John Gardner - Scorpius
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– Adelante.
Bailey metió la mano en su cartera.
– Miss Dupré llevaba encima muy poco dinero y, si es verdad que había entregado todo su capital a la Sociedad de los Humildes, ninguno de nosotros puede comprender por qué llevaba también tarjetas de crédito.
Hizo una pausa con la mano todavía dentro de la cartera.
– Sus padres afirman no haber pagado ni un céntimo a cuenta de dichas tarjetas. Sin embargo las hemos encontrado en su bolso.
Sacó una carterita de piel de la que extrajo una tarjeta American Express Oro, una Visa del Barclays Premier, una Master Charge y una Carte Blanche, que colocó formando una pulcra hilera sobre la mesa frente a M.
– Hay una más -anunció Bailey como un mago que se dispone a hacer un juego de prestidigitación-. ¡Esta! -exclamó poniendo otra tarjeta junto a las demás, como si estuviera colocando un as después de un rey.
La tarjeta era de la misma calidad y textura que las otras: blanca y dorada con el nombre Emma Dupré en el ángulo inferior izquierdo seguido por las fechas de inicio y de expiración. El número estaba grabado en relieve a lo largo del centro, y a la derecha se veja un cuadrito plateado con un signo en holograma representando las letras griegas Α y Ω entrelazadas.
– Alfa y omega -comentó Bailey tocando el holograma-. El principio y el fin -luego su dedo se trasladó a la parte superior. Allí, con letras repujadas en oro, se leían las palabras «Avante Carte»-. Es una tarjeta de crédito que yo no había visto nunca -declaró el agente de la Sección Especial-. La hemos pasado por los ordenadores, desde luego; pero se trata de una rareza. Pensé que lord Shrivenham podría ayudarnos a averiguar algo.
Sin apartar la vista del pequeño rectángulo de plástico, M tomó su intercomunicador y rogó a miss Moneypenny que tratara de localizar a lord Shrivenham y le pidiera que acudiese a su despacho.
– No me importa que esté cenando con el primer ministro, o incluso que se encuentre en Buch House. Se trata de un asunto urgente. Tiene que venir. Eso es todo -levantó la mirada hacia Bailey y Bond-. Ya verán cómo Basil Shrivenham tiene algo que decir a todo esto.
Sus ojos estaban tan fríos como el mar del Norte en invierno.
Mientras esperaban, Bond, decidiendo que Bailey era de confianza, contó todo lo que le había ocurrido durante su viaje desde Hereford a Londres sin dejarse ni un detalle.
Los tres parecían muy preocupados cuando llegó lord Shrivenham.
5. «Los humildes heredarán la Tierra»
El nombre y título de lord Shrivenham no estaban en consonancia con su aspecto exterior. Cuando la gente hablaba de él, quienes no lo conocían se lo imaginaban como un esbelto y distinguido par del reino. Pero en realidad era obeso, desmañado, con unas manos enormes y torpes y un tieso mechón de pelo grisáceo en la cabeza. Contaba cerca de sesenta años y tenía un aspecto preocupado y cansino, atormentado y sucio. Después de las presentaciones de rigor, M se dirigió a su viejo amigo llamándolo Shrivenham, mientras el par, meticuloso y correcto, llamaba al otro sencillamente M.
– Quiero que vea usted esto, Shrivenham -indicó M pasándole por encima del escritorio la tarjeta de plástico del Avante Carte.
Su señoría la tomó y la examinó como quien va a explotar de un momento a otro. Finalmente exclamó:
– ¡Santo cielo! -le dio varias vueltas y volvió a exclamar-: ¡Vaya, vaya! Por lo que veo, ese individuo consiguió su propósito.
– ¿A qué individuo y a qué cosa se refiere? -preguntó el superintendente jefe Bailey. Pero M levantó una mano y, volviéndose hacia Basil Shrivenham, le tomó la tarjeta.
– Quisiera que repitiese ante estos caballeros lo que me contó durante nuestra conversación de hace un rato -le instó M con expresión tranquila.
– ¿Se refiere a ese Valentine?
– Sí, y especialmente a cuando habló con usted en la Gomme-Keogh.
Shrivenham hizo una señal de asentimiento, miró la tarjeta depositada sobre la mesa escritorio de M y movió la cabeza como si todavía no creyese lo que estaba viendo.
– ¿Lo saben? preguntó.
– ¿Lo de su hija? ¿Lo de Trilby y los Humildes? Sí. Lo saben todo. Absolutamente todo. No tiene por qué preocuparse, Shrivenham. Limítese a contarles lo de sus negociaciones con el llamado padre Valentine.
– Bien -Sir Basil puso sus enormes manos sobre las rodillas y luego, creyendo quizá que aquello no era del todo correcto, se cruzó de brazos. Parecía estar incómodo-: ¿Saben que mi hija ha tenido problemas? -empezó, aunque haciendo una pausa como si realmente no deseara seguir hablando de aquello.
Bailey intervino con el fin de allanarle la dificultad que significaba enfrentarse con la verdad y revelarla a unos desconocidos.
– La honorable Trilby Shrivenham se hizo adicta a la heroína, señor. Recibió ayuda del padre Valentine, jefe de una secta religiosa conocida como la Sociedad de los Humildes. Y éste la sometió a tratamiento y logró desengancharía.
– En efecto -convino Shrivenham vacilando otra vez. Pero en seguida se lanzó a un prolongado aunque un tanto incoherente monólogo. Al parecer, Trilby se había apartado de la heroína cosa de siete meses antes. Regresó a su casa para pasar un largo fin de semana y contó a sus padres que estaba dispuesta a incorporarse a la Sociedad de los Humildes y abandonar su hogar-. Mi mujer y yo creímos que se trataba de una decisión repentina…, de una veleidad, ¿comprenden?
– Pero ¿no fue así? -preguntó Bond amablemente, apoyando a Bailey.
– Por aquel entonces no lo pudimos averiguar. Los dos nos alegrábamos de ver a nuestra hija recuperada y en buen estado. A Trilby siempre la hemos llamado Trill…, una especie de diminutivo. Trill; sí, siempre la hemos llamado Trill.
Bond suspiró interiormente. De una cosa estaba seguro. Lord Shrivenham era un pesado y un tonto.
– Por aquel entonces hubiéramos hecho cualquier cosa por Trill. Tenía tan buen aspecto… Y había dominado su vicio. No podíamos negarle ningún favor. Nos contó lo del clérigo, o lo que sea, que se hace llamar padre Valentine. Naturalmente, le estábamos muy agradecidos por lo había hecho por nuestra hija, ¿me entienden?
– Desde luego, señor – respondió Bond.
– Así que cuando ella nos indicó que ese Valentine precisaba de cierta orientación…, orientación bancaria, accedí a entrevistarme con ese hombre.
Por vez primera aquella noche Shrivenham sonrió. Y al hacerlo, le recordó a Bond esas carátulas de calabaza se preparan para el día de Todos los Santos.
– A decir verdad, pensé que me iba a pedir dinero prestado -miró a su alrededor casi agresivamente-. Pero por aquel entonces yo hubiera accedido a ello… a interés razonable, desde luego, porque, a mi modo de ver, todo cuanto hiciéramos era poco.
Guardó silencio de nuevo y todos pensaron que se le había evaporado la energía; pero sólo fue para recuperar aliento. Porque continuó tan lenta y prolijamente como antes.
Valentine había ido a verle a las oficinas de la Gomme-Keogh en la City, pero no para pedir dinero. Lo que quería era consejo sobre el aspecto financiero de montar una compañía de tarjetas de crédito. Shrivenham le hizo ver que la cosa era difícil. Las compañías importantes operaban partiendo de instituciones con gran apoyo financiero, bancos y asociaciones, incluso cadenas de almacenes concedían créditos sobre las ventas.
– Al parecer, deseaba beneficiar a los miembros de su secta religiosa con ciertas facilidades financieras. Se mostró muy estricto en lo de la santidad del matrimonio y declaró que en la sociedad había tantos ricos como pobres, pero que se insistía siempre en que todos partieran de la misma base por lo que respecta a sus vidas conyugales. Me explicó algunos…, sólo algunos, de sus arreglos bancarios en América, las islas Caimán, Hong Kong y, desde luego, en Suiza. Todo parecía muy sólido, es decir, siempre que fuese verdad. Pero aun así, le respondí claramente…, porque uno ha de ser muy claro cuando se habla como banquero comercial… Le respondí que se pondría en una situación muy difícil con respecto a la política financiera del gobierno, por no decir con la ley.
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