John Gardner - Scorpius

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James Bond

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– Pero evidentemente no logró convencerle -comentó Bond con una breve risita.

Shrivenham le miró sin el menor rastro de humor.

– Desde luego que no -repuso-. Aunque la verdad es que nunca he oído decir que la tarjeta Avante Carte lograra remontar el vuelo. Debido a mi posición, me enorgullezco de conocer todo cuanto se refiere a las tarjetas de crédito en el mundo. Es un asunto preocupante. Muy preocupante.

– ¿Menciono el nombre que pensaba dar a la tarjeta? -preguntó Bailey.

– ¡0h, sí! -Shrivenham se quedó mirando al funcionario de la Sección Especial como si se tratara de un imbécil-. ¡0h, sí! -repitió-. Debo confesar que me ha sorprendido enormemente y que no pude dar crédito a mis ojos cuando vi la tarjeta con su nombre sobre ese escritorio. Sí, me dijo que la llamaría Avante Carte -al fin pareció haberse quedado definitivamente sin aliento.

– Cuénteles qué otras cosas dijo -le instó M moviéndose en su asiento.

– No es la clase de hombre que muestre resentimiento o enfado. Pero cuando se iba me advirtió que algún día su tarjeta de crédito iba a ser más poderosa que todas las demás juntas. Estas fueron sus palabras exactas: «Más poderosa».

– ¿Simpatizó usted con el padre Valentine? -preguntó Bailey.

– No puedo decir que fuera así. Había algo extraño en su persona. Algo raro. No quisiera ser demasiado categórico, pero me pareció…, bueno, que tenía algo de siniestro. Tranquilo, calmoso, modesto, pero siniestro. Aunque son cosas que no encajan.

– He conocido asesinos que eran también tranquilos, calmosos y modestos -le explicó Bailey-. Sin embargo mataban a cualquiera a sangre fría.

– Y aunque usted intentara disuadirlo, él se mostró empeñado en seguir adelante con lo de la tarjeta de crédito, ¿verdad? -preguntó Bond tanteando el terreno.

– ¡Oh, sí! Desde luego que sí. Parecía obsesionado por la idea. Quizá eso fuera lo que me pareció más siniestro de él. Aunque jamás pensé que lo lograra.

– Aparte su obcecación, ¿detectó en él alguna otra cosa anormal? -insistió Bond.

Shrivenham frunció el ceño comprimiendo la hacia arriba. Bond le recordó a un chiquillo cuando trata de encontrar respuesta a una pregunta difícil. Por fin respondió que no. Aquel hombre se había mostrado afable y racional en todo, excepto en su determinación de seguir adelante con la Avante Carte.

– Tenía unos ojos muy peculiares -prosiguió Shrivenham como si se tratara de algo completamente insólito en un ser humano-. Quiero decir que uno se sentía sorprendido al ver aquellos ojos tan penetrantes y tan claros. Unas pupilas extrañas que parecían atravesarle a uno… No sé si me comprenden.

– ¿De qué color? – preguntó M bruscamente.

– ¿Cómo dice?

– Que de qué color tenía los ojos. ¿No lo recuerda?

Esta vez no hubo pausa alguna.

– Negros. Negros como la noche -se calló de improviso, pareciendo perplejo-. No sé por qué he dicho eso -prosiguió-. Lo de negros como la noche. Porque si me algo parece muy negro, suelo decir negro como el azabache.

«Probablemente el padre Valentine ejerció algún efecto sobre usted», se dijo Bond. Además de sus ojos negros como la noche y de su voz aterciopelada, aquel hombre debía tener algo más que lo hiciera parecer siniestro. El padre Valentine debía de resultar también bastante agradable.

– ¿Sólo le vio una vez? -preguntó.

Shrivenham hizo una señal de asentimiento.

– Sí, sólo una vez. Luego Trill volvió a la sociedad. Supimos de ella dos veces. Le escribimos centenares de cartas, pero nunca respondió. Dorothea está muy preocupada. Y yo también, desde luego. ¡Qué gente más extraña esos Humildes! Son los últimos a los que yo hubiera deseado que Trill subvencionara. Pero lo ha hecho. Les ha entregado hasta su último penique.

– Bien -declaró M carraspeando-. Gracias por haber venido, Shrivenham. Quise que estos funcionarios oyeran su historia. Investigaremos lo de las tarjetas de crédito y la Brigada de Represión de Fraudes intervendrá también. Puede estar usted seguro de que todos estaremos pendientes de su amigo Valentine y de los Humildes.

– Tienen su domicilio cerca de Pangbourne, en Berkshire, en una casa que había sido propiedad de Buffy Manderson.

– Se refiere a sir Bulham Manderson -aclaró M.

– Sí. Era la residencia campestre de Buffy. Pero tuvo que venderla porque el mantener una finca como ésa se sale de las posibilidades de cualquiera hoy día. Es un lugar muy bello. Tiene cientos de habitaciones y muchos acres de tierra. Un acabado perfecto. Buffy se trasladó a un pisito diminuto en Mayfair, con siete habitaciones y una galería. Las cosas se le han puesto un poco difíciles. A veces le veo en el club y con frecuencia…

– Gracias, Shrivenham -le atajó M antes de que continuara con sus divagaciones acerca del pobre y viejo Buffy pasándolo tan mal en un piso de siete habitaciones situado en un aristocrático edificio de Mayfair-. Gracias por haber venido. Estaremos en contacto.

– ¡Ah! Ya es hora de que me vaya -Lord Shrivenham pareció como despertar de sus sueños nostálgicos.

En aquel momento el intercomunicador de M se puso a sonar. Moneypenny, que por regla general solía marcharse a cosa de las seis de la tarde, continuaba en su puesto. Y eso que pasaba ya de la medianoche.

M habló con ella en voz baja, luego de haber contestado brevemente a su llamada.

– ¿Cuándo? -preguntó-. Bien. Comprendo -su mirada se desplazó hacia Bond, quien creyó detectar en ella cierta incertidumbre o preocupación-. Sí -repitió M-. Puede confiar en nosotros. Yo mismo se lo diré. Bond y el superintendente jefe harán el resto. Muy bien -colgó el auricular y miró a Basil Shrivenham-. Tengo una noticia que le va a dejar pasmado, Basil -era la primera vez que llamaba a su viejo amigo por su nombre de pila.

– ¿A mí? -la cara de Shrivenham pareció perder algo de color al tiempo que en sus ojos se pintaba una creciente ansiedad-. ¿Se trata de algo malo?

– No, no. Probablemente es bueno. Su hija ha aparecido.

– ¿Trill? ¿Dónde? ¿Se encuentra bien?

– Está en casa. En su casa. Aunque un poco alterada al parecer. La está atendiendo un médico. Pero al menos allí se encuentra fuera del alcance de los Humildes.

Basil Shrivenham parecía a punto de sufrir un ataque. El rostro se le había puesto gris.

– Entonces más vale que regrese enseguida -se agarró al sillón como si necesitara apoyarse en algo-. Tengo que enterarme enseguida de lo que ha pasado. Además hay que hablar con el médico y todo eso. Así que permitan que me retire.

– No -le atajó M en un tono tan autoritario que ni siquiera un primer ministro se hubiera atrevido a desobedecerle-. No. Se irá con estos agentes -levantó la mirada al ver que Moneypenny entraba silenciosamente en la habitación-. Pero antes vaya con miss Moneypenny para que ésta le sirva un café, un té o algo más fuerte si lo desea. Yo hablaré con Bailey y con Bond y ellos le acompañarán a casa. Me parece lo más sensato.

– Bueno, si usted lo dice… Pero ¿no sería mejor que llamase a Dorothea?

– Váyase, Basil. Todo saldrá bien.

Con un aire más alelado todavía que antes, Shrivenham dejó que Moneypenny le precediera al salir de la habitación.

En cuanto se hubo cerrado la puerta, M empezó a explicar los hechos. Veinte minutos antes, Trilby Shrivenham había sido encontrada por un agente de la policía en la puerta de la residencia de los Shrivenham cerca de Eaton Square. Según las palabras del agente, se encontraba «en condición semiinconsciente». Pensando que se trataba de un caso de etilismo o de drogadicción, estaba a punto de llamar a su comisaría, cuando lady Shrivenham, que había oído voces a la puerta, salió a investigar e identificó a su hija.

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