John Gardner - Scorpius
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Bond examinó el contorno del cuerpo bajo la tela. Al contrario de su padre y de su madre, Trilby Shrivenham era alta y esbelta, tenía un rostro ovalado y fláccido como si disfrutara de un reposo normal y su cabeza sobre la almohada estaba rodeada por una masa de desordenado pelo rubio. Bond y Bailey se quedaron unos momentos mirándola. Luego el segundo observó un bolso dejado en el suelo junto a la mesilla de noche. Preguntó si pertenecía a la paciente y la enfermera hizo una escueta señal de asentimiento. Enseguida quiso impedir que Bailey lo tomara, pero el doctor se interpuso al tiempo que murmuraba algo, como venía haciendo desde que entró en la habitación.
Bailey empezó a registrar el bolso mientras Bond no podía apartar sus ojos del rostro que descansaba sobre la almohada. Al cabo de un minuto, Bailey le dio unos golpecitos en el hombro. Bond se volvió y pudo ver que el agente de la Sección Especial tenía una tarjeta Avante Carte en la mano. En la misma figuraba el nombre de Trilby P. Shrivenham.
Se miraron el uno al otro y Bond enarcó las cejas. En aquel momento la muchacha que estaba en la cama empezó a moverse y a gemir.
A Bond se le erizó el pelo de la nuca porque de la boca de aquella espléndida criatura salía una voz que parecía surgir del fondo mismo de una tumba: ronca, cascada, cínica como envuelta en un manto diabólico.
«Los humildes heredarán la tierra. Los humildes heredarán la tierra» -recitaba la joven, y Bond comprendió que no era Trilby Shrivenham la que pronunciaba aquellas palabras-. «Los humildes heredarán la tierra… Los humildes heredarán la tierra.»
De pronto profirió una carcajada que parecía como venir de muy lejos y tan horrible que tanto el doctor como la enfermera reaccionaron apartándose sobresaltados de la paciente.
«Los humildes heredarán la tierra» repitió. Y luego, por vez primera, abrió los ojos, de pupilas fijas y desorbitadas, impregnadas de una expresión de temor. Era como si estuviera mirando algo que nadie más que ella pudiera ver y que se hallaba allí en la habitación. De nuevo empezó a reír al tiempo que añadía-: «La sangre de los padres caerá sobre los hijos.»
A Bond le pareció como si aquellas palabras se arrastraran por un abismo viscoso y negro repleto de montones de cuerpos en descomposición. Más adelante recordaría aquella imagen conforme se fijó entonces en su mente.
Tras ellos, lady Shrivenham exhaló un breve sollozo y todos se estremecieron como si una maldición se hubiera patentizado como viniendo de algún lugar situado más allá de los labios y las cuerdas vocales de la joven.
6. Dos de la misma especie
Bond intentó establecer alguna relación entre el ambiente de horror que había envuelto la estancia y aquella voz descompuesta, como del otro mundo, que surgía de la joven increíblemente atractiva tendida en la cama. Mientras procedía a manipular el sistema de archivos que llevaba en el cerebro, tratando de averiguar las múltiples causas del fenómeno, la fatiga mortal que sentía pareció abandonarle.
Dio dos rápidos pasos hacia el médico y, poniéndole firmemente una mano en la espalda, le dijo:
– Quiero hablar en privado con usted.
El doctor le dirigió una rápida y perpleja mirada y, haciendo una señal de asentimiento, le siguió, saliendo ambos de la habitación hasta un pequeño rellano.
– Se trata del especialista que ha mandado a buscar -empezó Bond.
– Usted dirá.
– ¿Quién es?
– Un médico que he utilizado muchas veces -respondió el doctor Roberts, que parecía sentirse más tranquilo al hablar con Bond. Al principio había mostrado una expresión temerosa, pero ahora ésta quedaba sustituida por otra de mayor confianza-. De Harley Street, naturalmente. Se llama Baker-Smith.
– ¿Y en qué se especializa?
– En drogas y en la adicción al alcohol.
– ¿Cree usted realmente que es lo que la chica necesita?
– Señor Bond – respondió el doctor con aire de paciente cansancio-, Trilby Shrivenham tiene tras de sí todo un largo historial. Creo que puede usted dejar tranquilamente ese asunto a nosotros, los médicos.
– ¿Después de lo que hemos visto ahí? -Señaló con la cabeza en dirección al dormitorio-. ¿Cree usted realmente que lo que esa chica necesita no es más que un especialista en desintoxicación? ¿De veras lo cree?
– ¿Tiene alguna idea mejor? -preguntó a su vez Roberts, ahora en un tono de evidente condescendencia.
– Pues, la verdad, sí la tengo.
– ¿También es usted médico?
– No; pero me muevo en un mundo en el que estamos muy en contacto con los médicos. ¿No le parece que esa chica va a quedar hecha polvo mentalmente por culpa de los alucinógenos y de los hipnóticos?
– Posiblemente -respondió Roberts, aunque sin comprometerse demasiado-. Pero aun así es un problema de drogas, y hay que sacarla de ello. Y luego hacer que poco a poco recobre el equilibrio.
– ¿No se da cuenta de que se trata de algo mucho más complicado, doctor? La base mental de esa chica ha sido manipulada bajo la influencia de productos como el Sulphonal, LSD y otros parecidos. Le han quitado el alma del cuerpo. Y necesita algo más que una simple cura de desintoxicación.
– Ya veremos. Hay que esperar a que llegue el señor Baker-Smith.
– No, doctor. Lo siento, pero las autoridades para las que trabajamos el señor Bailey y yo probablemente no lo van a permitir -Bond cerró la boca convirtiéndola en una línea dura y firme-. Debo esperar las instrucciones de mis superiores, pero entretanto usted tendrá la amabilidad de dejar aquí a su paciente. No quiero que ninguna ambulancia se la lleve a la clínica del señor Baker-Smith, dondequiera que ésta se encuentre.
– Pero usted no puede… -empezó Roberts.
– ¿Que no puedo hacer esto con su paciente, doctor? Ya verá como sí.
Bond se volvió en redondo y, bajando rápidamente la escalera, abrió la puerta de entrada y dio instrucciones al Policía de uniforme para que nadie, ni siquiera un médico, entrara hasta recibir nuevas órdenes. El policía hizo una señal de asentimiento, dispuesto a cumplir la orden. Había visto llegar a Bond acompañado de lord Shrivenham y de Bailey. Había examinado también el carnet de identidad de Bailey y, en consecuencia, dedujo que aquellas instrucciones venían de elementos superiores.
Bond cerró la puerta y cruzó el vestíbulo hasta el teléfono que se encontraba sobre una pesada mesa de roble justamente debajo de la escalera. Marcó el código de la línea privada para hablar con M.
M respondió inmediatamente lanzando un gruñido al reconocer la voz de Bond.
– No tengo la total seguridad de lo que pasa, señor, pero creo que hemos de actuar rápidamente. ¿Dispone todavía el servicio de ese médico un poco ido?
M exhaló un suspiro de irritación.
– No me gusta que use esas expresiones, 007. Se trata de un eminente neurólogo y la respuesta es sí. Todavía tenemos acceso a él y a la clínica…, pero sólo en casos de extrema necesidad. El que no le hayamos mandado a usted para que le eche una mirada no indica que hayamos cesado de emplearle. Pero ¿por qué me lo pregunta?
Bond le puso al corriente de todo en siete rápidas frases. Cuando hubo terminado, M volvió a gruñir:
– Comprendo su punto de vista, 007. Pero antes tendrá que hablar con Shrivenham. En modo alguno podemos molestar al doctor que se encarga del caso. Asegúrese de que es Shrivenham quien lo echa de su casa. Ahora hablaré con nuestro hombre y luego haré que una de nuestras unidades se haga cargo de la paciente. Una operación normal. Dentro de media hora como máximo tendrá usted ahí una ambulancia. Asegúrese de que le den la consigna del día. Desde luego creo que éste es un caso para nuestro amigo, y cuanto antes lo empleemos, mejor.
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