, existían copias de informes sobre amplias operaciones de vigilancia, con datos relativos a una multitud de amantes, y nauseabundos detalles sobre su insaciable apetito sexual que sólo se apaciguaba con procedimientos estrafalarios.
Así pues, había vivido como un ermitaño millonario viajando por todo el mundo en el Vladem I , donde la gente le visitaba. Había centenares de fotografías de hombres y mujeres en el momento de cruzar la pasarela del yate: políticos dudosos, embajadores, terroristas conocidos, figuras del bajo mundo fáciles de identificar y paradójicamente famosos nombres del teatro y de la ópera, así como esas inevitables sanguijuelas que son algunos intelectuales ostentosos y ricos.
Por regla general, Scorpius daba sus recepciones en el yate, y en aquellas ocasiones en que se decidía a bajar a tierra para pisar el mundo real, iba siempre acompañado por una cohorte de guardaespaldas y de matones a cuyo cargo corría el que nadie se agazapara en las sombras para vigilar o fotografiar a aquel enigma viviente. Pero si bien la prensa había fallado en sus intentos de aproximación a Scorpius, varias agencias de seguridad habían obtenido un acceso limitado a su persona. Sin embargo, aunque pudieron constatar la evidencia de sus gustos hedonistas tanto en cintas grabadas como en textos, nunca fueron capaces de obtener ni un fragmento de evidencia concerniente a sus negocios de armamento y a las organizaciones terroristas con las que evidentemente estaba relacionado.
La carpeta contenía docenas de fotografías obtenidas por medios subrepticios, todas ellas muy malas, desprovistas de detalles y de claridad, excepto una tomada por una unidad de vigilancia de la CIA que tuvo la suerte de conseguirla en 1969 mediante una cámara de rayos infrarrojos, frente a una casa de Portofino. La foto, debidamente ampliada, ocupaba toda una página y Bond la estuvo contemplando durante varios minutos.
Mostraba a Scorpius como a un hombre esbelto, ligeramente lleno, con unas mandíbulas que tendían a la robustez, lo que estropeaba sus antes bellas facciones de corte un tanto italiano, con labios gruesos, una melena de pelo grisáceo, nariz patricia y la cabeza echada hacia atrás en actitud arrogante. Iba vestido para la noche con un esmoquin blanco. En la muñeca izquierda llevaba lo que parecía un pesado y carísimo reloj y en la derecha una cadena de oro. En la rápida exposición con que se tomó la foto, los ojos de aquel hombre parecían expresar un avasallador sentido del poder, aunque Bond sabía por experiencia que las cámaras a veces pueden mentir.
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